Comentario
A comienzos de 1942, los aliados tenían muchas razones para sentirse profundamente descorazonados. En el plazo de seis meses, Japón, un adversario al que los anglosajones no habían tomado en serio, había construido a sus expensas y a las de terceros un Imperio que cubría una séptima parte del globo. Las victorias las había obtenido demostrando tener una Marina muy moderna, cuya fuerza principal estaba constituida por los portaaviones. Los japoneses habían logrado sus éxitos muy a menudo con inferioridad numérica y en un momento en que se podía interpretar que los alemanes todavía estaban en condiciones de aplastar a la Rusia soviética. La caída de Singapur era un hecho de tal gravedad que podía suponer una directa amenaza a la India e incluso al Medio Oriente. No puede extrañar que un protagonista esencial de la guerra, como fue Churchill, anote en sus Memorias que el peor momento de la guerra fue precisamente éste, algo en lo que coincidieron también algunos de los mandos militares británicos. Fue entonces cuando se sometió a un voto parlamentario de confianza, que superó, pero que revelaba la sensación de que la victoria aliada estaba todavía muy lejana.
Sin embargo, en los meses iniciales de 1942 si, por un lado, las potencias del Eje llegaron al máximo de su expansión, al mismo tiempo empezaron a testimoniar sus limitaciones, no sólo materiales sino también de otra clase. Los éxitos alemanes habían acabado teniendo como consecuencia el despropósito del ataque a la Unión Soviética, cuando Gran Bretaña distaba de haber desaparecido como adversario. En el caso del Japón, alcanzado el perímetro de lo que fue denominado "Área de Coprosperidad", faltó una idea clara de hacia dónde había que seguir la ofensiva. Parece indudable que el mayor daño al adversario se hubiera causado con el ataque en dirección a la India, en donde existía un sentimiento independentista muy arraigado. De este modo, además, se hubiera podido enlazar en Medio Oriente con una posible ofensiva alemana desde el Cáucaso. Pero Japón no acabó de decidirse, porque Marina y Ejército de Tierra resultaron incapaces de elaborar una política conjunta y no existió un liderazgo militar claro. Además, tampoco hubo una voluntad eficiente de coordinar los esfuerzos con Alemania.
En cambio, en las semanas finales de 1941 e inicios de 1942, en la conferencia de Arcadia los anglosajones supieron crear un Estado Mayor conjunto, planear la invasión del Norte de África y reafirmar su deseo de combatir hasta la victoria final. Stalin permaneció, por el momento, alejado de las grandes decisiones estratégicas y Churchill hubo de explicarle que, por el momento, era imposible para los anglosajones llevar a cabo un desembarco en Europa. De cualquier modo, todo lo que antecede demuestra que los aliados se coordinaron mucho mejor que sus adversarios.
A lo largo de los meses centrales de 1942, las potencias del Eje parecieron capaces de emprender, una vez más, nuevas ofensivas, pero en realidad testimoniaron que sus posibilidades para conseguir con ellas fulgurantes victorias habían empezado a agotarse. Y ése fue el principio del final para ellas, puesto que, en definitiva, la superioridad en capacidad económica del enemigo tendría que imponerse a medio plazo.
En territorio soviético, los alemanes habían retrocedido más de doscientos kilómetros a partir de la contraofensiva enemiga del mes de enero. Los Ejércitos alemanes habían mantenido una firme resistencia en las ciudades y sin tratar de cubrir en su totalidad los enormes espacios vacíos del frente. Esos núcleos de resistencia a menudo fueron aprovisionados desde el aire, lo que revela el titánico esfuerzo de los alemanes por mantenerse en sus posiciones. Cuando, avanzada la primavera, Hitler pasó a la ofensiva, sus propósitos resultaron relativamente modestos, al menos en comparación con los que había tenido en otros tiempos. Lejos de pretender una avance generalizado en todos los frentes, se marcó tan sólo dos objetivos. Por una parte, la conquista de Leningrado, donde las penosas condiciones del sitio se tradujeron en la muerte por inanición de una tercera parte de su población; por otra, el avance hacia el Cáucaso.
