Época: España de los Borbones
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1808

Antecedente:
El nuevo estado borbónico

(C) Roberto Fernández



Comentario

La esencia de lo que había que hacer se resume en un objetivo común: la reforma de España. La mayoría de los ilustrados eran buenos cristianos y fervientes monárquicos que no tenían nada de subversivos ni revolucionarios en el sentido actual del término. Eran, eso sí, decididos partidarios de cambios pacíficos y graduales que afectarán a todos los ámbitos de la vida nacional sin alterar en esencia el orden social y político vigente. Es decir, reformar las deficiencias para poner España al día y en pie de competencia con las principales potencias europeas manteniendo las bases de un sistema al que no consideraban intrínsecamente malo.
Los pilares de la reforma iban a ser básicamente los mismos a lo largo del siglo. Primero: replantear con mayor modestia y realismo la política exterior, dedicando especial atención al continente americano, aunque sin acabar de olvidar las apetencias por ser una gran potencia internacional. Segundo: modificar la naturaleza política del Estado mediante la utilización de los mecanismos de la uniformidad legal y la centralización del poder dispuestos para facilitar la creación de una administración más barata y eficaz puesta al servicio de la causa reformadora. Tercero: fomentar la economía nacional a través de políticas inspiradas, básica aunque no exclusivamente, en la doctrina mercantilista en sus diversas vertientes; un fomento de las fuerzas productivas que debía hacerse con la iniciativa privada y el amparo estatal para conseguir un país rico que pudiera competir en el concierto económico y político mundial. Cuarto: regenerar la sociedad propagando una actitud favorable hacia el trabajo y la inversión, misión que podría realizarse principalmente con un nuevo comportamiento de las clases privilegiadas y con la creación de una amplia mesocracia rural y urbana. Y quinto: actualizar los conocimientos científicos y la cultura en general, poniendo un gran énfasis en la divulgación de las nuevas ideas y los inventos útiles, tareas que se encomendaron a la educación y a numerosas instituciones estatales o paraestatales. Un programa, desde luego, de carácter eminentemente práctico y racionalista aunque inspirado en un profundo sentido ético centrado en la búsqueda de la felicidad y el bien común.

Y todo ello debía realizarse a partir de un poder real reforzado que pudiera convertirse en el primer y más respetado agente de los cambios a realizar. Un rey que fuera el gran timón capaz de llevar a buen puerto en España las nuevas ideas ilustradas que los filósofos estaban propagando por toda Europa. Y si el primer reformador debía ser el rey, era lógico que las demás instituciones del Estado no ocasionaran un debilitamiento de su potestad, es decir que su autoridad fuera incontestada. Las Cortes debían supeditarse al monarca, las viejas instituciones forales tenían que desaparecer, la Iglesia debía olvidar su obediencia a Roma en las cuestiones terrenales. En una palabra, el absolutismo ilustrado de inspiración francesa y que en el continente tantos adeptos iba a tener, era la mejor solución para la decaída España.

Alrededor de la propuesta del absolutismo reformista el país se apasionó políticamente y se dividió. Unos la creían la panacea para remediar todos los males y emplearon su vida en una cruzada nacional para conseguir la regeneración y modernización del país (reformistas); otros estaban interesadamente convencidos de que ocasionaría todos los males de la patria y fueron los adalides de un contumaz misoneísmo (conservadores); y conforme avanzaba el siglo, algunos la fueron considerando insuficiente por exceso de moderación o por contradictoria (liberales). Bastantes españoles, sin embargo, anduvieron por el camino de la indiferencia ante unas reformas que no apreciaron que pudieran mejorar sustancialmente sus formas de vida.

En términos globales, las realizaciones a medio conseguir resultaron una tónica demasiado habitual. Unas veces por la resistencia de los poderosos, otras por la indiferencia de las clases populares, las más por la propia obsesión reformista de hacer las cosas sin alterar la estabilidad política y la gobernabilidad. La labor desde luego no iba a ser fácil. El país era un barco en travesía que cabía arreglar sin posibilidades de llevarlo a puerto; las cosas que en el viejo bajel no funcionaban debían cambiarse sobre la marcha y sin alterar lo esencial de su armadura y sin dejar de navegar. Una cosa eran los ideales y otra las políticas.