Comentario
Desde el punto de vista educativo y cultural, el periodo moderno constituye una etapa de transición. En sus inicios, una notable homogeneidad caracteriza al mundo europeo, inmerso en el analfabetismo mayoritario de su población que alcanza al 95 por 100 de los hombres y la casi totalidad de las mujeres. En este universo de finales del Medioevo, las escuelas son escasas; los libros, caros e inaccesibles no sólo por razones monetarias sino también por estar escritos en latín; la alfabetización se concentra en algunos, miembros de la nobleza, el clero y altas capas de la burguesía, como los grandes comerciantes, para quienes era una necesidad profesional.
El progreso realizado por los Estados europeos en las tres centurias siguientes hacia su modernización y desarrollo económico se verá acompañado de una expansión considerable de la alfabetización y la cultura. En vísperas de la Revolución Francesa, puede decirse que no quedan grupos sociales totalmente analfabetos, llegándose en el privilegiado Noroeste del Continente a conseguir que, por término medio, la mitad de los hombres sepan firmar y una proporción mayor sea capaz de leer textos sencillos. Las escuelas se han multiplicado y han surgido campañas alfabetizadoras organizadas por los gobiernos. Los colegios privados y las órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza han seguido una clara línea ascendente. Los libros se han hecho más accesibles al abaratar su precio y escribirse en lenguas vernáculas. En fin, la educación que supera los conocimientos básicos sigue siendo monopolio de clérigos, nobleza y burguesía, pero a ellos se les han empezado a unir miembros de las clases medias urbanas y rurales, en especial las primeras. Ahora bien, el proceso de transformación descrito fue, como Houston señala, lento y sujeto a interrupciones, incluso, involuciones. El cambio resultará gradual, irregular e incompleto. Los contrastes, numerosos. En términos generales, puede decirse que en todos los lugares, las mejoras alcanzaron antes a los hombres y las capas sociales superiores que a las mujeres y los grupos inferiores. Ello es así porque, en última instancia, alfabetización y educación no son dos procesos al margen de las sociedades en que se producen, sino que están profundamente imbricados en ellas.
Dentro de ese período global de transición que, hemos dicho, representan los siglos modernos, la centuria del Setecientos representa, como afirma Víctor Cousin, el momento en que se hace "de la educación, primero, un problema; luego, una ciencia, y, finalmente, un arte; de aquí, la pedagogía". Según vimos al hablar de la Ilustración, el tema reviste especial importancia para sus protagonistas y llega a ocupar un lugar central en su pensamiento. Las nociones sobre su contenido y práctica se hallan perfectamente articuladas, aunque en ocasiones resulten más adecuadas al ambiente de salones, en los que se fraguan, que al de las aulas, donde deberían desarrollarse. Quizá por ello, pese a su confianza en que la instrucción lo puede todo, las reformas educativas concretas que los ilustrados alumbran quedaron muy alejadas de sus intenciones; las fuerzas conservadoras resistieron sus ataques y más que moderar el modelo pedagógico dominante sus esfuerzos fueron canalizados hacia la configuración de una enseñanza alternativa, progresista, impartida en centros propios de influencia restringida. De este modo se logró, de momento, controlar el impacto social de los cambios demandados.
Herederos de ortodoxias religiosas inaceptables para los hombres del dieciocho, los sistemas educativos vigentes no podían por menos que parecer anticuados y rígidos a quienes creían que su objetivo principal era el de llevar a sus receptores a alcanzar esa Razón que les permitiera comprender y dominar los procesos naturales. Por este motivo apenas dudaron en atacarlos frontalmente desde la doble perspectiva de sus contenidos y de sus métodos. Frente a la enseñanza clásica y humanística, realizada en latín, con un contenido fijo de ideas, bajo la dirección permanente de un profesor y controlándose en todo momento la imaginación, la emoción de los alumnos para no caer en el terreno de la heterodoxia, cualquiera que ésta fuese, los ilustrados proponen la idea de que el adulto puede educarse por sí mismo a través de la letra impresa -con ese fin nacía La Enciclopedia-. Su formación moral ha de verse libre de sensaciones sobrenaturales y la intelectual presentarse más vocacional y vernácula. Los conocimientos que adquiera se demandan más científicos, utilitarios y basados en la observación directa y la experiencia. Cumplir tales requisitos, especialmente el último, implicaba cambios inexcusables en la metodología.
