Época: Neocla3
Inicio: Año 1750
Fin: Año 1825

Antecedente:
Neoclasicismo, racionalismo y arquitectura revolucionaria

(C) Virginia Tovar Martín



Comentario

La idea de lo clásico es perforada, durante la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del siguiente, por diferentes interpretaciones de la historia, por neoclásicos y racionalistas, por revolucionarios y conservadores, lo nacional alteró su pretendido universalismo, la técnica ordenó geométrica y matemáticamente sus lenguajes, los hizo disponibles para secundar los nuevos programas sociales, lo clásico incluso pudo ser ridiculizado, pero también emocionar y conmover, convertirse en excusa para la acción política, para la transformación de la vida, aunque también es cierto que, con frecuencia, fue atrapado por la evocación nostálgica de un pasado perdido e irrecuperable. En este contexto, parece oportuno recordar un célebre texto con el que Carlos Marx abría su "18 Brumario de Luis Bonaparte": "La tradición de todas las generaciones desaparecidas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos precisamente cuando éstos parecen trabajar para transformarse a sí mismos y a las cosas, para crear lo que no ha existido nunca; en tales épocas de crisis revolucionaria se evocan angustiosamente los espíritus del pasado para ponerlos a su servicio; se toman prestados sus nombres, sus consignas, sus costumbres, para representar con este viejo y` venerable disfraz y con este parlamento tomado en préstamo la nueva escena de la historia. Así Lutero se disfrazó de Apóstol Pablo, la Revolución de 1789-1814 se vistió alternativamente con el ropaje de la República Romana y del Imperio Romano... ".Son años en los que el tratado de Vitruvio podía ser considerado como un cuento de viejas, ni siquiera útil para Robinson Crusoe, como alcanzara a escribir, en 1787, Jean-Louis Viel de Saint Maux. Años en los que a la vez que se buscaba un orden francés en la naturaleza, un español, como Luis de Lorenzana, lo encontraba en la América conquistada y convertida por la Monarquía Católica. Años también en los que Gran Bretaña se disfraza de Palladio y colecciona todas las arquitecturas. Así, mientras visten de decoraciones clasicistas sus palacios, llenan sus jardines de pintorescas construcciones, haciendo que la historia y la naturaleza puedan ser entendidas como más naturales. Se llevaron Roma, su apariencia, y se olvidaron de sus tinieblas, las que había iluminado Piranesi, pero también de la luz revolucionaria y fría de David.Palladio se hizo inglés ya a comienzos dé siglo gracias a la actividad de Lord Burlington (1694-1753) y de sus arquitectos. Aunque lo cierto es que los modelos de Palladio, sus villas y palacios, se extendieron desde los Estados Unidos a Rusia y casi siempre a través de su imagen impresa o grabada, un consumo básicamente académico de su arquitectura. En Gran Bretaña lo hicieron popular de C. Campbell a William Kent (1684-1748) y se publicaron catálogos de arquitecturas pseudopalladianas, casi libros de patrones, para uso de las diferentes posibilidades económicas.El palladianismo se vio rápidamente convertido en cómplice del gusto neoclásico gracias a la actividad de arquitectos que supieron adecuar a esa opción del clasicismo las nuevas imágenes y soluciones que los descubrimientos arqueológicos estaban desvelando; desde el mundo griego de J. Stuart, que también en el ámbito de la decoración neoclásica fue un verdadero pionero, realizando una de las primeras apropiaciones de las Antichitá di Ercolano en la Painted Room de la Spencer House de Londres, en 1759, a sus más célebres enemigos, los hermanos Robert y James Adam, que después de su estancia en Italia, su íntima relación con Piranesi y la publicación, por el primero, de su no menos famosa "Ruins of the Palace of the Emperor Diocletian at Spalato" (1764), se convirtieron en los grandes dictadores de la moda neoclásica, entendida por ellos de forma pintoresca y teatral, en Gran Bretaña como prueban