Comentario
El dos de enero de 1460 el caballero valenciano Joanot Martorell (c. 1404-1465) empieza la redacción del Tirant lo Blanc, que no llegaría al gran público hasta su impresión en 1490 y que Cervantes había de considerar, no sin cierto ánimo provocador, como el mejor libro del mundo. Quizá por los mismos años, en cualquier caso, creo, con posterioridad a 1456, un inquietante anónimo compuso la novela Curial e Güelfa. Ambas tienen en común el narrar aventuras caballerescas en clave realista, en una geografía fácilmente identificable, con personajes a escala humana, cuyas acciones no alcanzan nunca lindares de desmesura. Ambas, además, recogen detalles de la historia más reciente -aragonesa o europea-, y suponen, en medida desigual -la cultura del anónimo es superior a la de Martorell- la formación de una realidad narrativa distinta, hecha a partir de la recepción de géneros diversos -epistolar, cuento, teatro-, en el marco mayor de las dos grandes tradiciones narrativas: la prosa artúrica y la lección boccaccesca, alentadas por el conocimiento de los cronistas. Desclot en el caso del Curial, Muntaner en el del Tirant.
El Curial narra en tres libros dedicados genéricamente a las armas, a los amores y a la ciencia, la dificultad de los protagonistas por alcanzar la deseada unión. Partiendo de unos principios modestos, Curial, adoptado por la dama -un esquema que también se da en el Jehan de Saintré de Antoine de la Sale-, acaba derrotando a los turcos, después de una peripecia amorosa y militar en Centroeuropa y de un largo cautiverio en Africa en el que con la mora Cámar -luna, en árabe-, lectora de Virgilio, vive una apasionada historia de amor que termina con su conversión y posterior suicidio para preservar la fe. La obra, en la que destaca una gran finura psicológica -muy de Stendhal, si se me permite- y un estilo elevado, elegante y sin caídas que no quita viveza a los diálogos, permite también una lectura política, pues no sólo desprende una manifiesta simpatía por la causa de don Jaime de Urgell, sino que, a través de la figura del rey Pedro el Grande, se efectúa una crítica de la ausencia del Magnánimo de sus reinos peninsulares, a la vez que no es exagerado ver en la figura de Güelfa rasgos de la reina María.
En el Tirant, en cambio, la confusión de los estilos es una constante, ya que casi siempre se deja sentir la fuente apenas transformada. En compensación, es aún hoy una mina de contento y tesoro de pasatiempos, como la definió Pedro Pérez en el capítulo VI del Quijote. El héroe de Martorell, formado en Inglaterra, será llamado a salvar Constantinopla de los turcos, en una aventura en la que el mítico Roger de Flor se suma a otros guerreros occidentales y del XV en relación con Bizancio. En el Imperio griego Tirant se enamora de la hija del Emperador, Carmesina, a la que procurará poseer con la ayuda de la doncella Placerdemivida. Estas aventuras, más las de Hipólito con la Emperatriz, los delirios eróticos de la Viuda Reposada, las cálidas noches de Diafebus y Estefanía, dan a la novela un aire erótico más palpable que en Boccaccio y convierten la ceremoniosa corte bizantina en el escenario de una farsa tocada de vodevil.
La obra, al mismo tiempo, contiene una lección amarga, ya que Tirant, después de haber alcanzado la gloria, muere arrastrando con su desaparición a Carmesina y al emperador. Hipólito, un compañero de armas que supo satisfacer la lascivia de la Emperatriz, gentil vieja, acaba siendo proclamado Emperador y formando su propia dinastía. Es posible que haya en ella un reflejo autobiográfico de quien murió arruinado- tuvo que entregar a Martí Joan de Galba el manuscrito del Tirant para saldar una deuda de no demasiados reales-, viviendo en los lindes del bandolerismo y sin domicilio fijo, habiendo pertenecido a una de las familias más poderosas de Valencia.