Comentario
Los maestros y rétores laicos debieron ir desapareciendo en beneficio de los eclesiásticos. La enseñanza tiene un marcado carácter cristiano y, si bien al comienzo de la penetración de los pueblos bárbaros las escuelas municipales imperiales debían subsistir, terminaron por desaparecer. Es posible que en las primeras épocas se diese incluso una enseñanza individualizada a miembros de la aristocracia hispanorromana, ante la cada vez mayor penuria de las escuelas laicas. Ante esta situación, a partir del siglo VI, para hablar de maestros, hemos de referirnos, sobre todo, a quienes se ocupaban de la instrucción elemental o superior en las escuelas parroquiales, monásticas o episcopales, esto es, dentro del ámbito eclesiástico. No obstante, sí conviene puntualizar que esta formación era de carácter humanístico fundamentalmente; mientras que aquella que se refería a profesiones y conocimientos técnicos y prácticos, debía ser atendida por los propios profesionales de cada grupo, como puede deducirse de una ley de Recesvinto (Leges visig. VI 5, 8), en la que se menciona al magister junto a los discipuli dentro de los oficios. Muy claro es en relación a los médicos, sobre quienes existen diversas disposiciones legales y claramente se especifica lo que un discípulo debe pagar al médico por sus enseñanzas -nada menos que doce sueldos de oro-, una suma más que respetable, que refleja el prestigio del que gozaban. Otra cuestión es la relativa a la formación de escribas, notarios, es decir, al personal cualificado de la administración. Generalmente se trataría de jóvenes aristócratas, destinados a trabajar y ejercer puestos importantes. Aunque sus primeras enseñanzas hubiesen corrido a cargo de escuelas eclesiásticas, es probable que, al menos en el Palatium de Toledo, hubiese una enseñanza especializada para este tipo de personas que entraban a formar parte del palatinum officium.
Una puntualización más cabe hacer, lo que podríamos denominar la enseñanza personalizada o individual. Dentro del ámbito eclesiástico, es bien sabido que personajes de la talla de Isidoro de Sevilla y Braulio de Zaragoza habían sido instruidos y formados por hermanos mayores suyos, Leandro y Juan respectivamente. Es verdad que debieron recibir su educación en las escuelas episcopales de sus hermanos y debieron disponer de buenas bibliotecas, pero de sus afirmaciones cabe pensar que gozaron del privilegio de una atención ciertamente directa.