sus "The Works in Architecture", de 1773-1779, y sus numerosas obras, entre las que destacan la Syon House, en Middlesex, de 1762-1769 o el Newby Hall, Yorkshire, de 1767-1785.La poética de las ruinas y los nuevos descubrimientos y debates arqueológicos fueron convertidos por los hermanos Adam en un estilo decorativo, así como fueron muy influyentes las obras de Robert Wood, "The Ruins of Palmira", de 1753, y "The Ruins óf Baalbek", de 1757, del mismo modo que el gótico no sólo fue apreciado estructural y constructivamente, sino también por sus valores asimétricos y anticlásicos, hubo incluso quien quiso dotarlo de proporciones palladianas. De arquitectos británicos como William Chambers (1723-1796), autor de un tratado de corte academicista como es su "Treatise on Civil Architecture", de 1759, Robert Adam o James Wyatt (1746-1813) se ha llegado a afirmar, y parece exacto, que "estilísticamente eran omnívoros". Wyatt, por ejemplo, se mostró inesperadamente original en su Pantheon de Oxford Street, de 1769, en el que, renunciando al inevitable modelo romano, utilizó como referencia histórica y tipológica la iglesia bizantina de Santa Sofía de Constantinopla. Y, en este contexto, sin duda descrito con excesiva brevedad, hubo un arquitecto que sintetizó brillantemente todas esas contradicciones para convertirlas en arquitectura, John Soane (1753-1837).Soane no sólo fue uno de los más grandes arquitectos europeos, sino que además construyó sin estilo conocido. Es decir, sólo hizo arquitectura. Se formó con George Dance (1741-1825), cuya arquitectura se alimentó de elementos de origen clásico que supo violentar atendiendo a las teorías que sobre lo sublime y los efectos terribles de los objetos arquitectónicos había desarrollado E. Burke, como puede comprobarse en su Cárcel de Newgate, construida en Londres entre 1768 y 1769. Soane tenía en su biblioteca once ejemplares del "Essai" de Laugier, así como una traducción manuscrita del tratado de Cordemoy y, sobre todo, tenía una casa de arquitecto, construida, descrita y dibujada por él mismo. Además, la casa de la arquitectura, la casa de Soane, en Lincoln's Inn Field, en Londres, fue dibujada y pintada obsesiva y magníficamente por su colaborador más próximo, el arquitecto Michael Gandy (1771-1843). En sus representaciones, la hoy Casa-Museo de Soane aparece mostrando todos sus rincones, las soluciones arquitectónicas, las memorias y fragmentos de un coleccionista de toda la historia de la arquitectura y de la ornamentación. En uno de esos dibujos, de 1818, verdadera definición de la arquitectura, Soane aparece, en un rincón, sobre la mesa de trabajo con sus proyectos desplegados, y rodeado de las maquetas de sus edificios, algunas de escala enorme, y de representaciones enmarcadas de alzados y secciones de sus obras, como si la arquitectura para poder serlo sólo necesitase alimentarse de arquitecturas. Todo ello, por otra parte, extrañamente iluminado, con focos de luz geométrica y zonas sombríamente productivas. Es más, la luz y la "poesía de la arquitectura" también preocuparon como conceptos proyectuales a Soane, en modo muy semejante al de Boullée, y así, en 1809, podía elogiar el poder arquitectónico de la "luz misteriosa" o, posteriormente, describir los efectos fantásticos de "la poesía arquitectónica" como elemento definidor de su propia casa y de otras muchas de sus obras, como ocurre con su célebre Banco de Inglaterra, en Londres, del que se hizo cargo desde 1788, donde la arquitectura nace del caos compositivo, del magnífico desorden de los lenguajes utilizados, espléndidamente iluminados cenitalmente por medio de bóvedas vacías que derraman extrañamente la luz.Por otro lado, la arquitectura española de este periodo ocupa, a la vez, un lugar central y periférico, al menos desde un punto de vista historiográfico. El espejismo es posible gracias a la presencia de Carlos III como rey de España a partir de 1759, después de su estancia en Nápoles. Podría decirse que el monarca