Época: Santa Sofía
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
La belleza de Santa Sofía
Siguientes:
El espacio interior
El efecto de la luz
La fuerza de lo sagrado

(C) Miguel Cortés Arrese



Comentario

La primera iglesia de la Sabiduría Divina, Santa Sofía, fue fundada por Constantino y fue consagrada el año 360, pero se incendió en el 404. Era una basílica con techumbre de madera y había sido concebida de manera ambiciosa, por lo que no es de extrañar que para su dedicación, el emperador hiciese "muchas ofrendas, a saber, vasos de oro y plata de grandes dimensiones y muchas cubiertas para el santo altar tejidas con oro y piedras preciosas, y además varias cortinas doradas para las puertas de la iglesia, y otras de tela de oro para las puertas exteriores", relata el "Chronicon Paschale".
De la segunda Santa Sofía, consagrada el año 415, se conserva únicamente parte del pórtico después de ser víctima de la insurrección Nika. La revuelta del año 532 destruyó no sólo la catedral sino también la iglesia de Santa Irene, las termas de Zeuxippo y una parte del Palacio Imperial, ofreciendo a Justiniano la oportunidad que buscaba. Seis semanas más tarde se iniciaron las obras que prosiguieron durante cinco años, once meses y diez días, hasta ser consagrada el 26 de diciembre del año 537.

Desde entonces los elogios no han dejado de prodigarse, habiendo sido considerada unánimemente como paradigma del poderío bizantino, encarnando a la vez la idea imperial y el culto cristiano. El espacio que ocupa en la ciudad, coronando la colina de la primera Bizancio y junto al Palacio Imperial, no hace sino reforzar el significado apuntado.

Para la realización de la obra, Justiniano se dirigió a dos arquitectos: el lidio Antemio de Tralles y el jonio Isidoro de Mileto, entendidos en estática y cinética y versados en matemáticas. Era corriente que las realizaciones monumentales fueran firmadas por dos técnicos. En realidad, se acudía, por un lado, a un teórico que establecía el plan sobre el que se iba a regir el edificio y, por otro, a un ingeniero que daría cuerpo a esta idea. Según Procopio, Antemio era el teórico e Isidoro el técnico y de ambos tenemos alguna noticia.

Antemio procedía de un ambiente profesional; su padre era médico, como uno de sus hermanos, y según Agatias, debía tener conocimientos de pintura y escultura, lo que reforzaría su autoridad en lo relativo a las decoraciones de sus edificios. Era un experto, sin embargo, en geometría descriptiva.

Isidoro era autor de una edición comentada del segundo libro de Arquímedes, dedicado a la esfera y al cilindro, y de un comentario al tratado de abovedamiento de Herón. Además, había enseñado estereometría en las universidades de Alejandría y Constantinopla.

Ambos dominaban unos conocimientos teóricos que podrían aplicarse a la construcción, incluso en el caso de un sistema de abovedamiento tan complicado como el de Santa Sofía. En este sentido, la realización de esta obra puede considerarse como el testamento de las ciencias desarrolladas durante el helenismo y que tiene su canto de cisne con Isidoro el Joven. A partir de aquí, la arquitectura se modificaría profundamente, pasando de las formas calculadas a las estructuras experimentales y realizadas a la estima. La escala de construcción se reduce notablemente y se asiste a una rápida transición que conduce de la Antigüedad a la Edad Media. Santa Sofía vendría a suponer, en consecuencia, la última creación de la arquitectura antigua.

Y aunque los conocimientos técnicos explican la edificación de Santa Sofía, el resultado fue tan extraordinario, que no se dejó de incluir la intervención divina. Entre los arquitectos demasiado humanos y un dios demasiado lejano -Dragon-, fue preciso un intermediario: el emperador, iniciador del proyecto y suministrador de los fondos. Este emperador estaba necesariamente inspirado por Dios, que habría comunicado el proyecto a Justiniano por medio de un ángel.

El diseño no tenía antecedentes próximos. Está constituido por elementos corrientes en la época y familiares desde el Bajo Imperio: la planta basilical y la rotonda que, combinados, dieron como resultado un edificio nuevo, asentado sobre la cúpula y su sistema de contrarresto; sistema que contaba con dos semicúpulas dispuestas en el eje longitudinal del espacio, es decir, en el este y en el oeste; semicúpulas que descansan a su vez en dos pequeños nichos dispuestos en diagonal respecto al eje.

La solución adoptada era completamente original al rechazar tanto las filas de columnas que separaban las naves de la basílica como las estructuras con deambulatorios concéntricos. Idearon un sistema audaz, capaz de dar una respuesta adecuada a un recinto de grandes dimensiones, un recinto de más de 1.000 metros cuadrados con una cúpula de 31 metros de diámetro y que no se apoya sobre muros sólidos sino que está suspendida en el aire. Es verdad que la del Panteón tiene 44 metros de diámetro, pero la formidable estructura de apoyo está ausente por completo aquí.

