Época: Hiroshima L2
Inicio: Año 1945
Fin: Año 1945

Antecedente:
Las colonias en guerra

(C) Virginia Tovar Martín



Comentario

Cuando estalló la guerra, sólo algunos independentistas radicales como Subbas Chandra se alinearon junto al Eje. La mayoría de los políticos, aunque enfrentados a la dominación, se proclamaron antifascistas, mientras los príncipes apoyaban incondicionalmente a Inglaterra. Como en la Primera Guerra Mundial, la India podía ser proveedor de excepción y el conflicto un campo de buenos negocios.
Pero mientras industriales y comerciantes atisbaban la ocasión, el Partido del Congreso carecía de una postura clara, dividido entre el deseo de no acosar a los ingleses en una situación apurada y la necesidad de obtener más concesiones políticas.

En septiembre de 1939, el virrey declaró país beligerante a la India, sin consultar la opinión de los políticos autóctonos ni concederles una declaración de principios. Al mes siguiente, los militantes del Congreso que ocupaban cargos políticos renunciaron a ellos.

El partido agrupaba fundamentalmente a los hindúes, aunque contaba con musulmanes. Por su aconfesionalidad, algunos grupos fanáticamente hinduistas como la Hindu Mahasadha y la Rashtriya Svayamsevak Sangh se oponían al Congreso y aspiraban a la independencia bajo un Gobierno hindú. Pero los musulmanes, cuarta parte de la población, habían fundado una Liga en 1906, dirigida ahora por Jinnah, un abogado escindido del Congreso, que creía en la colaboración con los ingleses como medio para obtener un Estado musulmán independiente y separado.

Cuando los hombres del Congreso dimitieron, los musulmanes permanecieron en sus puestos y consolidaron su posición política. En 1940, para contrarrestar las tendencias separatistas de Jinnah, el Congreso eligió como presidente al musulmán Maulana Kalam Azad, mientras Gandhi propugnaba una nueva campaña de desobediencia civil antibritánica.

En agosto, el Congreso hizo una propuesta formal: apoyarían a Inglaterra a cambio de la independencia. El virrey la rechazó y el 17 de octubre empezaron los problemas.

Escogidos Satyagrahis, los hombres de la fuerza en el alma, iniciaron la desobediencia civil. Avisaban del día, lugar y la hora a las autoridades inglesas, y luego marchaban a una plaza, un mercado, una calle de la concurrida India, para hablar contra la guerra, por la independencia, por la paz.

Aquel año, Nehru y otros 10.000 agentes del Partido del Congreso hablaron a la gente en la calle, entre los vendedores, los mendigos, las vacas, los santones, los curiosos. Y todos fueron a la cárcel.

Les liberaron en diciembre de 1941, poco antes de Pearl Harbor. Y cuando los japoneses se extendieron como una marea, el Partido del Congreso se prestó a colaborar contra ellos, aunque Gandhi se opuso y quedó marginado.

El avance japonés obligó a Londres a intentar un pacto duradero: ofreció a los indios una asamblea legislativa independiente y el estatuto de dominio al acabar la guerra. El Congreso rechazó la oferta.

Cuando, en 1942, se temía que los japoneses pudieran invadir la India, el Congreso hizo las paces con Gandhi, que seguía empeñado en la marcha inmediata de los ingleses. Su teoría se impuso y el partido ofreció colaborar a cambio de la independencia.

En respuesta, las autoridades detuvieron a Gandhi y los demás líderes. Las contradicciones de la India y la violencia latente habían sido contenidas por los métodos pacíficos del Congreso, y desaparecieron cuando los líderes políticos fueron detenidos.

Llegó el terrorismo: atentados contra los cuarteles de policía, desórdenes, voladuras de puentes, asesinatos y bombas. Hasta que la policía y el Ejército pudieron contener la violencia con la violencia.

Con el Congreso prohibido y sus líderes encarcelados, los musulmanes ganaron terreno. Jinnah se consolidó, gracias a su colaboración, y se hizo popular entre las masas.

