Comentario
Hacia el año 230, cuando pensase el rey en encargar sus monumentos conmemorativos, que mostrarían en Pérgamo y en otros puntos de Grecia su enaltecedora condición de salvador de los griegos, la escultura empezaba apenas a salir de un largo período de postración. Casi hasta mediados del siglo III a. C., las tendencias conservadoras, clasicistas, dominaban sobre los intentos innovadores. Y cabría añadir que, en cierto modo, tal situación se debía a un cierto desinterés por la escultura como tal en las principales cortes de la época: los monarcas desplegaban, recordémoslo, su increíble lujo en fiestas y decoraciones palaciegas -era la época más brillante de la corte de Alejandría o del palacio de Vergina en Macedonia-, incluso por entonces se inventó el mosaico de teselas -abakískoi o tablitas, las llamaban los griegos- para sustituir al más pobre de guijarros en las decoraciones áulicas, pero lo cierto es que tal pasión por el lujo ambiental, junto al marcado interés por el campo literario y científico, hizo decaer durante décadas la tradicional afición griega por las esculturas.
Esta situación debió de alcanzar su cenit en el segundo cuarto del siglo III a. C. Escasas son las esculturas fechables por entonces -o tan mediocres como la Temis de Ramnunte, obra del ático clasicista Queréstrato (h.270)-, y acaso se justificase en cierto modo, pese a su exageración, la famosa frase de Plinio según la cual, tras la muerte de los principales discípulos de Praxíteles y Lisipo, cesó el arte de la escultura.
Pero hacia el 260 a. C. empieza a sentirse una reacción. El clasicismo se ha agotado en la crisis, y quienes empiezan a renovar y a prestigiar el arte de la escultura pertenecen a las tendencias de carácter realista o retórico que desde años antes se venían esbozando. Acaso cabría considerar como uno de los primeros signos de esta recuperación -si es de esta época, como creemos- el llamado Efebo de Tralles, con sus formas simples, con su cara bien modelada y ligeramente expresiva; pero más importantes son, en este momento, dos grandes obras que marcan el sesgo nuevo y la línea a seguir.
Se trata, en primer lugar, de la Afrodita agachada, posible encargo del rey de Bitinia Nicomedes a su súbdito Dedalses para un santuario de su capital. Dedalses de Bitinia ya había esculpido por entonces, para la recién fundada ciudad de Nicomedia, un Zeus Estratio, obra de aspecto esbelto y ligero que fue copiada en monedas, y ahora nos da en su Afrodita una investigación de anatomía y ritmo sin precedentes.
Tomando como punto de partida la actitud normal de una mujer que se baña en su casa dentro de una pila, es capaz de trascender la observación inmediata para alcanzar un esquema cerrado, helicoidal y perfectamente trabado en todas sus partes, donde el gusto por la estructura ordenada de líneas no ahoga, sino que potencia el atractivo de la diosa: el modelado de la cabeza, con su boca entreabierta y su blanda carnosidad, tan del gusto del creciente realismo, se completa con un complejo juego de cabellera que el arte griego no olvidará en mucho tiempo.
El mismo gusto por fundir análisis de la realidad y grandes estructuras dinámicas cerradas sobre sí mismas lo hallamos en otra obra famosa, la Jovencita de Anzio, que se halla en el Museo de las Termas. Se trata muy probablemente de una estatua votiva, entregada por una sacerdotisa a un templo para recordar su función. La joven lleva una bandeja que se convierte en el centro ideal de la estatua: hacia ella dirige la figura su mirada y sus brazos, y hacia ella convergen incluso los principales pliegues del vestido, ricos, realistas y ampulosos. Todo se organiza dentro de un ritmo en torsión, perfectamente cerrado como en el caso de la Afrodita. Ambas obras son, en realidad, tan parecidas -incluso en la concepción de la cara-, que podría hasta pensarse en el mismo autor. No en vano la colocación de las piernas de la Jovencita se asemeja a la actitud del Zeus de Dedalses.