Época: Bliztkrieg
Inicio: Año 1940
Fin: Año 1940

Siguientes:
La Iglesia y los judíos
La resistencia

(C) Andrés Ciudad y María Josefa Iglesias



Comentario

En junio de 1940 vive Francia una de las mayores tragedias de su historia: la catástrofe de la invasión alemana desarbola al Ejército galo y arroja a millones de civiles al desamparo del éxodo. Un armisticio coloca a Francia a disposición de la Alemania nazi durante cuatro años, y para normalizar esa prolongada dependencia del vencedor se forma un Gobierno francés dirigido por uno de sus militares más prestigiosos, que ratifica esa prolongada dependencia del vencedor.
Ese Gobierno colaborará con el régimen hitleriano en la lucha contra la democracia. En 1942 pondrá a su servicio al proletariado galo mediante el "relevo" y el "servicio de trabajo obligatorio" (STO), y en 1943 le ofrecerá su milicia como fuerza represiva -supletoria de la Gestapo- para combatir a los terroristas de la resistencia.

Aquella III República de setenta y cinco años de edad se había derrumbado como castillo de naipes al impacto de la catástrofe. Pero Vichy sólo fue una capital provisional, y el Estado francés creado por el mariscal Pétain duró lo que la presencia germana en territorio galo.

La Revolución nacional no pasó de ser un proyecto. En cuanto se concibió resultó inviable. Pero no fue obra de unos pocos. Buena parte de la población la recibió favorablemente; instituciones como la Iglesia católica la sostuvieron y aún hoy despierta ciertas nostalgias.

¿Cómo era el régimen que pretendieron montar Pétain y su Gobierno? ¿Por qué contó con el apoyo inicial de las fuerzas sociopolíticas dominantes en la sociedad francesa y por qué los franceses acabaron dándole la espalda para adherirse, en su mayoría, a la resistencia en 1944?

Precisamente, la resistencia, que desempeñó un papel esencial al lado de los aliados en el momento de la liberación, es el otro hito de la historia de Francia en la Segunda Guerra Mundial. Los hombres y el espíritu de la resistencia han marcado a una generación entera y la vida misma de su país.

En junio de 1940, un puñado de franceses rechazan el armisticio y el régimen títere de Vichy. El 18 de ese mes, el general De Gaulle convoca desde Londres a los soldados franceses a que peleen junto a los ingleses. En Francia se sabotearán instalaciones germanas y se redactarán octavillas contra el ocupante y sus aliados de Vichy.

Habían nacido simultáneamente dos corrientes de resistencia: una exterior, aglutinada por De Gaulle, que creaba en Inglaterra las Fuerzas Francesas Libres y el Comité Nacional Francés. Y otra interior, organizada en redes y movimientos antes de crearse los maquis en 1943.

En 1943, ambas corrientes se agrupan en torno a De Gaulle para frenar el propósito de prolongar el régimen de Vichy con el general Giraud y el dominio americano en vez del alemán. La formación de un Consejo Nacional de la Resistencia responde a esta voluntad común a las dos principales fuerzas de la resistencia: gaullistas y comunistas.

Los comunistas habían desempeñado un papel relevante en la resistencia por su número y por los problemas que planteó su presencia a los demás resistentes. Los comunistas influyeron decisivamente en el rumbo de la resistencia y de las fuerzas políticas que tomaron el poder tras la liberación de Francia.

La acción de la resistencia se intensifica a partir de 1943. La mayoría de la población gala engrosa sus filas, harta de la ocupación y de las requisitorias para el "servicio de trabajo obligatorio". Entonces se constituyen los maquis y se multiplican los sabotajes mientras el triunfo aliado se dibuja en el horizonte.

De este modo, cuando los aliados desembarcan en Francia, en 1944, encuentran el apoyo de unas fuerzas francesas del interior. Gran parte del territorio queda liberado sin intervención de las tropas anglosajonas. "París -dice De Gaulle- es liberado por sí mismo, liberado por su pueblo, por los soldados franceses de la División Leclerc".

Además de las diversas formas que adoptó la resistencia, ahora interesa medir su participación en la guerra y en la liberación de Francia. ¿Fue una actividad minoritaria o de masas? ¿Debió su eficacia a sus aciertos militares o a sus componentes político y psicológicos?

El régimen de Vichy nace de la catástrofe, toma de ésta sus principales características y evoluciona de acuerdo con la situación de Alemania en la contienda. La construcción del nuevo régimen depende de su colaboración con los alemanes. Se inspira, por tanto, en el modelo nazi y pretende insertar a Francia en una Europa germanizada. Esta proclividad hacia el fascismo es compartida por los dirigentes de Vichy y refleja tendencias de la sociedad francésa de los años treinta. Porque, en efecto, el régimen de Vichy no es invención exclusiva del vencedor de 1940 ni un paréntesis extraño en la historia contemporánea de Francia.

