Comentario
Como demostración de la evidente debilidad japonesa, la escuadra de Halsey atacó casi impunemente las bases y barcos nipones en Indochina, Hong Kong, sur de China, Formosa y Okinawa. El ataque de los aviones americanos a todos los rincones de la Gran Asia era mucho más significativo que los vuelos de kamikazes. Evidentemente, la suerte estaba echada.
Después de que los aviones americanos bombardearan testimonialmente Tokio, en abril de 1942 no se repitió la operación. El siguiente ataque aéreo corrió a cargo del 20.° Mando de Bombarderos, que tenía sus bases en China y la India.
En junio de 1944, 50 aparatos bombardearon Yawata, sede de la industria japonesa del acero. Pero los resultados del 20.° Mando fueron tan escasos y su mantenimiento tan difícil que fue retirado a principios de 1945.
Los aviones que habían tomado parte en el ataque a Yawata eran, sin embargo, los más poderosos de la Segunda Guerra Mundial: las fortalezas volantes B-29.
Cuando en el verano de 1944 los norteamericanos conquistaron las Marianas, los B-29 contaron con bases suficientemente cercanas a Japón para emplearse contra él. Así, a finales de octubre de 1944 quedó preparada la primera pista en la isla de Saipan (Marianas), y el 21.° Mando de Bombarderos envió a ella un Ala de Bombardeo con 112 B-29.
Un mes después despegaban para bombardear Tokio, en una salida masiva. De los 111 aviones que habían partido regresaron 109, pero los resultados del bombardeo fueron escasos.
Durante los tres meses siguientes, los aviones de Saipan bombardearon Japón durante el día, en ataques de precisión que tuvieron malos resultados, pero obligaron a dispersar la Aviación y parte de la industria aeronáutica japonesa.
En el mes de marzo de 1945 ya había en las Marianas más de 300 bombarderos y se cambió la táctica. Como los japoneses tenían pocos cazas nocturnos, se bombardeó de noche y a baja altura, para lograr mejores blancos.
El especial enconamiento de la guerra se reveló en la elección de los objetivos. Los bombardeos habían eliminado prácticamente la navegación costera y el tráfico de carbón se hacía ahora por ferrocarriles, especialmente vulnerables. Si los ataques aéreos se hubiesen dedicado a las vías férreas, el tráfico carbonífero se habría colapsado y, con él, la industria.
El mismo Estado Mayor americano calculaba que con 650 salidas aéreas y un total de 5.200 toneladas de bombas podía conseguirse un objetivo que finalizaría la guerra en un breve plazo. Pero, en lugar de ello, se eligió el desembarco en Japón, precedido por una política de bombardeos masivos.
En lugar de una pronta rendición japonesa pactada, se mantuvo la línea de rendición incondicional. Y los objetivos elegidos fueron las ciudades.
Así, los B-29 realizaron unas 20.000 salidas y arrojaron 104.000 toneladas de bombas sobre las 66 principales ciudades y 29.400 toneladas sobre las instalaciones industriales más importantes. Desde marzo de 1945, las ciudades fueron preferentemente bombardeadas con artefactos incendiarios que causaban mayor destrucción que los explosivos sobre las frágiles viviendas japonesas, construidas en gran porcentaje con papel y madera.
El 9 de marzo de 1945 cayeron sobre Tokio cerca de 2.000 toneladas de bombas incendiarias lanzadas por 279 superfortalezas B-29. La cuarta parte de la ciudad quedó arrasada. Hubo 267.000 viviendas destruidas y 185.000 personas muertas.
En los días siguientes, Osaka, Kobe y Nagoya fueron devastadas, de manera que el día 19 los americanos suspendieron los bombardeos porque habían consumido las 10.000 toneladas de bombas incendiarias de su arsenal en las Marianas.
Naturalmente, los servicios de municionamiento repusieron rápidamente sus depósitos, de modo que en julio se arrojaron sobre Japón tres veces más bombas que en marzo y, además, se lanzaron minas en las costas para impedir el tráfico marítimo.
El pánico se apoderó de las poblaciones urbanas, y mucho más cuando los americanos tomaron la costumbre de lanzar octavillas avisando de los bombardeos inmediatos. Más de 8.500.000 japoneses huyeron al campo y la economía de guerra se derrumbó con la producción de las refinerías de petróleo al 15 por 100; las fábricas de equipo electrónico, al 30; las de motores de aviación, al 25, y las de aviones, al 40.
Sin petróleo, bauxita, mineral de hierro y coque, las fábricas se convirtieron en silenciosas moles ennegrecidas, desgarradas por las bombas. Los bombardeos y la falta de barcos (de los que la última ofensiva aérea y submarina hundió 1.250.000 toneladas) destruyeron la vida económica de un país al que la política americana de rendición incondicional y los propios grupos de nacionalistas fanáticos empujaban a la resistencia final y la hecatombe, contra los deseos del emperador, partidario de una paz negociada.