Comentario
En la dirección apuntada puede entenderse la organización de las procesiones imperiales, a la manera de la antigua Roma. Estas procesiones servían, por un lado para glorificar al emperador, pero también para infundir confianza en el pueblo sobre la fortaleza del Imperio Bizantino. Los textos nos hablan de la entrada de Manuel I en Antioquía en 1159, ciudad que había sido tomada por los cruzados en 1098. Adornado con las insignias imperiales, Manuel iba a caballo mientras el rey de Jerusalén le seguía a una considerable distancia. El príncipe de Antioquía, por último, iba sosteniendo el estribo del caballo del emperador.
Hemos de referimos aquí a los rituales que acompañaban las actividades del emperador. De su complejidad nos habla el hecho de la existencia de manuales para guía de cortesanos y jefes de protocolo. El más importante de todos, el Libro de Ceremonias de Constantino VII Porfirogéneta, explica en la introducción cómo la organización de este ceremonial tenía una función precisa: se trataba de acciones simbólicas que proyectaban las ideas de orden, respeto y dignidad; ideas que ayudaban a reforzar el papel del gobernante, al reproducir la armonía y el movimiento dados al Universo por el Creador. El imperio era considerado en su eternidad, como un reflejo del orden divino: una imagen del Paraíso.
En el mismo texto se señala cómo el orden transformaba el poder imperial en algo magnífico a los ojos de los súbditos y extranjeros. Resulta ejemplar la descripción hecha en la Antapodosis por el diplomático y obispo Luitprando, que fue recibido por Constantino VII el año 949, testimonio capital sobre las recepciones en la corte: "Hay en Constantinopla, próximo al palacio, un edificio de extraordinario tamaño y belleza, que los griegos llaman Magnaura, esto es, "fuerte brisa". En atención a algunos enviados españoles que habían llegado recientemente, así como de mí y de Liutefredo, Constantino dio órdenes de que este edificio debía ser adornado de la manera siguiente: enfrente del trono del emperador se colocó un árbol de bronce dorado, sus ramas llenas con pájaros igualmente hechos de bronce dorado, y éstos emitían cantos apropiados a sus diferentes especies. Ahora, el trono del emperador estaba hecho de tan diestra manera que en un momento estaba abajo en el suelo, mientras que en otro se alzaba más alto y se veía que estaba arriba en el aire. Este trono era de inmenso tamaño y estaba como guardado por leones hechos bien de bronce o de madera recubierta de oro, los cuales golpeaban el suelo con sus colas y rugían con las fauces abiertas y las lenguas temblorosas.
Apoyado sobre los hombros de dos eunucos, fue introducido a presencia del emperador; cuando subía los leones empezaron a rugir, los pájaros a cantar, cada uno de acuerdo con su naturaleza, pero no fue impresionado ni por el temor, ni por el asombro... Después de que hube prestado obediencia al emperador, postrándome por tres veces, alcé la cabeza y contemplé al hombre a quien acababa de ver sentado a moderada altura del suelo, que había ahora cambiado sus vestiduras y estaba sentado a la altura del techo del vestíbulo. No puedo imaginar cómo hicieron esto".
Esta curiosa descripción, es un extraordinario testimonio del refinado entorno cosmológico reservado al culto de los emperadores bizantinos y destinado a hacer de él la analogía de un dios sobre la tierra, dotado de poderes superiores y misteriosos, dirigiendo las fuerzas del Universo e identificándose con el propio Salomón (Stierlin) cuyo trono es descrito en el Libro primero de los Reyes. Este trono mecánico convertía al emperador en un Cosmocrator. Un mecanismo impresionante debía accionar este planetario cosmológico donde aparecía representada la imagen del cielo en movimiento, con el sol y la luna así como los planetas girando sobre sus órbitas y las estrellas, según una disposición clásica del mundo celeste de la Antigüedad: la de las esferas homocéntricas.
La perennidad de los rituales imperiales queda demostrada por un texto del siglo XIV, el "Pseudo-Codinus", que describe la recepción de Miguel VIII Paleólogo a los enviados venecianos y genoveses. Allí se aprecia de nuevo la inmovilidad y mutismo del soberano, que revela su presencia, después de ser retirados los velos que le ocultaban, en un trono baldaquino. La pompa y el protocolo respondían a una etiqueta estricta y se rodeaban de una ambientación adecuada: música de órgano, el silencio impuesto por los silenciarios, la postración, la quema de incienso... El paso del tiempo y la pérdida de poder político de Bizancio, no evitó que la imagen del emperador apareciese reforzada como la máxima dignidad del Imperio.
Cabe preguntarse a continuación qué papel jugaba la propia imagen del emperador en esta tarea. La imagen del emperador aparece pronto, sola, aislada, sobre un fondo neutro en el que destaca el nombre del soberano en caracteres bellamente dispuestos. Estas imágenes son sólo retratos oficiales que al fijar los trazos del basileus, buscan caracterizar el poder supremo al que se le asocia. Si además de lo anterior, el emperador portaba las vestiduras e insignias atribuidas a su rango, entonces su retrato tenía un carácter oficial comparable a un documento de la cancillería imperial redactado según los usos de la diplomática.
Se acogía a estos retratos ante las puertas de las ciudades, como si se tratase de los propios soberanos, con antorchas e incienso y en las salas de los tribunales le reemplazaban; y en el circo cumplían la función de presidir los juegos en su ausencia. Figuraba también entre los objetos enviados a los príncipes extranjeros para confirmar un tratado de alianza o protección, por medio de sellos, anillos o coronas. Recuérdese la enviada por Miguel VII Ducas al rey de Hungría, Geiza I en 1074-77.
Esta prolija enumeración de objetos que ofrecían las imágenes del emperador, muestra de modo claro la parte considerable que el retrato oficial del soberano jugaba en el marco de la iconografía imperial, adquiriendo, llegado el caso, un sentido simbólico diferenciado y sumamente preciso.
Todas las representaciones simbólicas nos muestran al emperador en su relación con los hombres, ejerciendo su poder, recibiendo la adoración y ofrenda de los pueblos, invistiendo a los funcionarios o presidiendo los concilios de la Iglesia.
Todos los casos son ejemplos claros de su poderío excepcional y, quizás, uno de los más brillantes sea la visión del basileus triunfante, pero a partir del siglo IX, el arte oficial va a estar preocupado -Grabar- por representar la ortodoxia y la piedad del soberano, o bien, en otros términos, por destacar los orígenes divinos de la monarquía, de mostrar al emperador ante Dios, como ocurre en los mosaicos de Santa Sofía; lo cual, además de afirmar la doctrina conocida desde Eusebio, ya aludida, es una de las pruebas del progreso de la ideología eclesiástica y medieval en la concepción del poder del basileus y, a la vez, de una manera general en la civilización bizantina: búlgaros o rusos, normandos o germanos, acudirán a estas propuestas iconográficas.