Comentario
Anzio, en el Lazio, a orillas del Tirreno, a 57 kilómetros al sur de Roma y a 110 kilómetros al noroeste de la Línea Gustav, era un abigarrado amontonamiento de viviendas de cuatro a seis plantas en las cercanías del puerto, con un dique que se veía desierto y una línea alargada de playas y dunas a ambos lados tan vacías como el resto, según podían entreverse por los telémetros de tiro de la flota de invasión, bajo el mando de los contralmirantes Lowry y Troubridge.A esas horas, el comandante en jefe de las fuerzas alemanas, mariscal Kesselring trataba de conciliar el sueño. Poco antes había ordenado que dos de sus mejores divisiones de reserva se dirigieran al comprometido frente de Cassino, contra el que los anglo-americanos estaban dispuestos a estrellarse.Afortunadamente para él, los negros presagios de Rommel, que cuando tuvo el mando supremo en Italía (2) especuló con un desembarco aliado en la zona de Génova o en la de Roma, no tenían visos de realidad. Incluso el jefe de la Abwehr (espionaje alemán), Wilhelm Canaris, le había confirmado veinticuatro horas antes que no tenían noticia alguna sobre nuevos planes enemigos en Italia. Kessering se fue durmiendo casi apaciblemente...A las 2 horas del 22 de enero, un bramido inmenso azotó el aíre y un puño de hierro y fuego aplastó cualquier otra sensación en Anzio. Cohetes. Una salva tras otra elevaba sobrecogedoras y sucesivas oleadas de fuego sobre aquel puerto dormido.A los estallidos y humaredas tan sólo respondió el silencio. Los americanos y británicos de la primera oleada de desembarco (3) llegaron sin novedad a sus puntos prefijados.Anzio era una ciudad fantasma ¿Dónde estaban los alemanes? (4) Las fuerzas atacantes se desparramaron en busca de sus objetivos: los ingleses de Penney cruzaron el Fosso della Moletta, para cortar la carretera que conducía a Ostia y Ardea, y los americanos de Truscott fueron por el canal de Mussolini, hacía Cisterna di Latina.Allí les acogió el fuego de las piezas de largo alcance desde los montes Albanos por parte de los alemanes del XIV Ejército de Mackensen. Aquellos cañonazos despertaron a Kesselring. Pero unos minutos después el fuego cesó y la calma volvió a ser tan irreal como al principio.A las 5 horas, el mayor general John P. Lucas, comandante en jefe del 6.° Cuerpo de Ejército, radiaba al preocupado Clark, a la cabeza del V Ejército en Nápoles: "Aún no hay ángeles por ahora. Claudette se porta bien". Lo que significaba que los carros alemanes no habían hecho aparición y las divisiones 1ª y 3ª seguían adelante.Clark y su jefe inmediato sir Harold Alexander hicieron un tranquilo viaje de inspección a la zona de desembarco. La mañana se presentaba radiante y de los alemanes no había la menor huella.Al anochecer de aquel pacífico día D, el 70 por ciento de las tropas y abastecimientos y más de 3.000 vehículos habían desembarcado. Absolutamente nada ni nadie impedía el avance hacía el interior.Alexander volvió por la tarde a Nápoles para telegrafiar al ansioso Churchill: "He insistido para que se avance audazmente con los medios acorazados". Churchill respiró tranquilo: "Celebro que imponga su punto de vista en lugar de atrincherarse en la cabeza de playa". Sin embargo, precisamente eso era lo que estaba sucediendo.Simultáneamente, un desmelenado Kesselring reunía con angustia cada batallón, cada compañía disponible, incluso las de los depósitos y zonas de descanso, rebañando todas las piezas de artillería que podía encontrar, sin olvidar los antiaéreos ubicados para la defensa de Roma, a fin de emplear los temibles 88 como armas anticarro.Las divisiones 3ª Panzergrenadier y la Panzerdivisionen Hermann Göring recibieron órdenes apremiantes de dar la vuelta de su ruta hacia el Garellano y cubrir rápidamente el área de desembarco.