Época: Austrias Mayores
Inicio: Año 1516
Fin: Año 1598

Antecedente:
El gobierno de la monarquía en los territorios

(C) Fernando Bouza



Comentario

En el Reino de Aragón es posible asistir al desarrollo de un proceso similar al portugués en el llamado Pleito del Lugarteniente o Virrey Extranjero que desembocará en las alteraciones aragonesas de 1591, en las que se entremezcla el célebre caso de Antonio Pérez y la Inquisición. También aquí con protestas iniciales por el nombramiento como virrey de Juan de Lanuza (1520-1535) en sustitución del arzobispo don Alonso de Aragón, que era hijo natural de Fernando el Católico, la pretensión real de poder designar a no naturales para ocuparse del virreinato fue considerada por la Diputación de Aragón un ataque a las libertades aragonesas. En su argumentación sale a relucir idéntica intención de convertir al "alter ego" del rey en un testigo del cumplimiento de los privilegios regnícolas.
El resultado final será el conocido: la entrada del ejército real al mando de Alonso de Vargas en Aragón en 1591 y la ejecución en Zaragoza del Justicia Mayor Juan de Lanuza, el Joven, que se había puesto al frente de los que se oponían a la invasión. Sin embargo, aunque Felipe II acabase imponiéndose mediante el recurso a la fuerza, es importante recordar que el Pleito del Virrey Extranjero fue, en su origen, precisamente eso, un pleito abierto en la Corte del Justicia a instancia real en 1587 para que "por justicia se declare no molestarme por los fueros y leyes de ese reino restringida la facultad que como rey y señor natural de él me pertenece de poner por mi lugarteniente general la persona que me pareciere más a propósito".

Se presentaba, pues, en principio como una disputa judicial sobre la interpretación de los fueros privativos, no sobre si Aragón tenía fueros o no. Sin embargo, en la España de los Austrias un conflicto jurisdiccional no era otra cosa que la más natural de las expresiones de un conflicto político, y en el Pleito aragonés una parte de las elites locales -con nobles tan importantes como el Duque de Villahermosa, Conde de Ribagorza- hizo suya la defensa de que no estaba entre las facultades del rey la de imponerle al reino un "alter ego" no natural.

La colaboración entre el Rey Católico y las elites de Aragón para el gobierno en ausencia del reino se había demostrado imposible y sus términos habían ido deteriorándose desde mediados del siglo. Como encontramos en un juicio general que se hizo del gobierno de Felipe II poco antes de su muerte en 1598: "Al reino de Aragón le deja reformadas sus leyes con yugo de guarnición en Zaragoza y otras partes, habiendo degollado a los que perturbaban la paz pública y la buena administración de la justicia y ha incorporado en su Corona Real el Maestrazgo de Montesa y el Condado de Ribagorza".

En las Cortes de Tarazona de 1592, inmediatamente después de las alteraciones, Felipe II no suprimió ni las instituciones privativas ni los fueros aragoneses, pero, en la práctica, creó un nuevo equilibrio entre rey y reino que, sin duda, le era mucho más favorable al Rey Católico que a los "meliores terrae" que, hasta entonces, habían hablado por el Reino de Aragón.

Los sucesos aragoneses no invalidan el principio general de que la colaboración con las elites territoriales era clave para arbitrar el gobierno práctico de los reinos que constituían la Monarquía Hispánica. Pero, sin embargo, habrá que tenerlos muy presentes porque prueban la capacidad de la Corona para adelantar posiciones en la tradicional relación rey-reino, cosa que, por otra parte, vino intentando a lo largo de todo el siglo.

La evolución política de la Monarquía Hispánica a lo largo del XVI tenderá a ir robusteciendo el poder monárquico, aunque sin romper el marco general de estructura particularista de reinos distintos y estados diferenciados. Podría decirse que la relación rey-reino sigue siendo dualista, pero que el papel real es cada vez más determinante mediante la redefinición de los términos que fijan su equilibrio con las elites territoriales y sociales.

Por la Corona pasarán desde la fundación de mayorazgos o la posibilidad de hipotecar una parte de los bienes vinculados, que tan importantes resultan para las estrategias familiares, a la provisión de encomiendas y de oficios cortesanos, que vendrán a aliviar la crisis que atraviesan las haciendas nobiliarias, pasando por el efectivo reforzamiento de las oligarquías locales mediante el sistema seguido para la recaudación de servicios o la sanción de los estatutos de limpieza de sangre en algunos regimientos.

En términos generales, conseguirá que sus intereses sean compartidos por las elites, cuyo futuro y fortuna dependen cada vez más del crédito que consiga mantener la Monarquía. Hay, y habrá, privilegios y señores, pero, paradójicamente, su preservación empezará a pasar por el incremento del poder regio.