Comentario
Los edificios musulmanes, salvo excepciones justificadas por su pobreza, funcionalidad o el eventual rigor religioso de sus promotores, estuvieron siempre profusamente decorados y con bastante color por cierto, siendo la decoración exuberante su principal aportación a la Historia del Arte Universal. No vamos a hacer referencia a la temática de dicha decoración, pero sí a su ordenación; en la época omeya es cuando más novedades detectamos, pues parece como si aquellos nuevos ricos, que fueron los nómadas convertidos en dueños de un gran imperio, hubiesen deseado deslumbrar donde lo tenían más fácil, en lo decorativo, ya que en lo demás se limitaron al parasitismo más patente. Así surgieron edificios en los que la decoración no sólo fue exuberante y como de aluvión, sino con organizaciones raras, como son los zócalos decorados de las torres de Musatta, en los que aparecen unos triángulos moldurados que articulan el conjunto y que nadie volvió a repetir. Cosas similares aparecen en el hiperdecorado palacio de Jericó, donde las superposiciones llegan a ser excesivas para nuestro gusto, pero quizás lo más chocante de estas decoraciones fue su potencia ya que poseen generosos relieves, cuyas sombras les dieron aún más protagonismo.
Pasado este momento, la decoración arquitectónica se plegó a la línea de los primeros edificios de Jerusalén y Damasco, constituidas sobre la base de grandes paños cromáticos o de poco relieve, recuadrados por medio de bandas estrechas, de otro color o profundidad, encajadas en los campos que dejaron los elementos arquitectónicos principales. Lo mismo cabe decir de los suelos, que a poco se convirtieron en simples superficies uniformes, carentes de valores decorativos, pues se confió a las alfombras y esteras las calidades que habían proporcionado mosaicos y estucos. La decoración de los techos fue una función del material empleado, ya que los de madera se conformaron planos, o con un número corto de superficies también planas, mientras los restantes permitieron obtener coberturas muy complejas. En los primeros, cuando se decidió decorarlos, el predominio del lazo fue absoluto; en el segundo caso, además de las formas habituales del género, según el repertorio clásico y sus novedades, se usarán como recurso general los mocárabes, forma consistente en la asociación tridimensional de unas moléculas prismáticas, a las que una serie reducida de cortes estereotipados dan variedad. Su agrupación escalonada proporcionó formas cóncavas (cubos) o convexas (racimos) en una riqueza asombrosa de trazados y escalas.
En el Occidente la decoración parietal adoptó, por lo general, una parsimonia desconocida en Oriente; normalmente tendieron a estratificarla y contrastarla, de tal manera que sobre un zócalo bastante alto, compuesto a su vez de diversas bandas horizontales contiguas, se dispusieron paramentos lisos y monocromos, que rematan, antes de iniciarse la techumbre, con un estrecho friso. En cualquier caso los campos quedan separados de los huecos mediante recercados, a veces reiterativos.
Los materiales de la decoración fueron sufriendo un proceso de empobrecimiento pues, en aras de la velocidad de ejecución y de un menor coste, se abandonaron frescos, mosaicos y mármoles, a cambio de yeserías, cerámica vidriada y madera. Este proceso fue parejo de otro que, a diferencia del primero, se repitió en numerosas ocasiones y que consistió en que muchas de las formas decorativas proceden de las estructurales, de tal manera que, en pocos decenios, las disposiciones que surgían por razones tectónicas, sufrían procesos de multiplicación repetitiva, disminución de escala y abaratamiento de materiales que, al poco, daba una forma de carácter bien distinto, aun cuando conservase viva la apariencia de las primigenias.
Como fue norma en toda la edilicia antigua los edificios, incluso en aquellas partes que no recibían decoración específica, se colorearon de forma intensa, según unas pautas que ya tenían larga vigencia. El color más general fue el rojo, precisamente el que proporciona la almagra; esta coloración se dio sobre todo en la primera época, cuando la azulejería aún no era fácil de adquirir. En cambio los alminares estuvieron blanqueados, con los detalles decorativos en rojo. Los capiteles de palacios solían ir dorados. De rojo se pintó una parte sustancial de la Aljama de Córdoba, concretamente los escasos elementos decorativos que se labraron en piedra y también, aunque fuesen del mismo material, aquellas partes que hubieran podido ser de ladrillo. Siguiendo una tradición romana todo lo que quedaba en contacto con humedad, solía ir pintado con almagra. La azulejería procuró un sistema barato para decorar exteriores, por lo que la mayoría de los edificios orientales muestran una epidermis colorista y brillante, mientras en los occidentales el azulejo quedó para todos los ámbitos internos y, como mucho, para las cintas de los motivos de lazo de las portadas.
