Comentario
La figura de Mies van der Rohe (1886-1969) y su arquitectura han sido, en los últimos años, unas de las más sistemáticamente atacadas por la crítica postmoderna. Sus edificios, sus declaraciones teóricas y su influencia se han convertido en un emblema de todos los males ocasionados por el Movimiento Moderno. Su renuncia a la elocuencia formal, su valoración del espacio como vacío, a veces indiferente a la función tipológica, y, sobre todo, su aspiración a definir un nuevo clasicismo, absolutamente depurado y abstracto, han constituido un repertorio de excusas para reafirmar el carácter monótono y unívoco del Movimiento Moderno y del racionalismo funcionalista.Mies no experimentó con la forma, sino que la redujo a construcción. No buscó contaminarse con la historia ni con la memoria de la arquitectura, ni tan siquiera para imitar procedimientos. Heredero de los debates de principios de siglo sobre las relaciones entre arquitectura y técnica y vinculado a las actividades del Werkbund y a su maestro Behrens llevó a cabo una reducción radical del secreto clasicismo que escondían algunas de aquellas propuestas, sin olvidar su seducción por algunos aspectos de la utopía arquitectónica expresionista, sobre todo en su valoración simbólica y compositiva del vidrio. En este contexto, cabe recordar su proyecto para un rascacielos de vidrio, de 1922. Aunque la real preocupación de Mies consistía en dotar a la arquitectura de un nuevo estatuto disciplinar en el que la perfección tecnológica y constructiva pudieran ser elevadas a monumento de un nuevo clasicismo. La arquitectura, como objeto puro, no debería servirse de la técnica, sino convertirse ella misma en la más alta expresión del rigor de esta última.La ciudad, desde ese punto de vista, no le interesaba. En todo caso, sólo como elemento de contraste, como depósito de formas cuya misión de retaguardia consistía exclusivamente en reflejarse en las pantallas de vidrio, el célebre muro-cortina del rascacielos racionalista, de la nueva arquitectura. Un magnífico ejemplo de este planteamiento de la arquitectura de Mies lo constituye su proyecto para la Alexanderplatz de Berlín, en 1929. Vinculado al expresionista Novembergruppe y a la Bauhaus, mantuvo contactos con la vanguardia neoplasticista de De Stijl, pero siempre consideró la arquitectura como una disciplina en la que la simplificación figurativa debía ser consecuencia de la estructura de la construcción y del empleo de un repertorio limitado de materiales.Si sus primeros proyectos de rascacielos de vidrio podían estar inspirados en el mito expresionista de la catedral de cristal, hay que señalar que su posterior empeño en el mismo tema estaba cargado de antihistoricidad, de negación silenciosa del entorno. Sus edificios son, a veces, irritantes monumentos elitistas, perfectos, puros, precisos y distantes. No permiten un acercamiento, sólo una ocupación del espacio. Un espacio fundamentalmente vacío que tuvo su formulación definitiva, su definición clásica, en el Pabellón de Alemania en la Exposición de Barcelona de 1929, recientemente reconstruido. Con anterioridad, esos problemas habían sido planteados en edificios como la Casa Lange, en Krefeld, de 1928, y aplicados consecuentemente en una espléndida obra como la Casa Tugendhat, en Brno, de 1930. Un espacio vacío que también implicaba neutralidad ideológica.La reducción a mínimos elementos de la estructura arquitectónica confirma su poética de lo menos es lo más que Mies podrá difundir a gran escala en los Estados Unidos, después de su salida de la Alemania nazi.