Época: Renacimiento Español
Inicio: Año 1527
Fin: Año 1563

Antecedente:
El clasicismo cortesano y los programas de la monarquía

(C) Miguel Angel Castillo



Comentario

La celebración de los esponsales de Carlos I con la emperatriz Isabel en los Alcázares de Sevilla en 1526, debió de ser el origen del interés del monarca por este conjunto palaciego. Ya desde 1535 se emprendieron una serie de reformas de carácter funcional, orientadas a transformar el viejo recinto en un moderno palacio adecuado a las necesidades del monarca y de su corte. Las obras, bajo la dirección de Luis de Vega, cobraron un gran impulso a partir de la década de los cuarenta con la construcción de la galería alta del Patio de las Doncellas, la elaboración del artesonado serliano de la denominada Sala de Carlos V y otras labores de remodelación como el pavimento de mármol de los corredores y el crecimiento de la cubierta del Salón de los Embajadores; operaciones todas ellas donde los elementos y motivos clasicistas se combinaban dentro de un conjunto en el que la tradición constructiva islámica es el factor dominante. Lo mismo ocurre con la remodelación del Cenador de la Alcoba, conocido como Pabellón de Carlos V, antigua qubba que formaba parte del recinto amurallado almohade. Entendido como una villa con funciones lúdicas (Lleó) o como referencia al núcleo del jardín islámico propuesto por el tratadista musulmán Ibn Luyún (Bonet), el pabellón regio responde igualmente al rigor, armonía y sentido de las proporciones propios del clasicismo, que al refinamiento del mundo musulmán en su relación con la naturaleza y en sus labores de yeserías, mármoles y azulejos de colores.
Paralelamente a estas obras, se comenzó a intervenir en el Jardín del Príncipe, procediendo a incorporar al conjunto una serie de jardines, lamentablemente modificados en nuestro siglo, que fueron materializándose en los reinados de Felipe II y Felipe III. El resultado final fue una buena muestra de la jardinería española del siglo XVI, que nos remite al concepto de jardín manierista a la italiana, donde se pone de manifiesto la sorpresa y el juego derivado de la relación dialéctica entre Arte y Naturaleza.

Los intereses de la corona pronto desplazaron a Granada y a Sevilla de la atención del emperador, en beneficio de otras ciudades del centro de la Península que, como Madrid y, Toledo, estaban llamadas a ocupar un papel importante dentro del programa de construcciones reales, con la transformación de sus respectivos alcázares en proporcionados conjuntos palaciegos. A mediados de los años treinta, coincidiendo con el nombramiento de Alonso de Covarrubias como maestro mayor de las obras reales, se inician las obras de transformación del Alcázar madrileño, tratando de convertir un complejo conjunto de construcciones defensivas en un verdadero palacio del Renacimiento.

El proceso de transformación, estudiado recientemente por V. Gerard, consistió en el mantenimiento de parte de la estructura defensiva del edificio anterior -principalmente el sector oeste y los torreones del lado sur- y la delimitación de una planta rectangular mediante la articulación de dos patios, con arcadas en la planta baja y adintelados en el piso superior, separados por una crujía central donde se alojaban la antigua capilla del alcázar y una escalera doble cuya misión principal consistía en resolver los problemas de enlace y comunicación de ambos sectores. Soluciones que, ensayadas previamente por Covarrubias en los palacios arzobispales de Alcalá de Henares, fueron consideradas por el arquitecto al proyectar las obras del Hospital de Afuera de Toledo. Además de la escalera y los patios del Rey y de la Reina, el elemento más destacado lo constituye la portada que, por su disposición tripartita, su carácter triunfal, su remate en galerías flanqueado el escudo imperial y por la reducción de sus elementos ornamentales, se ha puesto en relación con la portada occidental del Palacio de Carlos V en Granada, la fachada del Alcázar de Toledo e, incluso, con la fachada del Colegio Mayor de San Ildefonso de la Universidad de Alcalá de Henares.

No fue hasta 1545 cuando dio comienzo el proceso de transformación del Alcázar de Toledo, encomendando el monarca la dirección de sus obras a Alonso de Covarrubias. El carácter heterogéneo de las primitivas construcciones conformaban, antes de la intervención, un conjunto carente de cualquier criterio de unidad. Para rectificar esta situación, Covarrubias ensayó una tipología -edificio de planta cuadrada, con patio central, flanqueado por cuatro torres en los ángulos- llamada a tener una amplia resonancia en las construcciones regias y procedió a reformar las fachadas mediante un proceso de regularización de sus alzados, consistente en la utilización sistemática del aparejo, la organización de las superficies con órdenes y entablamentos y la distribución de vanos de acuerdo a criterios regularizadores. Las fachadas oriental y occidental fueron las que recibieron un tratamiento más sencillo, siendo la meridional donde Covarrubias centró el carácter representativo y emblemático del edificio. Esta última se dividió mediante el uso de entablamentos en tres pisos con nueve vanos cada uno, situados en ejes ortogonales a las líneas de imposta de la fachada. Su portada, donde se emplean los órdenes jónico y compuesto, enfatiza su carácter principal mediante el tratamiento plástico de los detalles ornamentales -escudo imperial y heraldos en el piso alto- y la utilización del almohadillado en el arco de ingreso. El patio, diseñado por Covarrubias en 1550, es la pieza más clásica y monumental del conjunto que, junto con la escalera, diseñada por Villalpando y construida por Juan de Herrera, dotan al edificio de un aspecto solemnemente triunfal en sintonía con la proporción y monumentalidad clásica del conjunto.

El interés del monarca por la región central de la Península se tradujo también en la construcción de otras casas reales en antiguos cazaderos de la monarquía. Así ocurrió con el Palacio de El Pardo, trazado por Luis de Vega siguiendo el tipo palaciego de planta cuadrada, con patio central y torres angulares, y la cercana Torre de la Parada. Como El Pardo, las residencias de Aranjuez y Valsaín fueron concebidas como lugares de descanso y recreo, procediéndose a racionalizar su entorno mediante un gran parque que, en el caso de Aranjuez, estaba formado por grandes extensiones de bosque y arbolado y zonas urbanizadas dedicadas a huertas y jardines, enlazadas por una red de caminos, acequias y canales. La presencia de estas residencias en la zona centro demuestran el interés de la corona por lograr una incipiente ordenación del territorio en torno a Madrid, que con Felipe II adquirirá su configuración definitiva con la construcción del complejo de El Escorial.

Las preferencias clasicistas del soberano, expuestas en los tipos y soluciones constructivas ensayados en las obras reales y en los programas históricos, alegóricos y mitológicos de la corona, pronto se asumieron en el círculo de la corte y se extendieron a los gustos de la nobleza y de las clases urbanas más favorecidas. A ello contribuyó definitivamente el desarrollo y transformación de las ciudades en tiempos del emperador Carlos con sus edificios municipales, docentes y administrativos, y las fiestas, triunfos y ceremonias civiles qué, como en los recibimientos de Zaragoza (1518), Burgos (1520) y Sevilla (1526), estaban ideados como medio de exaltación de las glorias del emperador.