Época: Bliztkrieg
Inicio: Año 1940
Fin: Año 1940

Antecedente:
Italia entra en la guerra

(C) Andrés Ciudad y María Josefa Iglesias



Comentario

La denominada campaña de los Alpes serviría como elemento de localización de Italia dentro de sus reales posibilidades de actuación militar, mostrando la naturaleza de su debilidad estructural y facilitando ya de forma irreversible su entrada en el campo de dependencia del Reich. Una vez declarada la guerra a un enemigo vencido por el impulso de la potencia aliada, Mussolini había puesto sus ojos en la zona fronteriza entre ambos países. Pensaba en los resultados que obtendría mediante el lanzamiento de un fácil ataque en contra de un adversario al que imaginaba en posiciones de repliegue y derrota, dispuesto por tanto a efectuar toda clase de concesiones.
En aquel espacio, la disposición de las fuerzas era muy desigual en los primeros días del mes de junio. Francia disponía de un total de 83.000 hombres en primera línea, integrantes de cuarenta y seis batallones de infantería y sesenta y cinco grupos de artillería. El resto de sus efectivos situados de forma habitual en la zona fronteriza había sido trasladado al norte para enfrentarse de forma inútil con el triunfante invasor. Por parte italiana se contaba con un total de veintidós divisiones, integradas por 300.000 soldados de tropa y 12.000 oficiales, apoyados por tres mil piezas de artillería.

A partir del día 10, la confusión reinaba en ambos bandos, ya que ninguno de los potenciales contendientes se decidía a atacar al otro. Este hecho tenía lugar debido tanto al reducido nivel de preparación media de las tropas como al mismo desconocimiento de las posiciones de los dirigentes políticos respectivos, que eran quienes decidían en última instancia las acciones bélicas a realizar. Por parte francesa, se manifestaba una situación de absoluta incertidumbre, al contar con unos poderes públicos que se tambaleaban en su refugio de Burdeos bajo la cercana amenaza alemana. En Italia, por su parte, las disensiones existentes entre Mussolini y algunos de sus jefes militares se venían a unir a la indecisión con respecto a la actitud a adoptar tras la formal declaración de hostilidades.

De hecho, Mussolini prefiere esperar al momento de la completa derrota de Francia, seguida por su entrega a las condiciones impuestas por el vencedor, para realizar lo que esperaba fuese un simple paseo militar por las zonas que pretendía integrar dentro del dominio italiano. Por lo tanto, nadie parecía hallarse interesado en lanzar ninguna clase de ataque, por lo que la chispa que encendió el conflicto debió provenir del exterior, en este caso de Inglaterra. Así, el día 12, y a pesar de que Francia les había prohibido expresamente la utilización de la base de Marsella, los bombarderos británicos se lanzaron sobre las ciudades de Turín y Génova. Sus objetivos eran fundamentalmente factorías industriales, entre ellas la de fabricación de automóviles Fiat, con ánimo de quebrantar la economía de un reciente enemigo italiano.

El ataque fracasaría en sus objetivos fundamentales, pero causaría sin embargo un total de catorce civiles muertos además de varios heridos. El dictador italiano, tras haber comprobado en la práctica la ineficacia de sus defensas, solicitaría del Führer el envío de una serie de baterías antiaéreas. Al mismo tiempo, anunciaba la realización de una inmediata serie de bombardeos como represalia por la acción sufrida. De esta forma, durante la noche del día 12, Italia bombardeó varios puntos de la costa del vecino país, de la isla de Córcega, de Túnez y, por encima de todo, la base militar de Tolón, la más importante de Francia. Iniciado así el enfrentamiento directo, éste resulta ya imparable y, durante la noche del día 14, la ciudad de Génova sería a su vez atacada desde el mar por un conjunto de navíos enviados por el almirante Darlan.

Un total de nueve muertos y treinta y seis heridos, además de unos daños materiales paco considerables, sería el balance de la acción. Un acto que Mussolini no es capaz de comprender que pudiera todavía ser realizado por un país que teóricamente debería hallarse en un estado de absoluta postración debido a su inminente derrota bélica. Con todo, aprovecharía el ataque soportado sobre el plano propagandístico, presentándolo como un intencionado acto terrorista destinado a sembrar el pánico entre poblaciones inocentes. Al mismo tiempo, el Duce ordena la realización de una serie de operaciones de reducida envergadura sobre territorio francés a partir del día 15.

Ese mismo día, Hitler se había negado de forma expresa a admitir la presencia de fuerzas italianas en los postreros combates realizados contra los ejércitos galos. Como consecuencia de ello, un Mussolini personalmente ofendido ante esta decisión excluyente de su aliado ordenaría para el 18 el inicio de la ofensiva sobre los Alpes. Sin embargo, la preparación de la misma precisa de un mayor plazo de tiempo, y así se lo manifiestan sus generales. Pero el Duce aprovechará esta circunstancia para reafirmar su poder personal, manifestando que las decisiones referentes a la guerra pertenecen al ámbito de la política, responsabilidad exclusiva suya, y que por tanto a él corresponde dar las órdenes a los mandos del ejército. Por el momento, las fuerzas armadas italianas siguen estando bajo el absoluto control del partido fascista, en la favorable situación material en que éste las había situado para contar, si no con su expreso apoyo, sí al menos con su pasividad y aceptación tácita de la situación.