Tras la catástrofe, la mayor parte del territorio galo queda ocupada por los alemanes. Pese a ello, Pétain y el Gobierno de Vichy deciden implantar un Estado francés que sustituya a la III República, y ponen en marcha unas reformas bautizadas como Revolución nacional. Este nuevo régimen será personalista, autoritario y antidemocrático. La personalización del poder emparenta a Vichy con los fascismos coetáneos y difiere radicalmente de las concepciones republicanas predominantes en Francia desde el principio de la III República, aunque ésta, al final, con el Gobierno Daladier, impusiera cierta forma de autoridad personal.

"Nos, Philippe Pétain, mariscal de Francia jefe del Estado". Con esta fórmula digna de Luis XIV encabeza las actas el que ostenta el poder supremo. El principio del jefe preside el edificio sociopolítico erigido febrilmente en Vichy en el otoño de 1940. "Toda comunidad necesita un jefe", proclama uno de los eslóganes del sentencioso mariscal.

En todas las esferas de la actividad pública, un hombre ejerce el poder y es responsable del mismo. Mas no ante sus administrados que se lo encomendaron, sino ante el superior que le designó para el cargo. Ya sólo hay elecciones en los pequeños municipios de menos de dos mil habitantes. El poder viene de arriba y baja de uno en uno hasta la base del Estado y de la nación. En la cima está el jefe supremo con todo el poder en sus manos: jefe de Estado y del Gobierno, desempeña simultáneamente el poder ejecutivo y el legislativo. Tampoco rehúsa el judicial, por ejemplo, cuando prejuzga la culpabilidad de los acusados en el proceso de Riom. Designa incluso a su sucesor.

Queda abolida la separación de poderes -básica desde Montesquieu para definir un régimen de libertades- y el fundamento electivo del poder. La autoridad del nuevo jefe es carismática: no la recibió de las urnas ni de otra fórmula de expresión ciudadana. Pero el pueblo la reconocerá por sus manifestaciones.

El mariscal jefe de Estado se sitúa por encima de su pueblo. No precisa intermediarios para comunicarse, natural y directamente, con sus súbditos. El jefe es el guía. Y el pueblo, si no le engañan los malos pastores, se reconoce en él.

Esto no quiere decir que Pétain sea el único que decide en Vichy. Esta concepción personalista del poder se expresa a través del Gobierno y del Gabinete personal del jefe de Estado. Pero, antes que decidir, corresponde al jefe carismático la misión de representar el poder, servir de puente entre gobernantes y gobernados para que éstos acepten de buen grado las decisiones de aquéllos.

Esta imagen tutelar encubre las disensiones internas del poder y las divisiones de la opinión pública, Y lo hace en nombre de esa unanimidad que el jefe encarna y que se proclama como principio fundamental.

"Piensa Pétain y vivirás francés". Esta consigna totalitaria emitida por los servicios de propaganda del mariscal no sólo ayuda a las clases dirigentes francesas a eludir la lucha de clases, sino a los ocupantes germanos, que utilizan a Pétain para aplastar cualquier germen de resistencia gala a su dominio.

La Revolución nacional se impregna de moralidad: "Les invito preferentemente a una regeneración intelectual y moral", afirma el mariscal en uno de sus primeros discursos. Y en la primavera de 1941 señala el ministro de Economía y Finanzas, Yves Bouthilier: "La fe que anima nuestra política económica se basa en el sacrificio y la fraternidad. La gestión de los bienes materiales se confía, por tanto, a sentimientos y valores de honda resonancia religiosa".

Para Pétain, su misión consiste en salvar el alma de Francia. Y los pétainistas convocan a sus compatriotas vencidos en 1940 al sufrimiento "redentor".

Un socialista adicto a Vichy, Charles Spinasse, ex ministro del Gobierno frente populista de Léon Blum, da la nota el 10 de julio de 1940 al exclamar en la sesión de las Asambleas que liquida la III República: "El Parlamento se encargará de las faltas colectivas. Esta crucifixión es necesaria para impedir que el país sucumba en la violencia y la anarquía".

En la Navidad de ese mismo año, el mariscal se dirige a los franceses: "Una nueva Francia ha nacido. La han hecho vuestras penas, vuestros remordimientos, vuestros sacrificios". Sufrimientos, penas, remordimientos, sacrificios, crucifixión: esta terminología, extraída del catecismo católico para definir una política, muestra claramente el sentir clerical del régimen.