Esta última dirección revelaba la preocupación de Hitler por la carencia de petróleo, pero también el hecho de que necesitaba conseguir una victoria espectacular, aunque fuera parcial, para confiar de nuevo en que el frente enemigo se derrumbaría. En mayo, las operaciones se iniciaron con la toma de Crimea y Sebastopol. Una ofensiva soviética en dirección a Jarkov se saldó con un movimiento envolvente que proporcionó a los alemanes la última ocasión para hacer centenares de miles de prisioneros. Sin haber ocupado totalmente el Cáucaso, los alemanes se empeñaron, entonces, en el ataque frontal más al Norte, contra Stalingrado, pronto convertida en todo un símbolo de resistencia, incluso por su mismo nombre. A la altura de octubre, la mayor parte de la ciudad había sido ya conquistada, pero al precio de un esfuerzo de desgaste muy considerable.
En el Pacífico, los japoneses, como se apuntaba, habían conquistado su superioridad merced a su flota de portaaviones, en la que mantenían una neta ventaja, y la superior calidad de su aviación. Sin embargo, la incertidumbre estratégica les perdió cuando trataron de responder a una arriesgada operación de bombardeo norteamericana, cuyo efecto casi exclusivo fue de orden psicológico. En efecto, empleando portaaviones como punto de partida, los norteamericanos enviaban sus bombarderos sobre Tokio, desde donde huían en dirección a China. Como respuesta, los japoneses trataron de avanzar hacia el Sur, ocupando la totalidad de Nueva Guinea.
Como consecuencia de ello, se produjeron dos importantes batallas navales, las primeras en la Historia en que el combate se llevó a cabo sin que los barcos se avistaran a través de los aviones que enviaban. Superiores en información y radar, los norteamericanos consiguieron detener al adversario. En la primera de esas batallas, la del Mar del Coral -mayo-, los japoneses perdieron un portaaviones ligero y los norteamericanos uno pesado, pero el resultado había sido ya más equilibrado que en cualquier ocasión anterior. En la batalla de Midway, los japoneses, que habían dispersado sus portaaviones con una simultánea e insensata operación hacia el Norte, se enfrentaron con los norteamericanos, que conocían sus movimientos de manera perfecta. En muy poco tiempo, fueron hundidos cuatro portaaviones en la que fue la primera victoria irreversible de los norteamericanos.
Merece plenamente este calificativo porque lo cierto es que Japón nunca fue capaz de superar el resultado de esta derrota. Sus posibilidades industriales eran infinitamente inferiores a las de su enemigo: durante toda la guerra, encargó la construcción de sólo 14 portaaviones, mientras los Estados Unidos iniciaron nada menos que 104. Pero lo peor para los japoneses fue la imposibilidad de reemplazar a los pilotos y los aviones desaparecidos. En el verano de 1942, mientras los submarinos norteamericanos empezaban a castigar a una flota como la japonesa cuyos efectivos eran un tanto modestos, ambos contendientes se enzarzaban, en la isla de Guadalcanal, en la primera batalla terrestre y naval al tiempo. El resultado fue un intenso desgaste, especialmente grave para el combatiente menos poderoso: Japón.
Si en el Pacífico la situación podía interpretarse como si correspondiera a un momento de juego en tablas, en África el Eje obtuvo victorias pero, como no fueron resolutivas, en la práctica acabaron por ser engañosas. Los cambios en la situación de los frentes respondieron a modificaciones sucesivas más violentas todavía que aquellas que habían tenido lugar en 1941 y siempre fueron favorables a alemanes e italianos pero, al mismo tiempo, dejaron irresuelto el destino final de este frente. Una importante razón de ello es que, pese a que todo el peso de la aviación alemana se dirigió contra Malta, esta base permaneció incólume y facilitó, de este modo, el paso de los convoyes de aprovisionamiento aliados que acabarían por hacer posible la victoria propia. Además, hubo también un refuerzo aéreo complementario de los norteamericanos cuando Japón detuvo su ofensiva en el Índico.
No obstante, hasta comienzos de septiembre de 1942, los británicos sufrieron una serie de derrotas tanto más humillantes cuanto que las fuerzas propias eran superiores en número y material. La primera victoria la obtuvo Rommel en la Línea Gazala donde había permanecido hasta el momento a la defensiva. En el mismo mes de junio, tomó Tobruk, que no pudo, por tanto, permanecer como posición aislada al igual que en el año anterior, y a continuación trasladó su ofensiva en dirección a Egipto. Sólo se estabilizó el frente en El Alamein, a menos de un centenar de kilómetros de Alejandría. Allí sus adversarios habían construido fuertes posiciones defensivas y se preparaban ya para devolverle el golpe, acumulando recursos para la ofensiva.