El plano de cimentaciones fue llevado a cabo con toda exactitud y todos los elementos principales de apoyo, es decir, los pilares, fueron construidos con piedra que, aunque era caliza, no quedaba sujeta a la contracción y elasticidad del ladrillo con mortero. La estructura exterior, cuya función estática era secundaria, se hizo bastante delgada, pero aún en ella se utilizaron grandes bloques de piedra hasta una altura de unos siete metros.

Sobre los pilares principales, que determinan un cuadrado de 44 metros de lado, se tendieron cuatro grandes arcos, los de los lados norte y sur embebidos en los muros laterales de la nave y apenas perceptibles desde el interior, pero fuertemente marcados en el exterior por encima del tejado. Sobre los vértices de los arcos y las cuatro pechinas irregulares que los unen, se alza la cúpula principal, una concha gallonada por cuarenta nervios y cuarenta plementos curvos, reforzada en el exterior mediante cuarenta nervaduras cortas, colocadas a estrechos intervalos y que enmarcan pequeñas ventanas.

Para contener los empujes centrífugos de la cúpula, Antemio e Isidoro adoptaron una solución distinta para el eje este-oeste que para el norte-sur. De este modo, dispusieron delante y detrás de la cúpula central dos semicúpulas del mismo diámetro que la principal y que descansan, a su vez, en dos pequeños nichos, conformando un sistema de contención coherente y eficaz.

En el eje transversal la solución es distinta; remite a muros tímpanos horadados que coronan un juego de arcadas apoyadas en columnas en los dos pisos. En el piso bajo, cuatro enormes fustes forman visualmente una especie de velo que define el espacio; en el superior, las seis columnas sostienen el tímpano, produciendo una impresión de notable ligereza. Detrás de estas columnatas, tanto en el lado norte como en el sur, se extienden dos galerías superpuestas, cubiertas con bóvedas de aristas. Allí, dos poderosos pilares sirven para contrarrestar los empujes de la cúpula central.

La construcción, en cualquier caso, no estuvo exenta de dificultades y de ellas nos habla Procopio. Cuando se estaba construyendo el arco principal oriental, pero aún no se había llegado á la clave, los pilares en los que se apoya comenzaron a inclinarse hacia afuera -su inclinación actual es de 0,60 metros-. Los arquitectos expusieron el problema al emperador, quien les sugirió terminar el arco de modo que se mantuviese por sí solo. Los arcos meridional y septentrional, por otro lado, ejercían tanta presión sobre los muros de los tímpanos subyacentes que las columnas empezaron a desconcharse. De nuevo el emperador intervino y ordenó la demolición de los muretes bajo los arcos, hasta que éstos se hubieran secado por completo. Los ejemplos mencionados, ponen de manifiesto cómo el edificio se deformaba a medida que se iba construyendo, de manera que cuando se llegó a la base de la cúpula, el espacio a cubrir se había extendido más de lo planeado. Sin embargo, la cúpula, construida con ladrillos puestos de canto unidos con gruesos lechos de mortero al objeto de conseguir una mayor ligereza, fue terminada finalmente, aunque no duró más de 20 años. Resquebrajada por una serie de terremotos que sacudieron a la capital entre 553 y 557, se hundió definitivamente en el año 558.

Por recomendación de Isidoro el Joven, los arcos meridional y septentrional fueron ensanchados progresivamente por el intradós, desde las impostas hasta la clave, de modo que el espacio central se aproximara más al cuadrado, elevándose la cúpula, el año 563, hasta los 56 metros de alto -desde los 51 originales-. Y aunque fue necesario efectuar algunas reparaciones -por ejemplo, en octubre del año 975, la semicúpula occidental se vino abajo por un terremoto, por lo que hubo de ser restaurada por Basilio II- y algunos añadidos como los minaretes obstaculizan la visión de la curva de la cúpula, el diseño de Isidoro el Joven no fue alterado sensiblemente. El recinto se completaría con un gran atrio al oeste, que daba paso a un exonártex y a un nártex, alcanzando así finalmente una superficie total de más de 10.000 metros cuadrados. El exterior es muy pesado y siempre lo fue, pues estaba sobrecargado de edificios de toda índole, aunque domina la ciudad y los volúmenes se acumulan hasta alcanzar la cúpula. Con esta visión, el visitante accedía al atrio para verse encerrado por pórticos, donde alternaban rítmicamente dos columnas por cada pilar. Sólo después de superar una de las cinco puertas de ingreso, veía la nave revelarse ante él, con su enorme cúpula y sus semicúpulas, empezando entonces a captar el dilatado espacio que en el exterior no era comprensible más que a medias.