Comentario
En la España de los Austrias, corte real significaba tanto un conjunto de personas como un específico lugar. Así, los criados, ministros y oficiales de la más variada condición que acompañaban al monarca y a la familia real para servir como parte de las distintas casas reales existentes o de la red de consejos y demás tribunales constituían la corte real. Pero ésta era también la concreta ciudad o villa donde el rey se asentaba con ese variopinto séquito de servidores. Sin embargo, no todos los sitios donde se hallaba la persona del monarca eran corte, porque se consideraba que ésta se había mudado a un nuevo lugar sólo si también se había trasladado allí el Sello Real o Sello de Corte.
En propiedad, la Monarquía Hispánica no tuvo ni podía tener capital, aunque, en sentido funcional, la corte castellana vino a cumplir ese papel metropolitano, teniendo en cuenta que la Corona de Castilla era la base principal de la Monarquía y, en consecuencia, el territorio donde los Austrias acabaron por asentarse definitivamente. Trasladándola desde Toledo, Felipe II fijó la residencia de su corte en Madrid en 1561 y en esta villa se mantuvo hasta comienzos del siglo XVII, cuando Felipe III la mudaría a Valladolid en lo que, en realidad, fue un regreso a la ciudad castellana que con frecuencia había sido elegida para albergar la corte durante la primera mitad del siglo XVI. El paso de una corte itinerante a una fija, aunque no permanente, se explica, en primer lugar, atendiendo a criterios de necesidad práctica.
Como se ha podido comprobar al hablar de la polisinodia, el aparato institucional de la Monarquía no dejó de crecer a medida que avanzaba el siglo. Igualmente, se fue incrementando el número de criados de las distintas casas reales (rey, reina, príncipe, infantas). Aparte de la dificultad que de por sí entrañaba el movimiento de tantas personas, el traslado de la corte suponía encontrar un lugar que reuniera buenas condiciones de salubridad, abastecimiento, defensa y comunicaciones y, además, que pudiera y estuviera dispuesto a aposentar ese tropel humano, porque la dignidad que reportaba la residencia real también llevaba aparejados muchos inconvenientes que no todos los concejos estuvieron dispuestos a aceptar. Como ha mostrado Alfredo Alvar, la elección de Madrid se hizo en atención a sus buenas condiciones y disposición para albergar a la corte.
Pero también hay que tener en cuenta criterios de orden no tan práctico y que tenían que ver con la propia persona real, quien, a fin de cuentas, era el elemento indispensable para la existencia de la corte. Entran en escena, así, las preferencias o aficiones reales y una particular idea de majestad.
De un lado, Madrid es elegido porque, además de contar con el Alcázar y la Casa de Campo, se encuentra rodeado de un extraordinario conjunto de casas reales (El Pardo, Balsaín, Aranjuez), al que se añadirá una pieza tan relevante como El Escorial, centro a su vez de sitios como El Quexigal, La Fresneda, Campillo, Monasterio o Casarás. De otro lado, se ha aducido el simbolismo central que la geografía concede a Madrid dentro de la Península -la mejor de las sedes para ese primer Rey Sol que fue el Prudente.
Si se quiere explicar el regio sedentarismo, tan sorprendente en comparación con las pautas marcadas por el Emperador, se ha de considerar, en primer lugar, la idea de reputación acuñada y buscada por Felipe II. Este ideal explica por qué se abandonó el modelo de activo y nómada Rey Guerrero que encarnó su padre.
Para Felipe II, si el rey se encontraba presente en el escenario mismo de los conflictos corría un riesgo cierto de caer en desreputación. Con sus propias palabras se lo representaba en 1586 a su hija Catalina Micaela, Duquesa de Saboya, aconsejándole que su marido Carlos Manuel no se dejase vencer por la tentación de acudir a la frontera saboyana: "... creed que me mueve mucho más lo que toca a su reputación (de Carlos Manuel), porque si se sale con el negocio se la dará tan grande hallarse él ausente como presente, y aún quizá mayor estando ausente, y si no se saliese con lo que se pretende, como podía ser, pues estas cosas están en las manos de Dios y no de los hombres, sería mucha más desreputación suya sin comparación hallarse presente, antes en este caso sería mucha; y estando ausente no sería ninguna".
Sin duda, esta idea de reputación guarda relación con que Felipe II no volviera a abandonar la Península Ibérica tras su vuelta de los Países Bajos en 1559, permaneciendo siempre en tierras de la Corona de Castilla salvo el trienio portugués (1581-1583) -el rey se aproximó apenas a la frontera de Badajoz hasta que la posesión del trono lusitano no estuvo asegurada- y las jornadas de cortes de 1585 (Aragón, Cataluña, Valencia) y 1592 (Navarra, Aragón).