se trajo a España el debate napolitano y europeo: con él vino Sabatini, ingeniero y arquitecto que hablaba el dialecto de Vanvitelli y de la tradición de la Accademia di San Luca, pero también lo hizo Mengs, con lo que el neoclasicismo de raíz winckelmaniana ocupó también un lugar en la cultura artística española. Aunque también es cierto que durante esos años apareció Francisco de Goya, tan inesperado que su obra atraviesa no sólo el cambio de siglo, sino toda la cultura artística española de la época. Clasicismo académico y neoclasicismo militante que tuvieron que enfrentarse a la tradición vernácula del barroco y a las contradicciones de la casi recién creada Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, que lo fue en 1752, durante el reinado de su hermanastro Fernando VI. En este sentido, no puede ser más revelador que Carlos III fuera recibido y anunciado en Madrid, en 1759, cual nuevo Augusto que encontraba, no Roma, sino Madrid, hecha de ladrillo y se esperaba de él que la convirtiera en una ciudad de mármol. Le recibió, arquitectónicamente hablando, uno de los más grandes e indecisos arquitectos españoles de la época, Ventura Rodríguez (1717?1785), del que Gaspar Melchor de Jovellanos llegaría a elogiar lo más dudoso, es decir, que nunca hubiera estado en Roma. Pero muy pronto, en 1763, Carlos III regala dos significativas publicaciones de las que ya hemos hablado y que eran el emblema de la magnificencia de su monarquía napolitana: "Le Antichitá di Ercolano" y el libro de Vanvitelli, "Dichiarazione dei disegni del Reale Palazzo di Caserta", en el que el propio autor declaraba que el verdadero arquitecto del palacio había sido el rey. La intención del monarca no podía, ser más elocuente y así lo dejó escrito el Marqués de Santa Cruz, pues fue por medio de su mano como llegaron estos libros a la Academia madrileña: "Por estas memorias transmitirá a las edades venideras la memoria de haber recibido de su Real Orden admirables instrucciones para el exercicio de su instituto en la descripción de Herculano y del Palacio de Caserta: don precioso en que quiso dar a la Academia no tanto un testimonio de los monumentos que de su amor a las Artes dejó en las Dos Sicilias, quanto una prenda de los que meditaba en España". En arquitectura, esa prenda pudo convertirse en escuela gracias al más brillante arquitecto español de la época, Juan de Villanueva (1739?1811), aunque es cierto que Carlos III siempre prefirió a su arquitecto Francisco Sabatini.Pero 1763 fue también el año en el que C. Rieger publica en castellano sus "Elementos de toda Architectura Civil", originalmente editado en Viena en 1756, y en el que se hace eco, entre otras cosas, de las teorías de Laugier, elogia la arquitectura gótica, reproduciendo la catedral de Toledo, en sustitución de la de Estrasburgo que había figurado en la edición original vienesa y, además, propone como modelo ideal de palacio real el de Caserta, lo que dicho en Madrid, cuando el rey estaba a punto de ocupar el Palacio Real Nuevo, proyectado por el discípulo de Filippo Juvarra, Giovanni Battista Sachetti (1690-1764), no dejaba de ser una provocación. De hecho, a Carlos de Borbón no le gustaba el Palacio que entró a habitar el 1 de diciembre de 1764, justo dos días antes de que muriera su arquitecto Sachetti.En todo caso, la arquitectura de Juan de Villanueva se nutre de múltiples y contradictorias experiencias: en primer lugar, de la formación en la Academia de San Fernando, que, además, le pensiona en Roma durante unos años cruciales (1759-1764) en la gestación del neoclasicismo internacional; en segundo lugar, a través de la arquitectura construida en aquellos años y de los debates teóricos mantenidos por arquitectos como José de Hermosilla (??1776), Ventura Rodríguez y su propio hermano Diego de Villanueva (1713-1774). Hermosilla, ingeniero y arquitecto, se formó en Roma entre 1747 y 1750, ciudad en la que llegó a escribir un tratado sobre "La Architectura Civil", fechado en