Época: Siglo de Oro
Inicio: Año 1519
Fin: Año 1648

Antecedente:
Los medios de difusión de la cultura

(C) Ricardo García Cárcel



Comentario

La alfabetización, desde la célebre encuesta Maggiolo realizada en 1877-1880, ha sido cuantificada a través de las firmas de los individuos. La validez del test de la firma ha sido objeto de un amplio debate entre los historiadores franceses. Yves Castan no ve en las firmas más que una producción funcional derivada de la práctica judicial, notarial y comercial, pero sin deducir una correlación con la alfabetización de la población. La seguridad y la elegancia del trazo no testimonian más que la frecuencia del ejercicio. Meyer y Schofield han disociado, por su parte, el aprendizaje de la lectura y de la escritura considerando que los firmantes serían menos numerosos que los que saben leer, pero más abundantes que los que saben escribir. Es significativo a este respecto que el curandero morisco Román Ramírez, que tenía una buena biblioteca, leyese con dificultad y no supiese escribir.
Las fuentes documentales para el estudio de la alfabetización en España en los siglos XVI y XVII son, como ha señalado Bennassar, de tres tipos: judiciales, fiscales y notariales. Entre las primeras, sobresalen especialmente los procesos inquisitoriales, de los que se han estudiado especialmente, a este respecto, los de Toledo y Córdoba. Las preguntas a los acusados son del más elevado interés, porque deben aclarar si saben leer y escribir, si tienen libros y cómo son las oraciones fundamentales.

Entre las fuentes fiscales, destaca el registro del donativo, un impuesto que incluía a la propia nobleza y que recogía, con la precisa mención de la contribución pagada por cada cabeza de familia, la firma, cuando sabían hacerla, lógicamente.

Las fuentes notariales, sobre todo los testamentos, permiten conocer los porcentajes de alfabetos en función de las firmas de los testadores. Aparte de los problemas de representatividad social de la documentación, en Cataluña, por ejemplo, la fuente plantea importantes limitaciones, como la no necesidad de autentificar con la firma la documentación notarial hasta la ordenanza de noviembre de 1736. En Cataluña, sólo, por lo tanto, puede cuantificarse la firma desde la segunda mitad del siglo XVIII.

Bennassar ha llevado a cabo una encuesta sobre la alfabetización que cubre Galicia, la zona cantábrica, Castilla la Vieja, la región de Toledo, la Alta Andalucía, Cádiz y Madrid. Sus conclusiones son optimistas, ya que homologan la situación cultural de España a la de los países de la Europa Occidental de su tiempo. El clero, desde luego, era un estamento cuyos miembros sabían leer y escribir en una proporción del 90 al 95 por ciento. Los hombres de la nobleza sabían leer en una proporción del 90 al 95 por ciento. Sus mujeres sabían leer en su mayoría, pero no escribir. Letrados y grandes comerciantes sabían leer y escribir en su totalidad: sus mujeres estaban alfabetizadas sólo parcialmente.

Artesanos, pequeños comerciantes y labradores sabían leer y escribir en proporciones que oscilan entre la tercera parte y la mitad. Los jornaleros y los peones serían casi todos analfabetos. La formación de los criados domésticos dependía naturalmente de la de sus amos.

Geográficamente es evidente una mayor alfabetización en las zonas urbanas que en las rurales. Los contrastes son muy grandes. En el siglo XVII los porcentajes más bajos los vemos en Huelva (13%), La Bañeza (19%), Medina Sidonia (19,6%); los más altos en Avila (52,4% cristianos, 64,3% moriscos), Madrid (45,3%), Santiago (52,5%), Badajoz (44,2%) y los intermedios de Toledo (39%), Córdoba (40%), Oviedo (30%) y Avilés (38,7%).

La cultura es esencialmente elitista: el clero, los ambientes de la nobleza, de la administración, de los grandes rangos y empleos, el ejército en sus grados superiores, saben leer y escribir. La frontera entre la alfabetización y el analfabetismo se sitúa en el mundo del pequeño comerciante, del tendero y del artesano.