Es una característica combinada con la voluntad reaccionaria de retorno al pasado. Retorno a valores considerados a la vez eternos y franceses, lo que el mariscal llama las reglas simples "que en cualquier época han garantizado la vida, la salud y la prosperidad de las naciones".

En esta consideración, merece lugar preferente el retorno a la tierra, la exaltación del trabajo campesino y del artesano. Y el retorno a la familia, depositaria de un largo pasado de honor y encargada de mantener a través de las generaciones las antiguas virtudes que hacen fuertes a los pueblos.

Se trata de un régimen elitista, basado en una concepción no igualitaria y pesimista del hombre. A éste se le considera naturalmente inclinado al mal, "porque el corazón humano no tiende naturalmente a la bondad", dice el mariscal.

Por ello hay que proteger al hombre de sí mismo y a la sociedad de los embates del individualismo. Este será el papel de la escuela -prolongación de la familia- y también el de la Iglesia, "donde sólo se enseñan cosas buenas", según manifiesta a un niño el mariscal, que siempre fue indiferente en materia religiosa.

La sociedad debe fundarse, no en la igualdad de los ciudadanos, sino en la distinción, considerada como natural, entre responsables e irresponsables. Será una sociedad jerarquizada: "haremos una Francia organizada, donde la disciplina de los subordinados responda a la autoridad de los jefes en la justicia para todos". Y, en todo los órdenes, nos aplicaremos en crear élites y conferirles el mando. Estos son algunos aforismos de la Revolución nacional.

Como los demás Estados fascistas, Vichy participa de la ideología corporativista. Pretende devolver a las "comunidades naturales" y morales el poder que un siglo de República les había arrebatado. De éstas, al igual que la familia, forma parte la comunidad de empresa.

Se trata, en efecto, de que jueguen las solidaridades llamadas naturales en la sociedad y en el trabajo, contra la lucha de clases y contra la tenebrosa alianza que, después de fascistas y nazis, los guardianes de Vichy creen haber descubierto entre capitalismo y comunismo. Así que a la comunidad natural organizada alrededor de un jefe se le encomendará gestionar los asuntos comunes, sin distinción de clases sociales.

Paralelamente, la comunidad regional edificada en un largo proceso histórico se emancipará de las tutelas estatales y de la burocracia. El regionalismo encontrara explicación en esa unanimidad patriótica ya mencionada.

La patria encarna, para Vichy, el valor supremo. Despierta el apego natural, irreflexivo e incondicional del hombre por el terruño donde ha nacido.

La tierra no miente, proclama el mariscal, es nuestro recurso y la patria misma. Es la tesis más reaccionaria del patriotismo, la de afinidad al suelo y no a una comunidad humana ni a un ideal compartido. Por ello si el jefe que ha salvado a Francia del abismo lo manda, los franceses deben obedecer sin discutir. Es la consigna que lanza un ministro técnico, Berthelot, en la primavera de 1941.

Pero Vichy no lleva a la práctica esta ideología. Es una diferencia del dicho a hecho típica en regímenes de estas características.

En materia económica y social, el retorno a la tierra no se traduce en realizaciones concretas. Durante el período de Vichy, la estructura de la población activa francesa permanece inalterable.

En diciembre de 1940 se pone en marcha un gremio campesino. Pero éste no confiere la gestión autónoma de sus asuntos a los pequeños agricultores, sólo otorga poder en este terreno a los representantes del Estado y a los grandes agricultores. Y con las cortapisas que inciden en el abastecimiento, el gremio campesino se convierte en un intermediario entre el Estado y los productores que impone restricciones a éstos.

La Carta del Trabajo, que debía plasmar los principios del corporativismo y de la cooperación entre las clases en las ramas industriales y comerciales de la economía tarda en promulgarse. Su gestación levanta rocambolescas intrigas en el mundillo cerrado de Vichy entre los partidarios de un corporativismo sindical y los representantes de las grandes empresas y de los pequeños patronos.

La Carta no se promulga hasta finales de 1941, cuando ya pierde aliento la Revolución nacional e importa poco a los obreros, absorbidos por preocupaciones más acuciantes como la alimentación o sus salarios. La Carta, desde luego, delega la discusión de las cuestiones económicas profesionales a los representantes de las grandes empresas y del Estado dentro de los comités de organización.

Estos comités constituyen una pieza clave en la legislación de Vichy. Se crean en agosto de 1940 para distribuir los recursos energéticos y de materias primas y organizar la producción y comercialización por grandes ramas profesionales.