La estructura de los edificios así decorados usó los materiales más diversos; el más humilde y ubicuo fue la arcilla, que usaron cocida, o simplemente encofrada y desecada, como adobes o tapial, que fueron las fábricas inertes por excelencia, acompañado por la piedra o el ladrillo en las partes delicadas. La piedra se dispuso en todos los formatos posibles, según el tipo litológico concreto, de tal manera que incluso llegaron en muchos lugares y momentos a fabricar sillares que nada tenían que envidiarle a los antiguos; sin embargo, fueron raras las ocasiones en las que los sillares se emplearon en bóvedas o cúpulas, pues en esto su tecnología jamás alcanzó las cotas de virtuosismo de los romanos. El tapial, el ladrillo y la piedra constituyeron pues, junto con la cal como conglomerante universal, la base de las estructuras islámicas, completadas con organizaciones de madera para las cubiertas.
El Islam empleó un repertorio de formas constructivas muy amplio, mayor que el de la Grecia Clásica y que el de la Roma Imperial, siempre y cuando reconozcamos que sus logros tecnológicos y su sinceridad constructiva fueron menores que en las construcciones de Adriano o Justiniano. Los soportes, es decir muros y pilares, confiaron más en su masa, en la estrategia del peso propio, que en la concentración, más o menos intuitiva, de esfuerzos en puntos determinados, como interesó al arquitecto gótico. Aun así no faltaron muros bien estribados y pilares de las formas más variadas, desde el círculo al octógono, pasando por los cruciformes y unos muy curiosos, en forma de letra hache, que fueron característicos de los patios de las mezquitas andaluzas.
Los huecos de paso y arcos (geminados, triples, o cuádruples), además del recurso del alfiz, usaron todo género de trazados: de medio punto, peraltados, de herradura, túmidos y sobre todo mixtilíneos, en los que llegaron a poseer un repertorio como jamás se vio antes o después. En la cuestión de trazado y aparejo de los arcos se llegó a un punto contradictorio, pues los almohades, que comenzaron como movimiento fundamentalista, acérrimo defensor de la austeridad y el rigor, acabaron desarrollando todos los tipos de arcos, ya fuesen estructurales o decorativos. Las arquerías fueron un auténtico martirio para los arquitectos musulmanes, pues las largas tiradas de las de sus mezquitas les obligaron a atirantarlas de manera, a veces, muy ortopédica y antipática y, en más ocasiones de las que cabría esperar, el fracaso fue tan señalado que hubieron de contrarrestar sus empujes con masas de estribos muy importantes; esto es particularmente notorio en la mezquita de Qayrawan, pero algo hubo también en Al-Andalus.
En Córdoba la solución, aunque no eliminó totalmente los empujes, fue felicísima y de gran porvenir, como ya hemos señalado: en vez de unos atirantados de madera, lo que se diseñó fue una doble arquería, que permitió elevar los techos muchísimo, organizando no unas simples danzas de arcos, sino unos auténticos acueductos, pues por encima de ellos se alojaron las grandes canales maestras de la cubierta. Es evidente que esta solución se pudo multiplicar y complicar introduciendo más arcos, hasta dar, a enorme distancia de los toscos atirantados de Qayrawan, fantásticos paños transparentes de arcos entrelazados en los que el número de éstos fue muy superior al de columnas. El procedimiento continuó complicándose en lo decorativo y, por ello, los arcos cada vez tuvieron menos responsabilidad, hasta acabar, en la Alhambra, en un simple decorado de entramados de madera.
En las bóvedas se registran análogas complejidades y similares falseamientos, pues la primera, la de la Qubbat al-Sajra, era sólo un impresionante montaje de madera. En los siglos siguientes hubo dos recursos para resolver cúpulas con éxito: a fines del siglo X surgieron en la mezquita de Córdoba unas geniales para las que no existen precedentes claros, pero que, por la vía de los reinos cristianos, se filtraron a los constructores europeos. Consisten en unos limpios entramados de nervios, dibujando un polígono tridimensional, cuyas plementarías son elementos de superficies diversas, incluso cupulillas. El otro expediente fue incluir mocárabes, en las bóvedas y cúpulas o bien hacerlas como conjunto de grandes mocárabes lisos, o facetados a su vez en otros menores.
