Comentario
Los diversos gobiernos practicaron una política de fomento de la economía hispana. Para conseguir la felicidad material de los súbditos y resituar a España en el concierto internacional, era preciso aumentar las fuerzas productivas de la Monarquía. Política exterior e interior eran en realidad dos caras de la misma moneda. Una buena posición entre las potencias europeas salvaguardaba las colonias americanas facilitando la capacidad de comerciar y el desarrollo económico del país. Un país con mayores posibilidades de producir y comerciar podía generar mayores recursos para la hacienda pública susceptibles de ser invertidos en los barcos, los ejércitos y los diplomáticos que debían asegurar la presencia internacional. La economía se convirtió, pues, en una pieza básica del programa de reformas que bastantes políticos e intelectuales españoles abanderaron.
Pero si los objetivos eran fáciles de trazar, los medios para conseguirlos resultaron complejos y difíciles de articular. Para defender las colonias americanas era menester construir una potente flota, para mantener los dominios italianos era preciso dotar adecuadamente al ejército. Ahora bien, con recursos escasos en una hacienda siempre deficitaria y con un sistema fiscal que ya no podía exigir más a los pecheros, los recursos destinados a las fuerzas armadas dejaban de invertirse en la creación o mejora de la infraestructura material y del fomento económico interior. La solución a esta disyuntiva no era fácil, dado que los cambios debían hacerse sin alterar esencialmente la estructura social ni el edificio político absolutista que sostenía a la Monarquía.
En este dilema, las autoridades reformistas optaron casi siempre por la vía de lo cuantitativo y no de lo cualitativo, de buscar el crecimiento rápido de las variables económicas sin atender demasiado a las formas del desarrollo, por la solución técnica antes que por la política. Casi siempre lo más importante fue obtener rápidamente recursos suficientes para seguir manteniendo la maquinaria del Estado y para hacer frente a los dictados de la política exterior con América como telón de fondo. Y más que inversión real y efectiva de dinero contante y sonante para el fomento económico (el escaso numerario se dedicó a la política exterior, lo que no dejaba de ser una inversión indirecta en la economía), los gobiernos reformistas confiaron en la posibilidad de transformación gradual de la economía española a través de la promulgación de leyes (decretos, cédulas, órdenes). Leyes justas y precisas amparadas por el rey y ejecutadas prestamente por un cuerpo político y un cuerpo burocrático que debía perfeccionarse.
Esta práctica legalista significaba que para los gobernantes del siglo lo correcto y pertinente era que la sociedad accionase sus recursos y que el Estado se limitase a regularlos bajo la sabia batuta de la razón aplicada. La realidad mostró con toda crudeza su mayor complejidad. La economía española no obedecía a esquemas mecanicistas que creían poder poner en funcionamiento unos mundos estamentales y corporativos que resultaban en la práctica cuasi inmutables. Con todo, no puede negarse que los diferentes equipos ministeriales pusieron una gran pasión en la tarea de incentivar la economía española para ponerla al día respecto a lo que estaba sucediendo en otros países europeos (Holanda, Inglaterra o Francia) y que algunos logros deben ser destacados, sobre todo por sus consecuencias de futuro.