Época: Santa Sofía
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
La belleza de Santa Sofía

(C) Miguel Cortés Arrese



Comentario

Ya hemos aludido antes a cómo el interés por lo esplendoroso, la búsqueda apasionada del color, encontraron en el mosaico su símbolo más poderoso, su verdadero destino; éste consiste en manifestar la fuerza soberana de la luz. "O la luz nació aquí o, cautiva, aquí reina libre" proclama una inscripción de Rávena. Se refería, sin duda, a la filosofía espiritualista de Plotino, que fue la que suministró la estética necesaria para diseñar el arte nuevo.
Para el mundo clásico, la belleza residía en la equilibrada proporción de las partes y en la armonía de los colores. El arte debía ser una versión corregida de la naturaleza, eliminada toda disonancia. Para Plotino, el valor de la emoción suscitada por el arte estaba en la comprensión de que la belleza no tiene que ver con las formas materiales sino con conceptos eternos. "La belleza -dice- es lo que irradia simetría, más que la simetría en sí". Las artes no existen para reproducir la naturaleza, sino para remontarse a las ideas de las que la propia naturaleza deriva. En sus Enéadas, encontrará justificada una visión de la naturaleza que, dirigiéndose a los ojos interiores del espectador, rechace la apariencia de los seres y las cosas pretendiendo mostrar la esencia. Para Plotino la materia es tiniebla, mientras que el espíritu es la luz. Hay que ascender del uno al otro. Se justificaban, de este modo, el desdén por la observación realista, la eliminación de los detalles positivos y la intervención de una ordenación abstracta.

Pero si la naturaleza no tiene lugar más que para permitir expresarse a la forma, ésta, a su vez, no tiene razón de ser más que para revelar la potencia que obra mediante ella. También debe ser superada. El primer papel pasa así de la forma a la luz y a los colores que son especies de luces, pues su resplandor demuestra la aproximación al alma invisible. Los ojos del cuerpo, atentos al principio, tienen que cerrarse para dejar que se abran los ojos del alma y poner en acción esa mirada interior, sólo apta para descubrir lo que no se podría mostrar materialmente, la imagen invisible, lo informe. Para conseguirlo hay que recogerse en sí mismo... más allá de las cosas de este mundo. Sólo entonces, conmovido por el espectáculo que ha servido de punto de partida y que ha orientado la marcha hacia adelante, se llegará a esa especie de contacto o de toque inefable con lo que no se puede representar o explicar, cuya cima será el éxtasis. El arte con los griegos no salía del círculo lúcido de los sentidos y de la razón; ahora descubre la firma que escapa tanto a la mirada como a la recepción, a la descripción visible como a la explicación lógica, aquélla en que reina lo que hoy llamamos inconsciente y donde Plotino sitúa "el entusiasmo, el asombro, el abandono de sí mismo" -Grabar-.

Fue pues el interés por la luz, el primer elemento de creación, lo que hizo del mosaico el vehículo técnico perfecto para el arte bizantino, como lo iban a demostrar las iglesias del siglo VI en adelante. Para ello fue necesario, sin embargo, el descubrimiento de los cubos de vidrio, más ligeros de peso y más luminosos que los usados para los pavimentos. Los mosaístas cubrían la pared con dos o tres capas de mortero, cuyas ondulaciones producían otras tantas caras en donde brillaba la luz. Alternaban los cubos de pasta vítrea -que podían colorearse o recubrirse con polvo de oro y plata- con cuadrados de piedra opaca, en los que la luz encendía vivas y agresivas iridiscencias. Agrupando los cubos en abanico, en hileras regulares o de cualquier otro modo, creaban otros tantos surcos de sombras o vaciados de luz. Los motivos decorativos o las escenas figurativas, podían ahora cubrir las paredes y, si se calculaba bien, su iluminación parecería que no encerraba, sino que expandía el espacio que envolvían.

Como cabe suponer, los decoradores no siempre manejaron con habilidad la nueva técnica; fue preciso esperar a la decoración del mausoleo de Gala Placidia y, sobre todo, al baptisterio de los Ortodoxos en Rávena, a mediados del siglo V, para apreciar una decoración en consonancia con la estructura arquitectónica. La técnica no tenía, todavía, en estos ejemplos la delicadeza de los siglos posteriores, pero el efecto es ya muy notable.

En el mausoleo de Gala Placidia, los colores calientes y profundos envuelven literalmente al espectador. Su mirada gira en torno a un tapiz luminoso, un cielo nocturno estrellado, una figura que emerge de un espacio irreal y se siente rápidamente convencido de la presencia de una verdad que hace vivir y actuar en un mundo de ensueño: apóstoles vestidos de blanco que oran, un pastor que guarda el rebaño con la majestad de un rey.