La última forma estructural a la que queremos hacer referencia es muy española; nos referimos a lo que vulgarmente denominamos artesonados. Parece que, como estructura específica, es decir caracterizada por sus tirantes pareados y autónomos respecto al reparto de los restantes miembros de la cubierta, surgieron en la Sevilla almohade y poco a poco, según una muy inteligente serie de recetas empíricas, llamadas reglas de la Carpintería de lo Blanco, alcanzaron cotas impensables de rigor geométrico, limpieza estructural y elegancia decorativa, de la que no faltaron ejemplos al otro lado del Atlántico.
A partir de los elementos estructurales y decorativos que hemos mencionado y sirviéndose de los trazados regulares que mejor le convenían, el arquitecto musulmán desarrolló unos conceptos espaciales cuyas características trataremos de resumir. Los rasgos genéricos fueron función de los trazados, y así hemos de reconocer que el espacio arquitectónico del Islam está articulado de forma aditiva, como yuxtaposición de elementos espaciales personalizados pero escasamente articulados, de tal manera que, en muchas ocasiones, pese a la claridad con que se reconocen en un plano, resulta difícil orientarse una vez situados en el sitio. Tal vez el ejemplo más cercano a nosotros sea, en este aspecto concreto, el de la Alhambra; los accesos en recodo, las aproximaciones diferidas al núcleo del conjunto, los cambios de escala entre los angostos tránsitos y los espacios principales, los juegos de hornacinas, alacenas y tacas, las formas arquitectónicas complejas decoradas de forma profusa, brillante y colorista; estos recursos, compactados en trazados no muy extensos, pero sí bien aprovechados tanto en planta como en altura, producen sensaciones de riqueza, sorpresa y misterio.
Un par de materiales le permitieron al constructor musulmán acentuar lo que hemos señalado; fueron éstos el color de sus edificios, que fue creciendo en minuciosidad y gama con el transcurso del tiempo, y la luz natural, que captó, filtró y condujo para hacerla incidir, casi siempre desde arriba, sobre las muy plásticas y coloreadas superficies de sus paramentos. Así garantizaron el laberinto de las maravillas, el espacio resuelto por la exuberancia y ello sin recurrir a los muros curvos, que ha sido uno de los recursos de la ambigüedad arquitectónica.
Antes de cerrar el apartado conviene hacer referencia, aunque breve, a algunas de las aportaciones tipológicas que el Islam hizo a la historia del espacio arquitectónico. La más antigua es la conocida por bayt (plural buyut) que consistió, en sus esquemas simples, en un conjunto de cinco habitaciones, inscritas en un rectángulo, de tal manera que éste aparece dividido en tres partes de igual anchura, de las que las laterales se subdividen en sentido octogonal a la anterior en otras dos; por lo general el acceso se produce por el eje de la habitación central y desde la galería de un patio; este sistema, con precedentes sasánidas, tiene muchos ejemplos omeyas y abbasíes.
En Occidente se documenta el maylis, o cuarto formado por tres naves (balat) flanqueados por parejas de cámaras y precedidos por un pórtico (mutarid) organizado también de manera tripartita. Este esquema se redujo, pasado el Año Mil, a otro tipo muy típico: la cámara alargada, franqueada por dos laterales, cuyas últimas consecuencias se documentan en el siglo XV. También es occidental un tipo de fachada monumental constituida a modo de gran estandarte mural, de dos plantas por lo común, en el que un gran tejaroz de madera apoya visualmente en dos pilastras laterales y protege una elaborada composición de miembros menores; tal vez la más compleja y típica de estas organizaciones es la mudéjar del Cuarto Real de Sevilla. En Oriente esta portada monumental, recubierta toda ella de azulejos, se denominó pistaq, y consistió en un gran recuadro, sin tejaroz ni cornisa diferenciados, que alojó un gran iwan habitualmente cubierto con mocárabes.La última aportación que queremos reseñar es también oriental y más concretamente persa, el iwan citado, que es a modo de gran exedra, mucho más alto que los espacios colindantes, y que suele estar articulado como un pistaq, pero sin que las puertas que puedan abrir en él sean de gran formato; es sólo una hornacina de gran porte, capaz de localizar las composiciones vecinas. Con éste acabamos el somero recuento de trazas, materiales y elementos espaciales del Gran arte del Islam, la Arquitectura.