Comentario
Parece acertado pensar que la clave para comprender la civilización bizantina es la figura del emperador, identificado con el Estado y su aparato militar y burocrático. Su papel ha sido bien descrito por Eusebio de Cesarea, quien expresa la opinión de que, como Dios, es un monarca absoluto, el vicario de Dios en la Tierra. Del mismo modo que el Dios cristiano es uno, así debía ser el caso del emperador cristiano y único el Imperio sobre la Tierra.
El emperador era la cúspide de la administración, jefe del ejército, juez supremo y único legislador, protector de la Iglesia y guardián de la fe ortodoxa. Él decidía sobre la guerra y la paz, sus sentencias eran definitivas e irrevocables y sus leyes se consideraban inspiradas por Dios. Como jefe supremo del Estado, poseía un poder sólo limitado por exigencias de la moral y las costumbres.
Unicamente en materia religiosa, el poder del soberano encuentra una limitación real. Por muy grande que fuera su influencia sobre la configuración de la vida eclesiástica, éste era un laico y sólo podía ser protector, pero no jefe de la Iglesia que tenía su propio jefe, el Patriarca de Constantinopla, cuyo poder y consideración no harían sino crecer con el tiempo.
Desde el año 450, era obligado realizar una ceremonia de coronación conducida por la máxima dignidad eclesiástica del Imperio. Y si las autoridades religiosas, juzgaban herético e inmoral al emperador, el Patriarca podía negarle la coronación hasta que prometiese reformarse. El virrey de Dios había de ser digno de su virreinato.
¿Cómo se traducía este poder a los ojos del pueblo y los visitantes extranjeros? En primer lugar, mediante la potenciación continuada de Constantinopla. Esta era no sólo la capital física sino el símbolo central de Bizancio. Reflejaba el poder, la riqueza y el nivel cultural del Imperio, atrayendo con su magnetismo a los emigrantes de las provincias y a los viajeros de los países extranjeros: árabes, judíos, ostrogodos o normandos. "Allí Dios mora con los hombres -exclamó un enviado de Kiev en el año 980- no podemos olvidar esa belleza".
La fuerza de atracción de la ciudad para el mundo circundante era extraordinaria. Durante siglos no sólo fue una encrucijada de culturas, sino también una fortaleza continuamente asediada, no habiendo caído en manos del enemigo gracias al sistema defensivo construido por Teodosio.
En este sistema se materializaba el papel de la ciudad como último reducto de resistencia del Estado; una inscripción sobre las puertas de la ciudad: "Cristo nuestro Dios, rompe triunfante la fuerza de los enemigos", reflejaba claramente la creencia en una protección divina especial. La inexpugnabilidad de la capital significaba para los súbditos un símbolo del destino eterno del Imperio.