el emblemático año de 1750 y donde se hace eco de los debates romanos contemporáneos, especialmente de la tendencia rigorista y estructural representada por Ferdinando Fuga. Autor del proyecto para el Paseo del Prado, terminado finalmente por Ventura Rodríguez, y de la primitiva idea y construcción del Hospital General, ambos en Madrid, Hermosilla dirigió uno de los más apasionantes viajes arqueológicos y arquitectónicos de la época, siendo acompañado en él por Juan de Villanueva, recién vuelto de Roma, y por Juan Pedro Arnal (1735-1805). En efecto, entre 1766 y 1767, estudiaron y dibujaron la Alhambra de Granada y la Mezquita de Córdoba, imponiendo su cultura clasicista como principio metodológico para explicar la composición y los lenguajes de una arquitectura en principio tan ajena a esa tradición como la islámica. Se enfrentaron a esa arquitectura con los mismos instrumentos conceptuales que hubieran utilizado para restituir y analizar un edificio griego o romano. Fruto de aquel viaje fue la publicación de una de las obras más importantes y difundida de la cultura arquitectónica española, "Las Antigüedades Arabes de España" (1787).Si en Ventura Rodríguez pudo encontrar una espléndida lectura de la tradición barroca y académica romana, nada sorprendente en un arquitecto que se había formado con Filippo Juvarra y Giovanni Battista Sachetti en las obras de Palacio Real Nuevo de Madrid, en su hermano Diego de Villanueva encontró la atención a los supuestos teóricos y disciplinares de la arquitectura, teñidos de racionalismo y clasicismo. Pero Juan de Villanueva, además de a todos esos estímulos, supo atender también a otros modelos, ya fuera al rigor clasicista del neopalladianismo inglés, o la tradición nacional que representaba el Monasterio de El Escorial. Una tradición tan importante que en un momento determinado se pensó que su arquitectura podía suplir con eficacia las reglas descritas por Vitruvio en su tratado, hasta el punto de que en 1765 se corrió el rumor de que la Academia pretendía enviar a sus pensionados no a Roma sino a El Escorial.En cualquier caso, Villanueva participó en este complejo debate arquitectónico y supo manipularlo no con la exactitud de quien sucumbe a un código normativo, sino con la versatilidad que demanda cada proyecto, cada programa funcional. Su elegante y virtuoso dominio del vocabulario clásico le lleva con frecuencia a proponer resultados anticlásicos ya que habitualmente lo usaba para subrayar problemas arquitectónicos. Y aquí reside su modernidad, sin que haya necesidad de forzar la interpretación hasta el extremo de convertir algunos de sus edificios, especialmente en el caso del Museo del Prado, proyectado entre 1785 y 1790, en ejemplos de una posible arquitectura de las sombras, a la manera de Boullée.Piénsese, por otra parte, que al tiempo que Juan de Villanueva consolidaba su magisterio, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando lograba establecer un código clásico académico, basado en la autoridad, hasta cierto punto convencional, de Vitruvio, Palladio o Vignola. Arquitecto del Monasterio de El Escorial, proyectaría como si de un nuevo Juan de Herrera se tratase, varias construcciones en la lonja así como la escalera y reforma de la fachada norte del monasterio. También en el Sitio Real de El Escorial construiría, entre 1771 y 1773, dos pequeños pabellones para el infante don Gabriel y para el futuro Carlos IV, las Casitas de Arriba y del Príncipe, en las que recoge el palladianismo de tradición inglesa, y concretamente algunos modelos propuestos en la obra de Robert Morris, "Rural Architecture", Londres, 1750. Pero el palladianismo de su arquitectura parece también evidente en su obra más importante, el Museo de Ciencias Naturales, hoy Museo del Prado, que formaba parte de un típico programa ilustrado promovido por Carlos III y el conde de Floridablanca para convertir el Salón del Prado en un lugar de ocio y educación, con la construcción del Paseo, del Observatorio