¿Quiénes tenían libros en la sociedad española del siglo XVI? Los inventarios de bibliotecas han sido explotados últimamente por varios historiadores. Bennassar en sus exploraciones en el Valladolid del siglo XVI localizó 45 bibliotecas sobre 385 inventarios (el 11,7%). En Barcelona, según la tesis doctoral de M. Peña, el número de poseedores de libros asciende entre 1473 a 1600 al 16,69 por ciento (una media de libros por persona: 28,06) con un 30,9% de lectores y en 8,64% de lectoras. La media del número de libros va aumentando (hasta 1500: 15, 6; 150150: 21,9; 1551-1600: 35,2).

El mejor estudio es el de Philip Berger para la Valencia del siglo XVI. Gracias al peritaje de 1.849 inventarios, Berger ha podido establecer 577 hombres sobre 1.715 (el 33,6%), 125 mujeres sobre 774 (el 16,14%). Entre estos 577 hombres aparecen 97 artesanos y 88 comerciantes, lo que no es en modo alguno desdeñable. Sobre todo, el promedio de los libros poseídos aumenta regularmente, cualquiera que sea el grupo social considerado; por ejemplo, los artesanos que tienen libros poseen solamente 2,8 unidades como promedio de 1490 a 1518, pero el promedio sube a 5,1 unidades de 1519 a 1560.

La lectura es un hecho excepcional en Valencia en el trabajador manual (aunque existen excepciones), mientras que interesa a un individuo sobre tres en el sector terciario, a uno sobre dos en la nobleza y al menos a tres sobre cuatro entre los profesionales liberales y el clero. Los porcentajes de posesión de libros en España son homologables a los que conocemos para París (10% en el siglo XVI), Canterbury (10%), Amiens (20%) o Grenoble (18%), aunque son muy inferiores a los de las ciudades alemanas.

La introducción de la imprenta no supuso cambio sustancial en el volumen de lectores. Lo que cambió fue el numero de libros de las bibliotecas, mucho más que el número de lectores. Los comerciantes hasta 1502 tienen un promedio de 4,3 libros que sube hasta 6,3 de 1503 a 1560; los médicos y juristas, también hasta 1531, tienen 26 libros, que subirían a 53,5; y el clero, 19 antes de 1531, 50 de 1531 a 1560.

Las bibliotecas con más de 500 títulos fueron excepcionales. Incluso las de 50 libros pueden considerarse grandes. De los 31 inventarios de bibliotecas particulares de los que se hace eco Maxime Chevalier, de 1504 a 1660, sólo 8 contaron con más de 50 títulos. Destacan las del marqués de Zenete (631 títulos) en 1523, el duque de Calabria (795 en 1550), D. Juan de Ribera (1.990 en 1611), el inquisidor general Arce y Reinoso (3.880 en 1665), el condestable de Castilla, D. Juan de Fernández de Velasco, el médico Jerónimo de Alcalá Yáñez... Quizás la biblioteca más importante fue la del conde-duque de Olivares, con 2.700 libros impresos y 1.400 manuscritos. Bennassar estudió la biblioteca del profesor de filosofía de Valladolid, Pedro Enríquez, con 852 títulos. El pintor Velázquez tenía 154 libros en 1660; el inca Garcilaso de la Vega, 188 títulos; Idiáquez, el secretario de Felipe II, 496; Fernando de Rojas, el autor de La Celestina, 97; y la reina Isabel la Católica, 253 libros.

¿Qué leían los lectores del siglo XVI? La hegemonía del libro religioso es indiscutible. Bennassar, sin embargo, se ha esforzado en subrayar que los religiosos distan mucho de ser mayoría en algunas bibliotecas por él analizadas (el 25% en la biblioteca de Pedro Enríquez, el 11'1% en la del noble Francisco Idiáquez...), al mismo tiempo que ha destacado la importante presencia de las obras de derecho, historia y ciencias, lo que le ha llevado a insistir en el singular gusto humanista que demuestran muchas de estas bibliotecas. Naturalmente, las diferencias del gusto cultural de las diversas clases sociales son muy grandes.