El día 17, la recepción de la noticia de que Francia, en la persona del anciano mariscal Pétain y a través de la representación diplomática española, había solicitado finalmente el armisticio producirá en Italia sentimientos de preocupación y alegría al mismo tiempo. Por una parte, Roma espera que las fuerzas francesas estacionadas en la frontera común se rindiesen directamente sin presentar ningún tipo de oposición. Por otra, los italianos no pueden dejar de pensar en la posibilidad de que, al contrario, los oficialmente derrotados se enfrenten a los oportunistas que han aprovechado su hora más sombría para declararles la guerra. Debido a ello, los siguientes días conocerán la emisión de una compleja serie de órdenes, contraórdenes y decisiones opuestas entre sí, que no harán sino demostrar de la forma más evidente la carencia de concreción de la política italiana, apresurada y demasiado ligada a coyunturas temporales.

Mussolini trata entonces de subirse al carro de su triunfador aliado, y para ello se reúne con él en Munich con el fin de participar en la elaboración del texto del armisticio a imponer al Gobierno francés. El Duce no tardaría allí en mostrar sus verdaderas intenciones, al plantear una serie de pretensiones a obtener de una Francia vencida. Aprovechando las circunstancias, Mussolini trataba de conseguir el máximo de beneficios de una situación en la que no había tenido intervención alguna. Estas pretensiones del italiano tenían que resultar exageradas para cualquiera dada su magnitud: ocupación del territorio francés hasta la línea del Ródano y establecimiento de cabezas de puente en varias ciudades de la Provenza; anexión de Túnez, Argelia y la Somalia francesa; utilización discrecional de los sistemas de comunicaciones de la metrópoli y las colonias, así como potencial ocupación de sus puntos neurálgicos; ocupación de las bases navales de Orán, Argel, Casablanca, Beirut y Mers-el-Kebir, junto con el control absoluto de la flota; finalmente, entre otras cuestiones menores, condiciones referidas a los cuerpos militares extranjeros y a la alianza anglofrancesa.

Pero Hitler, a pesar de que se encuentra decidido a castigar a Francia, no está en absoluto dispuesto a acceder a estas desmesuradas peticiones. Pretende, por el contrario, contar con el apoyo de las nuevas autoridades colaboracionistas que ya se encuentran en proceso de reunión alrededor de la figura de Pétain. Aquéllas, a pesar de su obligada posición de sumisión al vencedor, en ningún momento aceptarían la imposición de tales condiciones. Hitler temía por tanto que Francia organizase, caso de ser llevadas a la práctica, la continuación de la lucha desde su imperio ultramarino, con unas consecuencias finales imprevisibles.

Al mismo tiempo, el dictador alemán se encarga de situar una vez más en su posición real a su disminuido aliado, mostrándole de forma evidente el carácter exclusivamente alemán de la victoria obtenida. Consecuencia de ello será su negativa a la presencia de Mussolini en el acto de la firma del armisticio con Francia. Nuevamente frustrado, Mussolini comprueba ahora el absurdo carácter de la situación italiana, ya que la concreción de un armisticio no tenía razón de ser al no haberse producido previamente un conflicto armado entre los dos países.

Debido a ello, tratando de no perder la oportunidad que se presentaba, el Duce ordenó el inmediato lanzamiento de una ataque a lo largo de todo el frente alpino. Este comenzó el día 20, cuando Francia se hallaba ya en situación de derrota oficialmente asumida en aquella zona; a pesar de encontrarse ya dentro de la estación veraniega, las nieves y las brumas persistentes dificultarían la realización de las operaciones, sobre todo por parte italiana. Junto a ello, los franceses, contrariamente a lo esperado, se defienden con gran energía. En gran medida esta actitud era debida a la comprobación de la censurable actuación de una Italia que no ocultaba sus ansias de aprovechamiento de una situación para la cual no había aportado más que un apoyo verbal.

Así, a pesar de los intentos realizados por los atacantes, a lo largo de cuatro jornadas éstos únicamente conseguirán efectuar penetraciones hasta un máximo de doce kilómetros en los puntos más afectados. Una docena de pequeños pueblos montañeses y la ciudad costera de Menton serán ocupados, hecho que es de inmediato instrumentado por Roma en el plano propagandístico de manera desproporcionada. El día 24, las autoridades francesas solicitarán el armisticio con Italia, presionadas por el ocupante alemán. Con ello, este país se alza como triunfador en una campaña en la cual su intervención había alcanzado siquiera una duración de cien horas.

El balance material de estos cuatro días de combates se presentaba desastroso para este teórico "vencedor". Francia había perdido 37 hombres, frente a los 631 de Italia; los heridos galos eran de 42 frente a los 2.631 de Italia; finalmente, los desaparecidos sumaban 150 contra 616 respectivamente. El día 22, los representantes franceses firmaban el armisticio con el Reich en el bosque de Compiégne; dos días después repetían la operación en Roma. Las ventajas territoriales obtenidas por Italia se verían sobre la realidad infinitamente mermadas. Ello incrementaría el resentimiento que con respecto al aliado dominante mantenía el más débil de los dos, que en todo momento se habría de considerar postergado y perjudicado debido a su posición subalterna, progresivamente incrementada a partir de entonces.