Comentario
El panorama de la Iglesia de la Corona de Castilla en el siglo XIV no era precisamente muy edificante. El episcopado, por lo general procedente de las filas de la nobleza, parecía más preocupado por los asuntos mundanos que por los espirituales. Hubo obispos que, en todo el período de su episcopado, no aparecieron por la diócesis que gobernaban. El bajo clero, por su parte, tenía una deficiente preparación intelectual y tampoco sobresalía por llevar una vida ejemplar. A pesar de las disposiciones que exigían saber latín para recibir las órdenes sagradas es lo cierto que cuando el obispo de Segovia, Pedro de Cuéllar, escribió un catecismo, en el año 1325, utilizó la lengua castellana por la sencilla razón de que la mayor parte de los clérigos de su diócesis ignoraban el idioma oficial de la Iglesia. En cuanto a la vida moral del clero, el panorama no era nada modélico. Basta recordar la protesta expresada en las Cortes de Valladolid de 1351 por los procuradores del tercer estado, los cuales denunciaron las "muchas barraganas de clerigos...que handan sueltamiente sin rregla trayendo pannos de grandes quantias con adobos de oro e de plata... con ufania e soberbia". Los monasterios, por su parte, eran asimismo, en buena medida, centros caracterizados por la relajación de las costumbres.
No obstante, en las últimas décadas del siglo XIV hubo en Castilla serios intentos de promover una reforma en el seno de la Iglesia. Se pretendía mejorar la formación del clero, dar nuevo aliento a la vida monástica y, al mismo tiempo, poner coto al progreso experimentado por la superstición entre los fieles. El principal artífice de esos intentos reformistas fue Pedro Tenorio, a la sazón arzobispo de Toledo. Sobre todo le preocupaba al inquieto prelado toledano el problema de la formación del clero. De ahí que el sínodo de Alcalá de Henares del año 1379, que él presidió, aprobara unas Constituciones que, aunque destinadas exclusivamente a los eclesiásticos de la diócesis toledana, marcaban la línea a seguir para la reforma de la Iglesia en Castilla.
Paralelamente tuvieron lugar importantes novedades en el ámbito de la vida monástica. El monasterio de San Benito de Valladolid, fundado por Juan I en el año 1390, tenía como objetivo esencial la vuelta a la pureza de la regla benedictina. San Benito fue la cabeza visible de la reforma en el campo monástico pero su ejemplo, justo es decirlo, no despertó demasiados entusiasmos. Pese a todo, el movimiento reformista continuaba su marcha. Casi por las mismas fechas los franciscanos habían iniciado un camino similar en el convento de Salceda. Por su parte a finales del siglo XIV llegaron a tierras de la Corona de Castilla los cartujos, cuyo primer establecimiento fue el de El Paular, en Segovia. Señalemos, finalmente, la aparición de una nueva orden, de origen hispano, la de los jerónimos, que ponía el acento en la práctica de una religiosidad intimista. Su primer cenobio fue el de Lupiana, en tierras de Guadalajara (1373), al que seguirían los de Santa María de Sisla (1374), Guadalupe (1389) y La Mejorada, en Olmedo (1396).