Comentario
El pacto triunviral entre César, Pompeyo y Craso no era una institución consagrada, sino una negociación o, mejor, un acuerdo privado entre los tres jefes políticos. Se aunaban la riqueza e influencia de Craso sobre los publicanos, los veteranos del ejército de Pompeyo, además de su prestigio y su numerosa clientela provincial, y la influencia popular de César, que es verdaderamente el centro de la combinación y quien más tenía que ganar ya que, en cuanto a hechos cumplidos, era quien menos aportaba en aquel momento. Durante los casi diez años que se prolongó esta forma de control de la vida política romana (control que implicaba el acceso a las magistraturas de personajes adeptos) se fue generando una crisis de desintegración del Senado y del grupo de los optimates, no sólo por la amplia base de poder que los triunviros detentaban -principalmente, César- sino porque su gestión concedió una mayor intervención en la vida política y en la gestión del poder ejecutivo al populus y su asamblea. Comenzando por el propio César que, ante el horror de los optimates, durante su consulado en el 59 se comportaba a sus ojos como un tribuno y contaba, además, con el apoyo de un general; no es extraño que, posteriormente, cuando amenazaba con estallar la guerra civil hubiera optimates que a nada temían tanto como a la idea de que César volviera a detentar el consulado. La única esperanza de los optimates, ante este "monstruo de tres cabezas", en palabras de Varrón, era que se crearan disensiones entre ellos. Cicerón veía con temor cómo el poder del Senado se transfería a "tris homines inmoderatos" y esperaba que el pacto se rompiera o que Clodio se volviera contra ellos. El consulado de César fue de una intensa actividad legislativa. Hizo votar, en primer lugar, la Lex Iulia de repetundis contra la malversación y la corrupción no sólo en la administración provincial, sino en cualquier otro cargo, oficio o función pública. Ésta vino acompañada por otra ley que condonaba a los publicanos la tercera parte de sus deudas con el Estado romano, asegurándose así el favor de los équites. La necesidad de favorecer las aspiraciones de Pompeyo le llevó a la promulgación de una ley por la que confirmaba todos los actos realizados por Pompeyo durante la conquista de Oriente. Finalmente, César propuso e hizo aprobar un proyecto de ley agraria pese a la oposición de Catón y de Bíbulo, el colega de César. Hizo jurar a los senadores que la aplicarían. Esta ley suponía el reparto de todo el ager publicus residual de Italia, respetando a los posesores actuales y ordenaba la adquisición de otras tierras privadas por el precio estipulado en el último censo, para ser repartida entre los veteranos de Pompeyo y otros ciudadanos desheredados. Estas tierras serían adquiridas utilizando los ingresos que se derivaban del botín de guerra y de los tributos de las provincias orientales conquistadas por Pompeyo y, como decimos, se basaban en la venta voluntaria. Pero César no se hacía ilusiones. Una vez terminado su consulado se las habrían ingeniado para anular sus propuestas. La comisión que realizaría las operaciones estaba constituida por veinte personajes, entre ellos lógicamente, Pompeyo y Craso. Cicerón rechazó las invitaciones de César para participar en la comisión agraria y confirmó los peores temores de éste, entregándose a observaciones críticas sobre la mala gestión de César y el estado de los asuntos públicos.