Comentario
Los años 1327-1387 marcan los inicios de la decadencia política de la Corona. Cuando cesó la expansión, hubo graves dificultades para retener las posiciones ganadas y, aunque algunas piezas desgajadas de la Corona (Mallorca, Sicilia) fueron reincorporadas, quedó en evidencia que las bases materiales de la monarquía, en aquella época de crisis, apenas podían sostener el edificio construido. Y, como si la historia se repitiera, las dificultades exteriores se tradujeron en un renacimiento de la oposición interior a la monarquía. Esta es, en resumen, la historia de los reinados de Alfonso el Benigno (1327-1336) y Pedro el Ceremonioso (1336-1387).
Como de costumbre, la política interior y exterior de la Corona se condicionaron mutuamente. En tiempos de Alfonso el Benigno, las continuas revueltas sardas y la guerra naval con Génova, derivación de la conquista de Cerdeña, obligaron a las ciudades, sobre todo las de dominio real, como Barcelona, a hacer fuertes contribuciones que se sufragaron con el incremento de los impuestos, y a sufrir penalidades como el hambre de 1333, cuando las naves genovesas impidieron la llegada a Cataluña del trigo sardo y siciliano.
El proyecto de una cruzada contra el reino de Granada, acordada con Castilla (acuerdos de Tarazona, 1328 y 1329), sirvió a Alfonso para intentar obtener subsidios de las Cortes y colaboración militar de sus súbditos, pero el monarca nunca obtuvo las cantidades que deseaba, ni siquiera el total de las concedidas (una gran parte del dinero recaudado iba directamente a manos de funcionarios y magnates), y los nobles y las órdenes militares le regatearon la ayuda militar necesaria. Probablemente había comenzado entonces, en Cataluña, un distanciamiento entre la nobleza y la monarquía, patente en las cortes de Montblanc, de 1333, donde el rey, quizá apoyado por las ciudades, se negó a satisfacer demandas del brazo militar. Lógicamente, en estas condiciones, el monarca no pudo llevar al frente grandes contingentes y las operaciones bélicas, intermitentes y de carácter local, no dieron resultado (1329-1334).
En Valencia, la monarquía tenía interés en resolver el problema del dualismo, que se había producido a raíz de la conquista y organización del territorio, entre el Fuero aragonés (defendido por nobles aragoneses afincados en el reino) y el Fuero valenciano (defendido por Valencia, las villas reales y una parte de la nobleza y el clero). La intención del rey debía ser la de convertir al Fuero valenciano en ley única y universal del reino, pero la oposición de la nobleza aragonesa le obligó a adoptar la estrategia de reformar el Fuero valenciano para hacerlo atractivo a las zonas que se regían por el aragonés. Los Fueros alfonsinos resultantes de la reforma contenían concesiones jurisdiccionales tan amplias que, de hecho, y quizá sin pretenderlo, venían a reforzar las posiciones señoriales en territorio valenciano, al ampliar las facultades jurisdiccionales de los señores que los aceptaran. Por tanto, aunque quizá no se pueda decir que hubiera una pugna foral que fuera derivación de un enfrentamiento entre nobles y ciudadanos, sino más bien la voluntad de la monarquía de unificar el marco jurídico, seguramente se puede concluir que la solución adoptada alteró el equilibrio de fuerzas. Algo parecido pudo suceder con los proyectos del monarca de enajenar una gran parte del patrimonio real valenciano en provecho de sus hijos menores, los infantes Fernando y Juan, hijos de su segunda mujer, Leonor de Castilla. Naturalmente estos proyectos, aunque interesaban personalmente al rey, lesionaban los intereses de la Corona, al debilitar la fuerza material y jurisdiccional del rey en el territorio valenciano. Eran también contrarios a los intereses del heredero, Pedro el Ceremonioso, y contaron con la radical oposición de las ciudades valencianas, con Valencia a la cabeza, mientras la nobleza de los reinos se dividía. Se preparó así el terreno para los grandes conflictos del reinado siguiente.
El reinado de Pedro el Ceremonioso se caracterizó, en el Mediterráneo, por la defensa del dominio sobre Cerdeña frente a las revueltas sardas y las intrigas de Génova, y por el propósito de reintegrar Sicilia y Mallorca; y, en la Península, por una lucha feroz, dura y cruel, entre la Corona de Aragón y el reino de Castilla. Los esfuerzos invertidos por la monarquía, que, en buena medida, había agotado sus recursos patrimoniales en la expansión, obligaron a una dependencia creciente de las Cortes y de sus subsidios, lo que debilitó la posición política de la monarquía frente a los estamentos y agravó las dificultades económicas de las clases populares. La situación derivó en graves crisis políticas.
El Ceremonioso, que pretendía fortalecer el poder monárquico y sustraerse a las interferencias de los grupos oligárquicos, no reunió Cortes entre 1336 y 1347. Los estamentos aragoneses, defensores del nuevo rey cuando era príncipe heredero y tenía que enfrentarse a las pretensiones paternas de entregar una parte del patrimonio real de Valencia a sus hermanastros, creyeron que había llegado entonces el momento de imponerse en la dirección política de la Corona. El entendimiento entre la monarquía y los poderosos de Aragón efectivamente funcionó hasta 1343-44 en que el monarca, cediendo a los intereses (o compartiéndolos) de los estamentos catalanes, empezó a involucrarse a fondo en la política mediterránea (reincorporación de Mallorca), al tiempo que ordenaba su gobierno y política en un sentido autoritarista.