¿Podemos deducir unas tendencias consumistas determinadas en la lectura del siglo XVI? Observaremos una inclinación hacia la medicina tradicional, con poca presencia de las obras más avanzadas. Sólo en el siglo XVII aparecen, y de modo muy escaso, Vesalio y Fracastoro. La filosofía presente es esencialmente escolástica con particular predominio de Aristóteles. Abunda el derecho canónico y civil, de todo tipo de corrientes, así como el derecho local. La literatura clásica griega (Homero, Sófocles, Heródoto, Platón, Diógenes, Esopo) y romana (Ovidio, Terencio, Juvenal, Catulo, Tibulo, Plauto, Virgilio) está muy representada. De la literatura catalana aparecen con cierta frecuencia Ausias March, Ramón Llull y Francesc Eiximenis. En los años finales del siglo XV y comienzos del siglo XVI se constata una tendencia al relevo de las bibliotecas de la literatura medieval por los exponentes de la penetración renacentista, aunque ciertamente la penetración de este influjo fue lento, más precoz en la Corona de Aragón que en Castilla. La literatura italiana cuenta con seguidores que leyeron abundantemente a Petrarca, Dante y Bocaccio. De la literatura española es visible en los inventarios la afición por la novela caballeresca. La novela y el teatro estarán muy presentes en los inventarios, sobre todo en el siglo XVII (Cervantes, Lope y Calderón). Domina, desde luego, el libro funcional: religioso para clérigos, jurídico para abogados y científico para médicos.

Pero las lecturas no se limitaban a los libros. El interés del público se dirigió, de modo especial, hacia los pliegos sueltos. El pliego suelto, compuesto por 2 ó 4 hojas, recoge aproximadamente hacia 1560 sobre todo romances, glosas de romances, canciones y villancicos. Desde dicha fecha, y a lo largo del siglo XVII, el pliego suelto se especializa como subliteratura, en buena parte vendida por ciegos y con relaciones de crímenes, milagros y sucesos, en general de carácter truculento, que en ocasiones lleva incluso a sus autores a tener conflicto con la ley. Como mencionan Pedro Cátedra y María Victoria López Vidrieres, este tipo de literatura planteó muchos quebraderos de cabeza a sus productores y censores por muy variadas razones. Por la invención infamatoria de sucesos, muertes o suerte infernal de personas recientemente fallecidas sufrieron prisión el inventor del infundio, el toledano medio ciego Mateo de Brizuela, y varios impresores castellanos y sevillanos que elaboraron el pliego, ahora perdido. Por imprimir coplas sobre la muerte en cadalso de nobles rebeldes sufrió prisión el vallisoletano Fernández de Córdoba.

Los grandes especialistas en esta materia son sin duda el ya desaparecido Rodríguez Moñino y la profesora María Cruz García de Enterría. Se trata de una literatura para masas, sin que ello presuponga sólo a los grupos inferiores; un género que proporciona una importante fuente de ingresos para la imprenta tradicional española, con una continuidad que alcanzará hasta principios de nuestro siglo. Los pliegos se nos presentan en grandes cantidades en los almacenes tipográficos del siglo XVI. La literatura ha recogido la figura entrañable del ciego ambulante de la difusión cultural del Antiguo Régimen (Lazarillo, Cervantes, Lope de Vega...).

Los pliegos sueltos tenían otras aplicaciones. Con harta frecuencia, eran textos para la lectura en escuelas públicas, costumbre mantenida hasta el siglo XVII. En 1775 el conde de Campomanes se lamentaba de esta utilización, sobre todo en el caso de aquellos pliegos que trataban de "romances de ajusticiados, porque producían en los rudos semillas de delinquir, de hacerse baladrones... cuyo daño traían asimismo los romances de los Doce pares de Francia y otras leyendas vanas".

La realidad de la existencia abundante de esta literatura popular nos obliga a reflexionar sobre las formas de la lectura en la España del Siglo de Oro, es decir, sobre la capacidad de acceso a los escritos por parte del conjunto de la sociedad. Nos aproxima al objetivo de detectar la lectura efectiva en el Antiguo Régimen.

En el acercamiento a la lectura a través de los inventarios debe tenerse siempre muy presente que éstos son sólo la constatación de aquello que se ha conservado al final de la vida y no lo que realmente se ha podido leer a lo largo de la misma. Como ha señalado Fernando Bouza, sin duda alguna la mayor dificultad que deben superar los historiadores de la lectura es la determinación del público real de los libros, es decir el público que en la práctica conoció las obras impresas o manuscritas, bien porque la leyera personalmente, bien porque la oyera leer.