Desde este punto de vista, los teóricos del Setecientos, Rousseau entre ellos, parten de la psicología de Locke que niega la existencia de ideas innatas a las que se deba el conocimiento humano. Antes bien, éste es fruto de la labor de los sentidos, ventanas abiertas al exterior a través de los cuales realizamos nuestro aprendizaje. Su ritmo vendrá marcado durante la infancia por la filtra de un educador, con poderes absolutos para regular el ambiente del niño. Aunque esta vía sensorial obtiene gran éxito en su momento, Alemania, y Europa central bajo su influencia, desconfiarán de ella hasta final de siglo con Kant. Siguiendo a Leibniz, el importante pensamiento pedagógico germano acepta el poder de la razón para aumentar la comprensión.
Además de en los contenidos y en la metodología, el siglo tratará de introducir cambios, también, en la organización escolar. Tal y como se encontraba establecida, no era un sistema planificado sino un conglomerado de centros cuyas funciones se superponen, difieren o se complementan, mantenidos, fundamentalmente, por la iniciativa privada o la Iglesia. Las diferencias entre ellos emanan de la extracción social o el sexo de su alumnado más que de las materias impartidas. La evolución en este sentido vendrá marcada por el deseo de definir la estructura educativa, racionalizar su práctica, ampliar la oferta y conformar sistemas centralizados bajo la supervisión del Estado que, siguiendo una tendencia iniciada en el siglo XVII, incluye a la educación entre sus competencias. Tal actitud no es del todo gratuita. Aparte de lo que pudiese haber de llevar a la práctica las ideas de los filósofos, a buen seguro que en el ánimo de los gobernantes pesaron asimismo otros factores. De un lado, la idea de que el bien moral y de la sociedad dependían de la labor de los maestros, como bien expresara en la época Helvètius. De otro, la presión ejercida por el desarrollo económico y los cambios demográficos, que junto al auge de las ciudades incrementaron la demanda individual y social de educación, empujando a las instituciones en sus iniciativas.
El movimiento en pro de la mejora organizativa de la enseñanza empezó de forma más clara al disolverse la Compañía de Jesús, cuyos colegios configuraban el mapa cultural europeo por su número -89 en Francia, 133 en Italia, 105 en España, 200/300 en los territorios alemanes, Países Bajos y Europa oriental-, el de sus estudiantes y los importantes instrumentos de formación de que disponían. En muchos territorios los bienes confiscados pasaron al Estado, en otros se intentó conseguir el apoyo de sus miembros para reorganizar la enseñanza en todos los niveles bajo el control de las autoridades seculares. Esto es lo que hizo María Teresa, cuyo ejemplo fue seguido por Catalina II. Más tarde, José II utilizaría los planes educativos como instrumento esencial de su política unificadora, como medio para establecer un futuro Imperio en el Danubio sobre un nuevo molde. Sin embargo, tal política provocó la reacción hostil de los flamencos. La reglamentación estatal de las escuelas populares frente al monopolio de las confesiones religiosas se produjo también en Sajonia, Estados protestantes y Prusia.
La implicación del Estado en la vida educativa se tradujo en un crecimiento de la enseñanza post-elemental, insistencia en la uniformidad lingüística, campañas alfabetizadoras y un control de la enseñanza por las autoridades seculares.
En cuanto a los maestros, hay que decir que hasta muy finales del siglo XVIII no se sintieron grupo profesional diferenciado y su preparación como su consideración social y su remuneración eran escasas. Salvo algunas órdenes religiosas que tenían centros para formarlos, en la mayoría de los casos sólo se les exigía buena conducta -certificada por el párroco- y conocimientos de religión. Los gobernantes ilustrados aumentaron algo los requisitos para ocupar una escuela, salvo en el caso de las maestras cuya situación difería.
Al contrario de lo que sucede hoy, durante el Antiguo Régimen la enseñanza formal en los niveles elementales contaba con escasa presencia femenina, aunque fuera de ella seria mucho más numerosa de lo que las fuentes indican. Las maestras que impartían enseñanza oficialmente sólo controlaban los colegios de monjas o los reformatorios para mujeres. En el resto de las escuelas, su número es inferior al de maestros y no se les permite tener a su cargo nada más que los niveles elementales o los establecimientos para niñas, bastante menos frecuentes y con un currículo más reducido como veremos. Durante el Setecientos, el número de maestras se incrementó, en gran medida al hacerlo las escuelas femeninas, y su situación mejoró en algunos países europeos, aunque no por ello se les dieron mayores competencias. Este hecho puede explicar el que en la España de fines de la centuria ni siquiera se pida a las docentes mínimos rudimentos de lectura y escritura para regentar una escuela de niñas.
Desde el punto de vista remunerativo, los ingresos de los maestros variaban según el puesto y el nivel económico del lugar, ya que provenían de los honorarios pagados por las familias, los municipios o la Iglesia. En general, puede decirse que los emolumentos eran similares a los de los artesanos y podían percibirse en moneda, especie o con derechos de explotación de tierras de cultivo o de pasto.