Sin embargo, sólo mandan en ellos los representantes de las firmas monopolistas -que dominan cada una de esas ramas- y los representantes del Estado, en el que precisamente se integran hombres procedentes de los mismos ámbitos de la gran patronal. Estamos lejos, pues, no sólo de esa revisión del capitalismo que postulaba el régimen, sino de las esperanzas puestas en el corporativismo por la pequeña y mediana empresa para huir de las garras de los grandes monopolios y de los bancos.

La revuelta de esos pequeños patronos anima la crónica de Vichy en la primavera de 1941. Los dirigentes de Vichy, en realidad, se ponen al servicio del gran capital al igual que los demás regímenes fascistas o fascistoides, que nunca se propusieron demoler las estructuras capitalistas y el poder de las clases dominantes.

Idéntica contradicción entre las palabras y los hechos marca la acción política y administrativa del régimen. Así, escudándose en las dificultades de los tiempos de guerra, el discurso sobre la regionalización conduce a un reforzamiento del poder central sobre las colectividades territoriales y las poblaciones, exactamente lo contrario de lo que se proclamaba. En esto desemboca la creación de las prefecturas regionales, conjunto de departamentos que abarcan lo relativo al abastecimiento, la policía y la propaganda. Se trata de un escalón suplementario del poder estatal que se superpone al vigente de los prefectos departamentales.

El control sobre las instituciones locales y regionales queda paralelamente asegurado por la subordinación de los ayuntamientos y de los consejos departamentales, cuyo carácter se suprime en favor de la designación por el poder central y sus agentes. No podía esperarse otro sistema de un régimen tan antidemocrático: ni regionalización, ni siquiera descentralización, sino desconcentración del poder en beneficio de los agentes del Estado y en detrimento de los electores e incluso de los notables locales, entre los que, sin embargo, cuenta el régimen con sus principales panegiristas.

La composición sociopolítica del poder en Vichy prima, por lo general, la aparición de técnicos, sobre los cargos electivos o los notables.

Políticamente, Vichy reúne a un amplio espectro de figuras procedentes de las diversas corrientes de preguerra. Están representadas todas las derechas, incluso las más extremas, a las que las elecciones mantuvieron aliadas del poder.

Derecha autoritaria y derecha liberal, derecha humanista y trabajadora y derecha laica y clerical forman la ideología y los Gobiernos de Vichy.

No está ausente del panorama la izquierda radical, socialista o sindicalista, pese a los ataques al Frente Popular o a la masonería. Esos ataques no impiden las alianzas de izquierda -hasta del sindicalista Belin o del socialista Paul Faure-, a excepción de los comunistas, únicos parias denunciados sin descanso ni desánimo por el nuevo régimen.

Especialmente significativo es el ascenso de quienes no se llamaban todavía tecnócratas: altos funcionarios civiles y militares, ejecutivos de grandes empresas y representantes directos de la gran patronal y de la gran banca. Su presencia masiva en el Gobierno Darlan de 1941 hará sospechar en un auténtico complot para apoderarse del Estado. Pero no se trata de otra cosa que de esa típica característica del capitalismo del siglo XX para estrechar la asociación entre monopolios y Estado.

Mas lo que da a Vichy un toque peculiar es la alianza de representantes de las pequeñas y medianas empresas con prebostes del gran capital. Es la variante francesa de esa "constelación fascista" de que habla Joachim Fest a propósito del régimen hitleriano. No debemos olvidar que, al menos en un principio, el régimen de Vichy obtuvo amplio apoyo en la opinión pública y en los principales grupos organizados y medios sociales galos. No cabe duda de que el mariscal Pétain deseaba complacer a la inmensa mayoría de sus compatriotas cuando consideraba inevitable el cese de las hostilidades, en junio de 1940.

Una gran mayoría, desde luego, aceptó someterse a él para paliar los efectos de la derrota. Y es indudable que entonces el jefe del Estado fue objeto de un espontáneo movimiento de gratitud. Este sentimiento generalizado fue inmediatamente explotado por Vichy para forjar una intensa campaña de propaganda, un verdadero mito Pétain y alimentar el culto al mariscal. Radio, periódicos, libros, imágenes, la escuela y la Iglesia se movilizaron en esta empresa política destinada a potenciar el carácter personal del régimen.

En la amplia adhesión lograda cabe distinguir entre un pétainismo pasivo y otro activo. Aquél, único extendido entre las masas, se basó en un sentimiento de confianza hacia el mariscal, símbolo de la patria. El activo, por el contrario, suponía un compromiso con la Revolución nacional y la adhesión militante a sus postulados.

El pétaisnismo activo indudablemente arrastraba a menos personas; pero éstas se reclutaron, a principios del régimen, en medios bastante extensos. Fueron sin embargo los jerarcas y las clases medias tradicionales las que proporcionaron mayor número: propietarios, comerciantes, artesanos y miembros de profesiones liberales.