Porque el libro se prestaba, se regalaba, se intercambiaba, incluso se alquilaba. Maxime Chevalier citaba un pasaje del Guzmán de Alfarache en que, a propósito del casamiento de un pícaro, se criticaba a las doncellas que "dejándose de vestir gastan sus dineros alquilando libros".

El libro se leía no sólo a nivel individual sino también público, colectivo, lo que definía también, como ha señalado Roger Chartier, estrategias tipográficas diferentes en torno al texto según fuera dirigido a una lectura silenciosa o colectiva, a un público cultivado o más popular (presencia mayor o menor de imágenes, resúmenes, etcétera).

En este sentido, resulta necesario realzar algunas puntualizaciones que permitan desterrar viejos tópicos establecidos sobre la cultura de nuestro Siglo de Oro y su relación con el mundo impreso. Primero, la época moderna forma parte de un largo proceso general de hibridación de formas orales-visuales-escritas que conducirá de una situación de alfabetización restringida -que había caracterizado a las sociedades antigua y medieval- a una situación de alfabetización de masas como la actual.

Ahora bien, esta visión progresiva y teleológica del proceso no nos puede hacer caer en la distorsión que considera, en aras del progreso, a la cultura oral -respecto a la cultura escrita- como inferior, conservadora o tradicionalista. Ni lo oral ni lo icónico-visual como formas de comunicación perdieron vigencia alguna durante la época moderna, y menos en el siglo XVI.

Segundo, el empleo de estas formas plurales (visuales, orales y escritas) de difusión cultural no permite clasificaciones sociales. De ellas hizo un uso tan frecuente tanto la cultura popular de los iletrados, como la llamada cultura de las elites o minoría letrada.

Hoy es evidente que las formas de expresión oral e icónico-visual durante los siglos XV al XVII no estuvieron en retroceso, sino en pleno auge. Un caso típico de lectura colectiva aparece descrito en un famoso pasaje de Don Quijote (1, 31), aquel en el que Palomeque cuenta que durante la cosecha algún segador de los que pasan los días de fiesta en su venta "coge uno de estos libros en las manos, y rodéamonos de él más de treinta y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas". Incluso, apunta Roger Chartier acerca de este episodio, parece que Cervantes jugaba con la posibilidad de que su Don Quijote se conociera siendo oído, por lo que el propio Cervantes -o su editor- habría diseñado capítulos breves; así un capítulo de la segunda parte, el sexagésimo sexto, se titula que trato de lo que verá el que lo leyere o lo oirá el que lo escuchore leer.

Sin duda, son numerosos los ejemplos y testimonios acerca de la realidad cotidiana de este tipo de lectura en voz alta. Esta lectura en voz alta ha venido a romper otro postulado que, asimismo, estaba bien establecido en la tradición de la historia cultural europea: la igualdad entre alfabetización y acceso a la lectura. Casos como el citado de la venta cervantina prueban que no saber leer no suponía quedar fuera del alcance de la lectura y de los libros, aunque a una y a otros se llegara por vías diferentes.

El consumo oral del texto escrito se prolongó mucho más allá de los inicios de la imprenta y de la difusión masiva del libro, y de ello encontramos reflejo no sólo en los testimonios literarios sino también en los registros inquisitoriales. Cuando hacia 1600 los legajos de la Inquisición que registran el caso del morisco Román Ramírez dicen reiteradamente que éste leía de memoria libros de caballerías, están aludiendo a una recitación oral sin ningún texto de por medio. Ello revela la importancia que esta cultura dio al tema de la memoria.

Todavía es frecuente encontrar opúsculos del Siglo de Oro con títulos de Cómo mejorar tu memoria; y editores como Timoneda en el siglo XVI editaron narraciones breves, cuentos, fábulas o consejas, mezcla de relato y de mímica que arrancaba de más atrás, con la expresa finalidad de contribuir a mejorar la calidad y la cantidad de esa tradición oral. Los cuentos se publicaban para ser memorizados y luego repetidos en las conversaciones. La transmisión de la literatura a través de la voz (lecturas públicas, teatro, etc...) desempeñó, pues, un papel de primer orden.