Comentario
En la España de los Austrias se contó con una articulación del gobierno territorial que dividía los reinos particulares en distintas circunscripciones en atención a la administración de justicia, militar, fiscalidad, etc.
Así, Joseph Pérez señala que el Reino de Aragón se componía de dieciséis sobrecogidas o veredas, para la recaudación aduanera y fiscal, y seis juntos para la administración de justicia y gobierno. El de Valencia, a su vez, se dividía en cuatro gobernaciones, al frente de las que se encontraban los portant-veus que actuaban en nombre del virrey; y el Principado de Cataluña contaba con vegueries, regidas por un veguer reial del que podían depender algunos sots-veguers, y con batilies donde operaban los batlles.
En la Corona de Castilla, la instancia territorial de signo real más importante serán los corregimientos -68 al finalizar el siglo-, repartidos entre las tierras de realengo y las de órdenes militares. El corregidor castellano era definido por Jerónimo Castillo de Bobadilla en los siguientes términos: "...es un magistrado y oficio real que en los pueblos o provincias contiene en sí jurisdicción alta y baja, mero y mixto imperio, por el cual son despachados los negocios contenciosos, castigados los delitos y puestos en ejecución los actos. Trae vara en señal del señorío y cargo que ejerce: es el mayor después del Príncipe en la República que rige".
Por tanto, el corregidor actúa como delegado del rey en circunscripciones locales con preeminencia sobre los regimientos de los concejos que presidía. Sus atribuciones son muy amplias en lo judicial y lo gubernativo, encargándose de controlar la actuación de los regidores por medio de la fiscalización de las haciendas locales y la calidad de los abastecimientos, el control de los abusos, la policía, etc. Asimismo, tenía funciones de carácter militar y de mantenimiento del orden público y de la moralidad. Para el cumplimiento de sus competencias contaba con la ayuda de un teniente de corregidor, que solía ser letrado si el corregidor era caballero de capa y espada.
Las dimensiones de los corregimientos eran muy variables porque no respondían a una planificación homogénea, sino que unían los términos de distintas ciudades y villas -a un solo corregidor le correspondían Guadix, Baza, Almería, Vera, Purchena, Mojácar y otras tres villas, pero, en cambio, Vivero dispone del suyo propio- o, incluso, territorios enteros como Asturias o Vizcaya. Residía en la principal localidad de la circunscripción -así el del Principado de Asturias lo hacía en Oviedo y el de Vizcaya en Bilbao-, pero debía visitar el conjunto.
También eran muy variables las cantidades que percibían como salarios -en algunos casos, completadas con ayudas de costa-, que salían de las rentas municipales, elevándose en Sevilla, donde el corregidor recibía el nombre de Asistente, por encima de los tres mil ducados -con ayuda de costa de mil- y quedándose en Arévalo en apenas setecientos, según las cifras que ofrece Castillo en su Política de corregidores. Su nombramiento se decidía en el Consejo de Castilla, órgano con el que mantenían continua relación, y ocupaban el cargo durante tres años, al cabo de los cuales debían sufrir un juicio de residencia por el que se fiscalizaba su actuación al frente del corregimiento. La principal función de los corregidores era vincular la esfera local con la Corona, de un modo práctico -información, control de las oligarquías, defensa ante ellas de los intereses reales, etc.-, pero también simbólico y político. En la cita que antes tomábamos de la Política de Castillo de Bobadilla puede leerse que el cargo del corregidor "es el mayor después del Príncipe en la República que rige". Y lo que entendía por esa república nos lo dice el mismo Castillo con estas palabras: "Es un justo gobierno de muchas familias y lo común a ellas con superior autoridad". En suma, el corregidor relacionaba esa mínima unidad que era la familia con la Monarquía y lo hacía a través de su presencia en el concejo que no era otra cosa que "lo común a ellas".
Conviene señalar que en pocas ocasiones el peso de un texto de autoría individual es tan grande en el análisis histórico de una cuestión como lo es el que ha tenido la Política de Castillo de Bobadilla en el estudio de la figura del corregidor. Una obra extraordinaria, rica y útil que, en realidad, se eleva como uno de los primeros textos teóricos sobre el poder y la comunidad en el pensamiento político español. Su intencionalidad didáctica ha sido destacada por González Alonso, quien señala cómo el recurso al castellano, en vez de al latín, nació, precisamente, de esa voluntad de ser un instrumento práctico, aprovechando "a los curiosos de buena gobernación de sus repúblicas".
Hacia 1598, inmediatamente después de su publicación, un tal Licenciado Villa escribió a Diego Sarmiento de Acuña para pedirle prestada la segunda parte de la Política de Bobadilla, porque con su lectura quería "entretener algunos ratos de las largas tardes". No sabemos si Sarmiento llegó a remitírsela, pero él, que ocupaba entonces el corregimiento de Toro, contaba con aquel título en su biblioteca, lo que prueba la temprana difusión del tratado.
Para completar la semblanza que Castillo de Bobadilla hace del oficio del corregidor se ha recurrido a los papeles del Consejo de Castilla y a los fondos de archivos municipales, pero también se debería trabajar sobre la documentación personal de los corregidores, que en algún caso, como el de Sarmiento de Acuña, por fortuna se conserva. En ella, la presentación teórica de la Política no parece alejarse mucho de lo que fue el ejercicio práctico de un señor corregidor. En la administración de justicia, el corregidor actuaba como una segunda instancia de la primera de los alcaldes del concejo y de sus sentencias se podía apelar en chancillería y audiencia. Por encima de éstas, quedaba el Consejo de Castilla y la propia instancia real. Los monarcas ejercitaron con bastante frecuencia su derecho a perdonar en última instancia, sabiendo sacar todo el partido de esa condición de "deus ex machina" que actúa en último extremo. En este panorama judicial, recuérdese la existencia de justicias privativas (eclesiástica) y la entrada en el régimen señorial de atribuciones judiciales.
En la Corona de Castilla hubo dos grandes chancillerías, la de Valladolid y la de Granada, divididas en dos juzgados con distintas salas y compuestas por un Presidente, dieciséis oidores -para lo civil- y tres alcaldes del crimen -para lo criminal. Además de las chancillerías, se contó con distintas audiencias, que también eran tribunales superiores de apelación, en Sevilla (audiencia de grados), Galicia-La Coruña, cuyas apelaciones se enviaban a Valladolid, y Canarias, de donde se apelaba a Sevilla. En la corte real operaba una sala de alcaldes de casa y corte, con jurisdicción sobre las causas criminales de delitos cometidos en la corte (casos de corte), y que dependía del Consejo de Castilla. En la Corona de Aragón, existían Reales Audiencias en cada uno de los cuatro dominios (Zaragoza, Valencia, Barcelona, Mallorca) y eran presididas por los virreyes.
La chancillería de Valladolid era la más antigua, a la vez que prestigiosa, y su presidencia la ocuparon algunas figuras que estaban llamadas a pasar a la del Consejo de Castilla, como Fernando de Valdés o, ya en el XVII, Diego de Riaño y Gamboa. Asimismo, numerosos oidores acabaron su carrera como consejeros de Castilla o de otros órganos de la polisinodia hispánica. Después del Concilio de Trento, que obligaba a los obispos a residir en sus diócesis, hubo que poner fin a la práctica habitual de designar a prelados para presidir estos tribunales, pasando a ser definitivamente el campo de acción de los letrados, los juristas salidos de las universidades.