En 1942, los ingleses hicieron una concesión al aliado soviético y autorizaron el Partido Comunista, prohibido desde años atrás. Sirvió, en parte, para consolidar la Liga musulmana, porque los comunistas apoyaba las reivindicaciones de un Estado separado.

En 1943, un olvidado personaje regresó la escena. Subbas Chandra Bose había escapado de la cárcel en 1941, llegado a Berlín y fundado la organización India libre con apoyo de los nazis.

En 1943 se trasladó al Singapur ocupado por los japoneses y fundó un Gobierno provisional indio. Con prisioneros de guerra indios del sudeste asiático organizó un Ejército nacional indio y una campaña radiofónica con tan buena acogida de la población como irritación de los ingleses.

Durante la campaña de Birmania, los nacionalistas pelearon junto a los japoneses, pero confraternizaron con los indios del Ejército británico, a pesar de lo cual fueron tratados como criminales de guerra. Bose murió oscuramente en 1945, pero su discutida actuación había sido un impacto más en la conciencia india, donde la guerra provocaba demasiados cambios.

Las necesidades del frente habían fomentado la industria; una sola compañía, la Tata, tenía en Janshadpur una industria metalúrgica más importante que la de Sheffield, y los grandes fabricantes acordaron en el Bombay de 1944 un plan de reconversión de la industria de guerra para cuando llegara la paz.

Era una burguesía ya demasiado poderosa para vivir tutelada. Pero la guerra y la industria no eran sinónimo de prosperidad; mientras crecía la aportación india a la guerra, las dificultades de transporte y abastecimientos aumentaron también. Los barcos se empleaban según la necesidad estratégica, los alimentos eran precisos para los ejércitos. La superpoblada y conflictiva Bengala sufrió en 1942-43 un hambre atroz incomparable a otras más antiguas.

Cuando en diciembre de 1941 los aviones japoneses zumbaron en todos los rincones del Extremo Oriente, mataron una época con el fuego de sus bombas. La nueva ocupación trastocó el mundo colonial, donde el tiempo parecía marchar tan despacio.

Sometidos a los comandantes militares japoneses, la policía política y la moneda de ocupación, los blancos que no estaban detenidos vivieron un mundo fantasmal, del que participaban las nostálgicas conspiraciones de los rusos blancos, el contrabando de champagne francés desde Indochina, la actividad de los misioneros acosados por la indiferencia, los partisanos y los japoneses.

Los nuevos libertadores apenas pudieron ocupar el sitio de los viejos amos, lastrados por su orgullo, su dureza y las dificultades de una guerra imposible. No ya en la Gran Asia Oriental, sino en el mismo Japón faltaban el azúcar, la leche, el arroz, la harina, el aceite, el café, la leña. Hasta las cerillas estaban racionadas. No era posible comprar libremente en Tokio una hortaliza o una fruta, y más de ocho millones de personas huyeron al campo, aterradas por los bombardeos y el hambre, mientras los muchachos de dieciocho años eran movilizados.

La pelea entre los viejos y los nuevos dioses liberó las fuerzas contenidas. Rosa de Tokio, una locutora de habla inglesa, radiaba procacidades a los soldados del Tío Sam. Pero no sólo ella había perdido el respeto a los blancos.

Todas las viejas colonias se preparaban para vivir solas. Los chinos revolucionarios gestaban una sociedad nueva, apoyada en la reforma agraria y la nueva moral depurada en el Yenan. En la India, una burguesía vigorosa estaba lista para tomar el relevo de los ingleses. Toda el Asia colonial bullía, liberada de sus antiguos amos, segura de que los japoneses no eran bastante fuertes para durar. Sus promesas iniciales se agriaron con el curso de la guerra y la retirada nipona fue muchas veces una venganza manchada de sangre.

Tras los derrotados militares del Sol Naciente regresaron los blancos. Pero les fue difícil mantener la vieja aureola. Los antiguos servidores bullían bajo sus pies. Y sus paraísos de dioses pacatos de clase media estaban llenos de marineros americanos que enseñaban el bougi-bougi a las prostitutas. Ya nada era igual en Asia. Jamás lo sería.