Época: Poder Emperador
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
El poder del Emperador

(C) Miguel Cortés Arrese



Comentario

En el año 527, cuando Justiniano asciende al trono, era el único emperador cristiano, cabeza indiscutida de la comunidad cristiana. Todavía tendría que enfrentarse a la herejía y a los últimos restos del paganismo, pero en Constantinopla podía rodearse de toda la pompa y ceremonia que convenía al supremo magistrado de la Cristiandad, la figura que representaba a Dios ante el pueblo y al pueblo ante Dios. Era el Sacro Emperador, y el palacio en que vivía era el Palacio Sagrado. Profundamente religioso, estaba imbuido de la convicción de su misión divina: asentar las ortodoxias y conferir a las Iglesias el rango adecuado a su destacada posición.
Aunque los logros se quedaron cortos respecto a sus propósitos, la sangrienta represión de la insurrección de Nika del año 532, que marca la última resistencia popular al gobierno autocrático y el fracaso de la conspiración de Marcelino en el año 556, el último de los levantamientos aristocráticos, le dejaron las manos libres para diseñar un sistema autocrático que le conduciría a la gloria.

Para ello, contó con una burocracia manejable y fiable, que formaba sus cuadros en las universidades de Constantinopla y Beirut; un ejército disciplinado, con brillantes generales como Belisario y Narsés; un credo uniforme, inevitable en una sociedad en la que religión y política estaban tan estrechamente unidas, que las divergencias religiosas ponían en cuestión el poder imperial absoluto. Hizo también un código legal uniforme, que reforzó el gobierno autocrático e insistió en la continuidad del Estado romano hasta la época de Justiniano.

Imaginaba un Imperio mediterráneo donde Rávena sería una subcapital, sujeta a Constantinopla pero compitiendo con ella en esplendor. Roma sería el centro espiritual que equilibraría la sede del Patriarca de Constantinopla y ésta trataría de revivir la gloria de la primitiva capital del Imperio.

Para dar solución a estas preocupaciones, Justiniano reforzó las fortificaciones existentes o construyó otras nuevas, edificó acueductos y cisternas, tendió puentes y desvió ríos. Los trabajos más elaborados fueron los desarrollados en la frontera oriental, especialmente en Mesopotamia y Siria, donde el Imperio tenía que enfrentarse con su rival más temible: Persia.

Dara y Zenobia son un reflejo de ello. En la frontera persa sería donde algunos de los más importantes arquitectos de Justiniano tuvieron su formación, lo que puede explicar -Mango- tanto sus atrevidos y prácticos procedimientos para resolver los problemas constructivos que se iban planteando, como su predilección por las formas orientales. También construyó una línea fortificada a lo largo de la margen derecha del Danubio, pero al estar desprovista de una guarnición permanente, el invasor siempre podía atravesar esa línea, como hicieron los hunos o los búlgaros y otros que les seguirían después.

En este imperio cristiano el arte jugaría un papel fundamental, pues para Justiniano, las empresas arquitectónicas tenían el mismo rango que la restitución de la ortodoxia religiosa o la seguridad de las fronteras. Como buen autócrata, estaba convencido de que los grandes edificios eran una adecuada manifestación de grandeza; en consecuencia, el arte iba a desempeñar una notable labor de propaganda y dado su alto coste, casi exclusivamente imperial.

A partir de ahora, iglesias, manuscritos, marfiles y otras obras de importancia, serán encargadas por el Emperador o los miembros de su familia al tener a su disposición todos los recursos de los talleres imperiales y sus artesanos. Allí era donde los equipos de pintores ilustrarían los deseados códices purpúreos, que el gobierno enviaba como regalo a los altos dignatarios; allí era donde se tallaban los delicados marfiles y se tejían las finas sedas.

Ninguna ciudad de provincias hubiera podido permitirse esos lujos, sólo con sus propios recursos. Había, naturalmente, arte popular. Las iglesias y monasterios se encargaron de sus modestas decoraciones, aunque, al parecer, recurrían frecuentemente a los libros de muestras enviados desde la capital.

Con Justiniano, por primera vez cabe hablar de un arte bizantino -Runciman-, el arte de un Imperio cristiano, irradiado desde un mismo centro y con una corte ansiosa de atender a las necesidades del Imperio y de la Iglesia de una manera digna.

Los gustos fueron cambiando, pero triunfaron porque las autoridades imperiales así lo deseaban y eran lo bastante ricas para llevar adelante un programa de obras públicas de todo tipo, desde los grandes edificios hasta los dípticos consulares y los manuscritos didácticos ilustrados, todo ello con un lujo suntuoso. Era posible, pues, hacer experimentos en arquitectura o en decoración, pero presentándolos como expresión de la philantropia imperial. Esta debía quedar reflejada en aquellos regalos de Dios que llegaban hasta la comunidad por mediación del emperador. Justiniano fue plenamente consciente de ello.