Comentario
En su clásica Politique de la Maison d'Autriche de 1688, Antoine Varillas afirmaba que la causa última de la ruina en la que, definitivamente, parecía sumida la Monarquía Hispánica no era otra que la decisión que Felipe II había tomado de instalar de forma permanente la corte en Madrid y, por tanto, hacer imposible que otros dominios contasen con la asistencia de los monarcas. Desde entonces, dice, "no se ha dedicado a otra cosa que a inventar nuevos medios capaces de suplir la presencia del príncipe en lugares que parecían exigirla casi continuamente, previniendo los desórdenes que su ausencia causaba en ellos infaliblemente".
En teoría, la presencia de su señor era una exigencia que nacía de la propia eminencia jurisdiccional de cada comunidad que se consideraba políticamente una realidad autónoma per se. Por así decirlo, algo le faltaba a un reino cuando su rey no estaba en él; las quejas y protestas por la ausencia del Rey Católico eran repetidas una y otra vez, de la misma forma que se expresaba la mayor alegría cuando el monarca se encontraba entre sus súbditos. Sin embargo, en la práctica, la Monarquía Hispánica se construyó sobre la base de la no residencia de la figura real, consabida ausencia que, por encima de las repetidas protestas de la soledad en que, se decía, quedaban los reinos, vino a ser un elemento que sirvió para dar perdurabilidad a ese mosaico inconexo de múltiples componentes.
Considerada de esta forma, la Monarquía Hispánica fue el conjunto plural de dominios que reconocían el señorío de un príncipe que no residía en ellos, pero, obviamente, ésta era una situación que descansaba sobre una serie de expedientes que permitían solventar esta ausencia. El interés que la actual historiografía internacional muestra por el Rey Católico y su Monarquía radica, precisamente, en la posibilidad de conocer los mecanismos que se pusieron en marcha para dominar en ausencia y que serían los que le permitieron perdurar durante dos siglos.
Recordando las ya citadas palabras de la Politique de Varillas, la columna vertebral de la Monarquía Hispánica habrían sido los "medios capaces de suplir la presencia del príncipe en lugares que parecían exigirla casi continuamente". Y retomando las también citadas del propio Felipe II cuando quería persuadir a los portugueses en 1580 debe quedar claro que se sabía perfectamente cómo "se pueden hacer muchas prevenciones de manera que, aunque sean siempre de un mismo dueño, no se junten los reinos, sino que estén apartados".
Si nos preguntamos por la naturaleza de esos medios que la Monarquía puso en práctica, hay que decir que no se basaban en la imposición de un modelo centralizador administrativista llevado a cabo por una plantilla de oficiales o burócratas dependientes de la Corona y distribuidos por todos los territorios, sino, por el contrario, en el mantenimiento de la estructura institucional y del régimen jurisdiccional que previamente ya tenía cada uno de los dominios de que se componía la Monarquía.
Los motivos para haber obrado así fueron varios. En primer lugar, por la sencilla razón de que los Austrias no contaban ni con los recursos necesarios ni con el personal de oficiales suficiente para garantizar universalmente este tipo de dominio. En segundo lugar, caso de que hubiera sido posible, porque nos encontramos todavía con una matriz explicativa del poder que no presupone ni exige su concentración en una única sede, la monárquica, sino que juega con la existencia de una constelación de poderes en el seno de una sociedad de estados (Ständische Gesselschaft). Seguiremos la obra de António Manuel Hespanha para la exposición de todo este punto.
La definición clásica de estado (stand, ceto, estat, estate, status) es la del historiador austriaco Otto Brunner, según la cual un estado es el conjunto de personas que, en función de una condición común a todas ellas, gozan de la misma posición en cuanto a derechos y deberes políticos y que, por el hecho de disfrutar conjuntamente tales derechos y deberes, crean y ponen en práctica formas de gestión comunitarias de su posición. A diferencia del mundo contemporáneo, en esta sociedad de estados, el poder -según la definición clásica de Max Weber, la capacidad legítima de coerción violenta- no se encontraba monopolizado en una única instancia -el Estado con mayúsculas-, sino que se hallaba repartido por los distintos estados. Sociedad y política, en suma, no correspondían a dos esferas separadas, donde lo social es el ámbito de lo individual, y lo político constituye el de los intereses generales y lo público.
De donde hay que arrancar para entender en sus justos términos esta situación es de la entonces imperante consideración teórica de la comunidad política (respublica) y que partía de que ésta no era un conjunto de individuos, sino la suma de cuerpos o estados diferentes. El orden interno de esa comunidad, su coherencia, pasaba por la armónica articulación de esas unidades menores en un conjunto general que, normalmente, encontraba su cabeza en un rey o príncipe que regía una comunidad asentada sobre un territorio determinado (reino, principado,...).
Cada uno de los cuerpos había nacido y existía para la realización de una función específica, u oficio, agrupando a todos aquellos que compartían dicha función. La división de estados se fundamentaba en la tradicional trinidad de órdenes que distinguía entre bellatores, oratores y laboratores, los que defienden, los que rezan y los que trabajan, pero a lo largo de la época moderna el convencionalismo que distinguía únicamente entre nobleza, clero y estado llano -a los últimos llamados pecheros, los que pagan impuestos- se fue complicando al abrirse paso nuevos grupos que, como los letrados, iban ganando en presencia e importancia.