Astronómico, también obra de Villanueva (comenzado en 1790), y del Jardín Botánico, obra de Sabatini con algunas intervenciones de nuestro arquitecto.El complejo programa funcional y de recorridos consecuentes llevó a Juan de Villanueva a ofrecer con su museo una verdadera lección de arquitectura. Con frecuencia se ha interpretado el edificio como un derroche de piezas y lenguajes autónomos que parecían hacer evidente los usos y el destino de cada parte de la construcción. De esta forma, la fachada principal que da al Paseo del Prado no sería sino una locuaz consecuencia de la distribución de funciones interiores. Exteriorizando los espacios y funciones interiores, Villanueva habría conseguido una fachada con tres volúmenes aparentemente independientes, unidos por dos galerías. Tres entradas distintas, en cada uno de esos volúmenes, serían la perfecta expresión de que compositivamente el edificio consta de dos plantas bajas, como ya señaló Chueca Goitia, cortadas transversalmente por un edificio representativo, con disposición basilical, con columnas exentas que recogen un entablamento recto, a la manera francesa, y un pórtico dórico y monumental que constituye la fachada principal al paseo. En relación a las diferentes funciones y volúmenes también los órdenes cambian de escala, ateniéndose a la correspondiente a los espacios que decoran y, sin embargo, esa aparente desarticulación funciona con una coherencia magistral que subraya el programa específicamente arquitectónico. Según estos análisis, las fachadas y sus ornamentos serían consecuencia directa de la composición por partes, autónoma y no jerarquizada, del edificio, lo que sintonizaría magníficamente bien con las características que a la arquitectura revolucionaria otorgara Kaufmann. Pero también es cierto que composiciones semejantes de fachada eran características en la arquitectura inglesa neopalladiana. Soluciones dadas de antemano, unas veces usadas en términos específicamente decorativos, como si de un telón teatral se tratase, otras con un evidente carácter estructural y funcional, como ocurre, por ejemplo, con un proyecto, hasta ahora nunca puesto en relación con el Museo del Prado de Juan de Villanueva, como el de Robert Adam (1728-1792) (amigo de Piranesi y residente en Roma durante los mismos años en los que nuestro arquitecto disfrutó de su condición de pensionado por la Academia de San Fernando) para el palacio de Stowe, en Buckinghamshire, de 1771. Sea como fuere, el edificio que quiso ser museo de ciencias y acabó siendo de pinturas, sin que pueda olvidarse un desconocido intento de convertirlo en Biblioteca Real, según indicación de Carlos IV atendida por el propio Villanueva, es sin duda una obra maestra y, por eso mismo, enormemente compleja, en la historia de la arquitectura europea. Aunque Villanueva proyectó y construyó muchos más edificios, recorriendo casi todas las tipologías posibles, fue con otra obra, próxima al Museo del Prado, con la que consiguió niveles semejantes de sutil cualidad arquitectónica y que no es otra sino el citado Observatorio Astronómico de Madrid, coronado por una clásica tholos justo en el momento en el que en París algunos arquitectos revolucionarios querían hacer lo mismo con el Panteón de Soufflot, sustituyendo así, laicamente, la cúpula de clara resonancia religiosa.Durante este periodo, sólo otro arquitecto alcanzó a competir con Villanueva, al menos desde el punto de vista de las obras realizadas y del favor real de que siempre gozó, Francisco Sabatini. Arquitecto e ingeniero, formado con Vanvitelli, fue el gran constructor del reinado de Carlos III: palacios, iglesias, cuarteles, hospitales, conventos, caminos, caballerizas, fábricas, fortificaciones, edificios institucionales como la Aduana (1761-1769) o representativos como la Puerta de Alcalá (1769-1778), ambos en Madrid, como buena parte de su producción, nos hablan de una arquitectura funcional y rigorista que siempre quiso ser pulcra metáfora del poder.