Comentario
A partir de los siete años el niño deja de ser considerado como tal y una prueba externa de ello la constituye el hecho de que los varones trocan para siempre los vestidos por los calzones. En esta nueva etapa el aprendizaje se endurece al tiempo que se incrementa la vigilancia sobre el comportamiento de los jóvenes que no tardan en desarrollar un gran arte de disimulo fingiéndose devotos y aplicados a fin de conseguir más tiempo para juegos. En su favor cuentan con una red de complicidad integrada por madres y criados que intentan así evitar rupturas familiares. Las funciones educativas dejan de estar en manos de las propias familias. Las parroquias asumen la enseñanza religiosa; la escuela, el colegio, el convento o el preceptor privado, la intelectual. Con ello se trata de evitar las malas consecuencias que pueden derivar de los excesivos mimos que prodigan los progenitores. Esto mismo es lo que intenta el uso extendido en Inglaterra y países escandinavos de colocar a los hijos desde los catorce años hasta el matrimonio en casa de algún amigo o vecino para que lo eduque. El sistema, utilizado por todas las clases sociales, era una escuela de individualismo y enseñaba al adolescente a separar las relaciones de parentesco de las laborales.
En la escuela los niños aprendían a leer, escribir y nociones de cálculo. Siguiendo una tendencia iniciada en la centuria anterior, en el XVIII se detecta un interés por parte de las autoridades de acercarla a los padres, aunque todavía siguen muy extendidas las fórmulas tradicionales de preceptores privados o a lo sumo pequeños grupos de estudiantes con un tutor. Los colegios, en el caso de los muchachos, o los conventos, en los de las muchachas, eran una experiencia excepcional y resultaban decisivos, por los años que cubre su docencia, en la configuración de la personalidad de los alumnos y la formación de amistades que, en algunos casos, podrán ser provechosas después para progresar socialmente. En cualquier caso, quienes acudían a ellos eran preferentemente los hijos de la nobleza o de la burguesía, mientras que los pertenecientes a las capas populares seguían otros caminos. Las chicas quedaban en casa con las madres; los chicos aumentaban su autonomía y aprendían un oficio dentro de la familia, siguiendo la ocupación del padre, o fuera de ella mediante contratos de aprendizaje que los vinculaban al núcleo doméstico del maestro en las mismas condiciones de sumisión y respeto que tenían en el hogar paterno.