Para el cumplimiento de este oficio o fin privativo, cada uno de los cuerpos estaba dotado de jurisdicción propia, es decir contaba legítimamente con su propio poder, su autonomía jurisdiccional para auto-organizarse y auto-regirse como tal estado. Dicha diferenciación se expresaba en una serie de derechos, deberes y privilegios específicos que componían el particular estatuto jurídico-político de cada cuerpo o estado.
Como las funciones que cabía cumplir en el seno de una comunidad no eran todas iguales, la coherencia de la sociedad se basaba en la desigualdad de los estados que la componían y que se traducía en el respeto a los diferentes estatutos jurídicopolíticos existentes. Por tanto, dentro de su lógica corporativa, en una sociedad de estados los individuos no eran todos iguales ante la ley, pues, por principio, no gozaban todos de los mismos derechos ni tampoco tenían idénticos deberes. Pero, además, como a esas funciones distintas no les era concedido el mismo valor e importancia, los estados iban ocupando un lugar de mayor a menor relevancia en una jerarquía social que, en consonancia con la idea general de la época, también lo era política.
El gran fin de la sociedad de estados no es otro que la perpetuación de ese orden desigual y jerárquico, pues el bien general de la comunidad nace del estricto cumplimiento de los estatutos de cada cuerpo que la constituyen. Sólo si cada estado cumple la función particular que le corresponde y para la que se le ha dotado de jurisdicción, podrá ser logrado el objetivo para que el que existen y al que han de servir las comunidades: el mantenimiento de la justicia, ideal máximo en el que se conjugaban lo judicial, lo social y lo político.
Así, la vida política de la Alta Edad Moderna estuvo dominada por un paradigma jurisdiccionalista en el que el reconocimiento de la pluralidad de jurisdicciones en un territorio se hallaba en la base misma del gobierno y constituía su guía. El garante máximo de la coherencia de la comunidad era la figura real, su imagen predilecta será la de un rey juez. En la sociedad de estados, al rey le está reservado un papel preeminente, superior en mucho a la condición de mero "primus inter pares", pero, eso sí, limitado, en primerísimo lugar, por el respeto a los estatutos de cada estado.
La función por la que existen los reyes, su oficio, es, primero, encarnar con su majestad la propia existencia de una comunidad; en segundo lugar, su instituto es velar porque se mantenga la justicia en el seno de la comunidad que rige. Teniendo en cuenta que la desigualdad jurídico-política es consustancial a la sociedad de estados, el rey no podrá gobernar conforme a su capricho o voluntad, sino que, en principio, ha de contentarse con cumplir y hacer cumplir los estatutos de privilegios y obligaciones de cada estado. Esto se traducirá en un gobierno en cuya práctica han de coparticipar los distintos cuerpos y estados que, recuérdese, existen para cumplir las específicas funciones que les están reservadas.
El neerlandés Joachim Hopperus redactó para Felipe II una Doctrina de un rey bueno y perfecto en la que podemos encontrar una breve exposición de la sociedad de estados y el lugar que en ella le estaba reservada al monarca. En el capítulo dedicado a Del oficio del rey, Hopperus empezaba por describir la comunidad política como si de un gran cuerpo humano se tratase: "Porque lo que en el hombre es la cabeza, en que están la prudencia y la justicia, es el rey o príncipe justo en la República. A quien sirven de orejas y ojos los consejeros y varios magistrados, así eclesiásticos como, seglares, y lo que al hombre es el corazón, en que está el ánimo y la ira, son los soldados de que usa el príncipe en la guerra y lo que, finalmente, en el hombre es el hígado, en que está la codicia y se cuecen los manjares y se engendra la sangre de que se sustenta y alimenta todo el cuerpo, son en la República los labradores y oficiales mecánicos, por quienes provee el rey las cosas que son necesarias para la vida".
Obsérvese cómo, de acuerdo con el tópico organicista del cuerpo político, este texto nos presenta distintas y variadas funciones que son satisfechas por distintos estados, reservándose al príncipe el oficio de ser su cabeza. Como en un cuerpo humano, todos los estados resultan imprescindibles para la perfección del conjunto, aunque, eso sí, unos son más importantes que otros porque cumplen funciones más relevantes. A continuación, Hopperus pasa a mostrar el paradigma jurisdiccionalista de una sociedad de estados, en la que: "Estando, pues, ordenadas de esta manera todas las cosas y haciendo el rey, y cada uno de los magistrados y demás órdenes y estados, lo que debe a su oficio, absteniéndose de las cosas que no están a su cargo, se dirá la justicia estar ya introducída en la República y tener con ella la misma proporción que tiene el alma con el cuerpo".
Por tanto, si el rey y cada uno de los estados cumplen todos lo que se debe a su oficio y se abstienen de entrar en las cosas que no están a su cargo reinará la justicia.
De esta manera, la sociedad de estados limitaba el campo de acción de los reyes, pudiendo ser definido su gobierno como una forma de dualismo político, tal y como lo hizo el jurista alemán Otto von Gierke. El rey sería uno de los polos de un gobierno dual establecido sobre un territorio determinado; el otro lo sería el reino.