En el baptisterio de los Ortodoxos destaca la procesión circular de los apóstoles de la cúpula. Si en el mausoleo el pastor era el rey, aquí los pescadores de Galilea son los príncipes, y sus vestidos blancos resaltan sobre el azul del fondo; pero rojos y verdes se añaden más abajo para representar el mundo terrestre, o el de un paraíso que es jardín, palacio y santuario.

Cuando se llegue al siglo VI se habrán terminado las búsquedas, los experimentos, y se habrá conseguido la madurez. Ahora el mundo blanco y oro sobre azul será sustituido por un universo blanco, verde y púrpura sobre el oro. El firmamento de la noche estrellada se retira para dar paso al oro de la luz inmaterial, mientras que los personajes se apropian de los grandes paneles. Es la figura humana, grave, la que reina sobre el nuevo decorado. De gran tamaño, colocada de frente, está definida por las formas plásticas y no se le asigna ningún espacio en profundidad como se veía en el siglo V. La decoración se confunde con la superficie del muro y la bóveda que cierra el edificio.

Los accesorios, importantes en una obra naturalista serán reducidos en favor del tema principal; la técnica impresionista será reemplazada por figuras de contornos netos. El espectador recibía así la importancia del símbolo, de una verdad trascendental y mística que glorifica, feliz de sentirse bajo la protección divina.

En San Apolinar Nuevo, la cadena rítmica es la misma en un lado y otro, y sobre el mosaico se sitúan las columnas blancas de los mártires y vírgenes que distribuyen el espacio. El verde esmeralda del fondo y de las palmeras resalta la claridad de los vestidos y el oro que brilla, ilumina la procesión triunfal. Los vencedores de la muerte van a depositar las coronas ante Cristo y la Virgen, dispuestos como emperadores guardados por ángeles. En ningún otro lugar -Grabar- se ha logrado tan plenamente una réplica cristiana de un tema imperial.

Cabe recordar que la decoración del conjunto de la nave de San Apolinar Nuevo se divide en tres zonas horizontales, fechables a comienzos del siglo VI. En la zona superior, por encima de las ventanas, una serie de 26 paneles -13 por cada lado- ilustra la vida de Cristo, acercándonos a los modelos de Santa María la Mayor -Beckwith-; en el piso medio, las dieciséis figuras de profetas y patriarcas remiten al ábside de San Aquilino de Milán. En la zona inferior, en uno de los lados, una procesión de vírgenes se traslada desde Classe -el puerto de Rávena- hasta donde se encuentran la Virgen y el Niño acompañados por los Reyes Magos; en el otro lado, los mártires se trasladan en procesión desde el palacio de Teodorico hacia el lugar donde se encuentra Cristo entronizado, flanqueado por seres angélicos en un marco paradisíaco.

La reconquista de la ciudad por los bizantinos hizo que los lugares de culto arrianos se adaptasen a la ortodoxia, por lo que la iglesia fue dedicada a San Martín de Tours, martillo de herejes, y las vírgenes y mártires, guiados por san Martín y los tres Magos reemplazaron -556/569- a las figuras anteriores que, dado que proceden del palacio de Teodorico, pudieran representar al monarca y a su corte. Son, pues, las imágenes más recientes y más bellas, reflejo extraordinario de la madurez del arte de Justiniano.

No hay evidencia de que el mecenazgo imperial participase por entero en la construcción de la iglesia de San Vital, aunque su concepción responde a los prototipos bizantinos: una planta octogonal centrada por una cúpula muy ligera, ábside, nártex y galería; por ello se le ha vinculado a la iglesia de los santos Sergio y Baco. Aquí, sin embargo, se aprecian algunas variantes como el carácter ascendente que se le ha querido dar al espacio, acentuando la altura de los pilares; éstos actúan como soporte de la cúpula, a la vez que interponen un tambor entre el cuerpo de ésta y la línea de pechinas. Se trata de un edificio de gran encanto, consagrado el año 547, al comienzo del episcopado de Maximiano, representado formando parte del séquito de Justiniano en la decoración del interior.

Una vez más, los mosaicos gozan de celebrada fama y aunque ilustran varios temas entrelazados, el propósito era celebrar el retorno de la ortodoxia a la ciudad. De ahí la presencia de Justiniano y Teodora que participan en la Liturgia Divina. Más arriba, en los muros, figuras del Antiguo y Nuevo Testamentos proclaman la Redención del género humano por Jesucristo como se conmemora en la Eucaristía.

