Comentario
Existe una cultura oficial dirigida desde el poder, que en una continua relación dialéctica acoge iniciativas espontáneas o impone proyectos propios que han de ser asumidos por el conjunto de la sociedad. Esta intercomunicación precede al advenimiento de la dinastía borbónica y del sistema político del Despotismo Ilustrado, pues no en vano los fermentos de renovación cultural de finales del siglo XVII, durante el reinado de Carlos II (primeras obras publicadas por los novatores, tertulia sevillana del médico Juan Muñoz Peralta, trabajo bibliográfico de Nicolás Antonio), coinciden con la política regeneracionista llevada a cabo desde el gobierno (intervención en Hacienda de Medinaceli y Oropesa, devaluación monetaria de 1680, modestas medidas de fomento económico, acción política de Juan José de Austria y el marqués de los Vélez), poniendo de relieve la profunda identificación entre reforma cultural y reforma política.
Un ejemplo de esta colaboración y de esta continuidad puede serlo la Regia Sociedad de Medicina y Ciencias de Sevilla, surgida de la tertulia mantenida en casa de Muñoz Peralta entre diversos médicos, que obtendría su reconocimiento oficial por cédula de Carlos II, que vería revalidado el favor regio por nueva cédula extendida por Felipe V y que sería protegida por el doctor José Cervi, médico italiano del séquito de Isabel Farnesio, en un caso sobresaliente de perduración por encima de los avatares políticos.
Sin la precocidad de esta primera sociedad erudita, un proceso parecido siguió la creación de la mayor parte de las Academias, uno de los instrumentos más característicos de la acción del Despotismo Ilustrado en el ámbito cultural. Las Academias nacen en general bajo el impulso de la iniciativa particular antes de ser sancionadas por la autoridad regia o antes de constituirse en organismos directamente dependientes de los ministros de la Corona.
Así sucede con las Academias centrales enclavadas en Madrid, como la Real Academia Española de la Lengua, que procede de una tertulia privada auspiciada por Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena, y que se convierte en organismo oficial en 1713, recibiendo al año siguiente su aprobación definitiva. Su cometido se define con nitidez: "El fin principal era y es el de cultivar y fijar la pureza y elegancia de la lengua española, desterrando todos los errores, que en sus vocablos, en sus modos de hablar o en su construcción han introducido la ignorancia, la vana afectación, el descuido y la demasiada libertad en innovar..." Y para cumplir sus objetivos, los académicos pasan a publicar el Diccionario de Autoridades (1726-1739), la Ortografía (1741), la Gramática (1771) y el Diccionario usual (1780).
Caminos similares se descubren para las restantes instituciones del mismo tipo: la Academia de la Historia (1735-1738), la Academia de Jurisprudencia de Santa Bárbara (1739), la Academia de Bellas Artes de San Fernando (1744, con estatutos definitivos en 1757). Las raíces del movimiento académico, que también se dio fuera de la Corte y que pudo haber tenido su culminación en el proyecto fallido de creación de una Real Academia de Ciencias, Artes y Letras, concebido por Ignacio de Luzán en 1750-1751, hay que buscarlas en el florecimiento de instituciones semejantes en la Europa de la revolución científica y, más aún, en la Francia de Luis XIV, ya que su creación responde al propósito de la Monarquía de difundir la opinión oficial en los distintos ámbitos de la actividad cultural y de introducir en este terreno su afán de centralización y uniformización, mediante la tarea normativa llevada a cabo por los académicos.