En todos estos casos, Felipe II regresó a Madrid, de donde no se había mudado la corte y habían seguido funcionando los consejos. Ni siquiera la posibilidad de trasladar la corte a Lisboa, cuyo puerto mereció las alabanzas del propio rey, parece haberse contemplado como una verdadera opción, pues la mudanza suponía, no tanto cambiar el poblachón madrileño por la impresionante metrópoli lisboeta, como abandonar la residencia en la Corona de Castilla por Portugal, lo que, evidentemente, era impensable.
El establecimiento de la corte en Madrid durante cuatro décadas (1561-1601) no supuso una alteración en el esquema general de la Monarquía Hispánica, pues, como ya hemos explicado, ésta se hallaba preparada para resolver el problema de la no residencia del monarca conservando viva la memoria de los reinos en la corte. Si la Monarquía era un mosaico territorial, la corte de los Austrias se fue llenando de un buen número de sus naturales. Entre transeúntes temporales -se les llamaba andantes en corte- y residentes de los más variados orígenes geográficos, la corte se fue llenando de multitud de acentos dispares, hasta llegar a parecer, en opinión de Eugenio Salazar, una auténtica nueva Torre de Babel.
En su divertida Carta en que se trata de la corte, el Capitán Salazar aseguraba que se podían oír en sus calles saludos en una decena de lenguas distintas, desde el portugués y el italiano al francés y el alemán, pasando por el vascuence "agur jaunak" ("Agur xaona orduan çagoçala").
Algunas de las ideas clave para entender la corte de los Austrias Mayores se encuentran en la peculiar cultura cortesana que se fue desarrollando a lo largo del siglo XVI, una cultura que considera la corte, además de un lugar y un conjunto de personas, un ámbito moral y ético. En él, tras y junto al rey, el protagonismo corresponde a los caballeros y damas de la nobleza, estamento que define y se apropia de la corte como de su espacio privilegiado. A partir de este momento, cuando empleemos el término cortesano lo haremos para referirnos a este concreto y restringido sentido de corte como atributo de los nobles -definida antes como un lugar en que reside de asiento el monarca y el conjunto de personas que en su servicio lo siguen.
En su evolución, esta cultura cortesana, entendida por y para la nobleza palaciega, va dando cuenta de los muchos cambios que, de Carlos I a Felipe II, se producen en la concepción de la majestad y del oficio reales, así como de la creciente presencia de nuevos grupos que, como los letrados juristas, disputan a la nobleza el lugar preeminente junto al monarca, el disputado beneficio de su gracia y la dirección en las tareas de gobierno.
El gran objetivo cortesano de la privanza, expresado casi en su rudimentario sentido de privar estando físicamente al lado del Príncipe y desplazando a quien antes ocupase esa privilegiada posición. El siguiente paso sería hacerse no sólo con el lugar más próximo al rey, sino también con el primero de los lugares en su ánimo y voluntad.
Las carreras de algunos grandes cortesanos, como Ruy Gómez o Lerma, se sustentaron en la familiaridad alcanzada desde los tiempos en que sus futuros señores eran todavía mozos.
Aunque no se aspirase a la privanza, una constante de la vida palaciega fue la lucha abierta y dura por ocupar una posición que permitiera frecuentar o tratar de cerca a las personas reales. En el fondo, ese desaforado celo que los cortesanos mostraban porque se respetase el protocolo en las ceremonias de corte y que podía provocar graves estallidos de violencia cuando alguien intentaba ignorarlo, respondía a ese principio de asegurarse la cercanía regia. Por otra parte, cualquier alteración en el orden habitual de posiciones era rápidamente interpretado como una muestra de ascenso o caída en desgracia ante el rey.
Así, el embajador Johannes Dantiscus relató asombrado en una de sus cartas a la reina Bona Sforza de Polonia que en el bautismo del Príncipe Felipe, celebrado en Valladolid en la primavera de 1527, "hubo una rivalidad entre los padrinos por el puesto que debían ocupar, afirmando que el lugar que cada uno ocupa lo conserva a dentelladas". En esa misma carta, el enviado polaco ante Carlos I no dejaba de anotar que había podido ver al Emperador entrando a oír misa a una iglesia llevando a Alvaro de Zúñiga, Duque de Béjar, a su derecha, novedad que, a buen seguro, debía ser tenida muy en cuenta.
Camino predilecto de los cortesanos era hacerse con alguno de los cargos que se servían dentro de Palacio porque, como le recomendaba el Conde de Portalegre a su hijo Diogo en 1592, "tienen los príncipes mayor conocimiento de los que traen delante". En este sentido, los más apreciados eran los oficios de la Casa Real que garantizan la familiar proximidad con el monarca o, como decían los cortesanos, "tener entrada" con las personas reales. Cualquier innovación en el servicio de la Casa acabaría resultando de la mayor importancia.