En el ábside, a izquierda y derecha de dos grandes ventanas, por encima de dos placas de mármol y pórfido que revisten los muros que servían de apoyo al trono episcopal, la epifanía imperial irrumpe ante los fieles. La pareja imperial, interesada en mostrar su apoyo al virrey Maximiano, trata de poner el acento en las dos esferas de autoridad, el imperium y el sacerdotium.

Se ve a Justiniano y a Teodora, acompañados de su séquito, llevando profesionalmente las ofrendas de plata a un santuario de Cristo, su Señor en el cielo, y lo hacen como los mártires y vírgenes que en San Apolinar llevan sus coronas de oro a Cristo y a la Virgen. Son los nuevos Magos, es decir, los príncipes que, por función, reemplazan el papel que los reyes de Oriente tuvieron que jugar una vez al inicio de la Edad de la Gracia: llevar sus dones a la iglesia y renovar por ello, el acto del reconocimiento supremo de Dios y, simultáneamente, el derivado de su propia investidura.

La Gracia de la que son portadores se refleja aumentando ligeramente su talla, volviendo impenetrable la máscara de su mirada, acompasando sus movimientos, repetidos de manera uniforme por los hombres y mujeres de su séquito; avanzan en silencio dentro de un orden prescrito: en el Palacio y en el arte, sólo un lenguaje convenido de gestos, distintos de los de la vida, puede representar el carácter del emperador sagrado del universo romano.

El pintor desmaterializa voluntariamente las imágenes: todas las figuras aparecen petrificadas; su cuerpo carece de peso y no se apoyan en nada; ningún contacto real se establece con el suelo. Se encuentra uno ante pinturas símbolos que, con un arte insuperable, representan un acto consagrado del representante de Dios en la tierra.

El pintor, sin embargo, no ha querido olvidar que los miembros del cortejo son seres humanos. Su testimonio nos lo proporcionan las cabezas-retrato, con unos trazos que sorprenden por su realismo; se insiste también en la exactitud minuciosa del vestuario de los personajes. A esta estética pertenece igualmente el interés sostenido por los metales preciosos: oro y plata, cristales y piedras preciosas. Esta decoración hace pensar en las riquezas del Gran Palacio y las de su modelo celeste, la Morada Divina, era una manera de hacer comprensible a la imaginación de los fieles, la realidad irracional que se proponía.

Todavía fue consagrada otra iglesia por Maximiano el año 549: la de San Apolinar in Classe, una de las más bellas basílicas de los primeros tiempos, con sus columnas magníficas de mármol de Proconeso y sus capiteles bizantinos. En el terreno de lo decorativo, el fondo de oro retrocede ante el empuje del azul y verde; una cruz que se eleva en el cielo, simboliza la Transfiguración del monte Tabor, apuntando una vuelta al simbolismo ingenuo del cristianismo primitivo. El conjunto de los mosaicos del ábside, da más la impresión de una tapicería que una pintura; únicamente los dos arcángeles que guardan la entrada del ábside, nos recuerdan la monumentalidad bizantina.

Se conserva todavía uno de los regalos enviados por Justiniano a su representante en Rávena: una cátedra de marfil que, en el frente, lleva esculpido el monograma de Maximiano. Ha de ser considerada junto con buena parte de los dípticos, incluido el conservado en Berlín y el plato del obispo Paterno, como trabajos oficiales, generados dentro de la atmósfera de la renovatio promovida por Justiniano en Constantinopla. Se trata de un taller imperial que desarrolló un estilo ecléctico, capaz de producir asuntos cristianos dentro de la tradición clásica, lo que hace que su trabajo sea de notable interés y esté cargado de consecuencias para el futuro. Cabe pensar que la cátedra fue una muestra de la benevolencia imperial, destinada a confirmar la posición de Maximiano como obispo de Rávena, un oscuro diácono de Pola que alcanzó una elevada posición gracias a su habilidad política. La cátedra, es, en muchas aspectos, un símbolo de la historia y el estilo artístico del primer Bizancio.

Los bizantinos, antiguamente, designaban con la palabra icono a toda representación de Cristo, la Virgen, un santo o un acontecimiento de la Historia Sagrada, representación que podía ser pintada o esculpida, móvil o monumental. Pero la iglesia ortodoxa moderna aplica con preferencia este término a las pinturas de caballete, y es el sentido que se le da hoy en la historia del arte.