Comentario
Tras la obra cumbre que suponen las esculturas de Veyes, verdadera prueba de la profunda asimilación de la plástica griega en Etruria, se aprecia en el campo del arte un relevo de generaciones. Entre el 500 y el 490 a. C. desaparecen todos los maestros jónicos y sus inmediatos discípulos. Hacía ya tiempo que la propia Jonia, cada vez más agobiada por sus nuevos señores persas, perdía comercio y mercados. Atenas era ya la indiscutible capital artística de la Hélade, y era lógico que su estilo, difundido hasta la saciedad en estatuillas y vasos, tomase el relevo en Etruria.
Tan importante era la expansión comercial de Atenas, que en los últimos años del siglo VI habían desaparecido casi los talleres de cerámica pintada etrusca; sólo algunas vasijas de figuras negras, muy toscas, se siguieron fabricando hasta el 480 a. C., y la técnica de figuras rojas, que empezó a imitarse a principios del siglo V, mantuvo su producción a niveles anecdóticos durante décadas. Se puede decir que todos los etruscos que celebraban banquetes bebían en cerámica ateniense, pues incluso la producción de bucchero sufrió una profunda crisis.
El estilo ático del arcaísmo final domina por tanto la plástica tirrena entre el 500 y el 470 a. C.; y ello supone la inmediata irrupción de motivos estilísticos como la simplificación de los paños, la desaparición de la sonrisa arcaica o los análisis anatómicos muy marcados.
Estos nuevos planteamientos llegan, sin embargo, a un mundo etrusco que vive los primeros síntomas de su crisis. Roma se acaba de independizar y, aunque aún encarga obras a sus vecinos septentrionales -quizá es el caso de la Loba Capitolina-, ya se presenta como posible competidora y enemiga. En Etruria misma, el tradicional predominio de las ciudades del sur, dirigidas por sus reyes o tiranos, se ve puesto en duda por la eficacia militar de Porsenna, el rey de Chiusi, artífice de la colonización en el valle del Po y, por tanto, probable creador de Marzabotto y otras ciudades. Es posible, en fin, que se multiplicase por entonces la agitación política, porque, igual que en Roma, los regímenes monárquicos dejaron paso a las aristocracias en varias ciudades.
En estas condiciones, no puede extrañar una apreciable contracción artística, aunque apreciable más bien en el aspecto cualitativo. Sólo Chiusi, al amparo de su renacido poder, vive un momento de esplendor, como muestra su profuso mobiliario fúnebre. La ciudad de Porsenna no es ya el burgo retrógrado de cincuenta años atrás: sus cipos y bases se recubren de claros y descriptivos bajorrelieves, a veces muy complejos en su composición y diseño, donde vuelven a presentársenos las ya conocidas escenas de los funerales, tan llenas de vida y creativas como en las pinturas de Tarquinia.
Las esculturas de bulto redondo, por el contrario, pierden originalidad creadora en toda Etruria. Se aceptan los modelos áticos sin más, simplificando sus formas y convirtiendo en meros rasgos de estilo los meditados frutos de análisis realistas. Sirvan como ejemplo de esta actitud los Bronces de Monteguragazza, con su congelada musculatura.
Más atractivas, por lo menos por su complejidad bien solucionada, son ciertas decoraciones de templos en terracota, como el acroterion de Sassi Caduti, en Faleries (h. 480 a. C.) o el frente de columen del Templo A de Pyrgi (h. 470 a. C.): en sus figuras de guerreros, con posturas forzadas y restos de vivos colores, vemos un reflejo bien captado de obras como los frontones de Egina o las metopas del Tesoro de los Atenienses en Delfos.
La pintura mural de la época sigue, como es lógico, los mismos derroteros. Como era de esperar, surge una nueva escuela en la triunfante Chiusi (Tumba del Mono, h. 475 a. C.), pero lo cierto es que Tarquinia conserva su preeminencia. Los pintores de esta ciudad, en efecto, mantienen su calidad sobresaliente y obras como la Tumba de las Bigas (también llamada Tumba Stackelberg) aún son capaces de seducimos por la animación de sus ejercicios físicos y el realismo que respiran los espectadores en las gradas. Pero, como no podía ser menos, también se aprecia un cierto cansancio: es sintomático que tres de las más conocidas tumbas de Tarquinia en esta época, la del Triclinio, la de los Leopardos y la de los Vasos Pintados, elaboren una fórmula fija -banquete en el muro del fondo, bailes en los laterales- destinada a ser repetida en las décadas siguientes. Tal pérdida de originalidad, tal temor a lo nuevo, son signos sin duda preocupantes, y de ellos sólo pueden consolarnos, momentáneamente, los felices danzarines de la Tumba del Triclinio. Sus posturas armónicas o, por el contrario, contorsionadas y orgiásticas, constituyen un dignísimo y brillante adiós a la edad de oro de la cultura etrusca.