Época: Ilustración española
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1800

Antecedente:
El programa ilustrado de modernización

(C) Carlos Martínez Shaw



Comentario

La literatura del Siglo de Oro mantuvo su prestigio entre los escritores españoles a lo largo de la primera Ilustración, tanto en el terreno de la poesía, donde siguieron imperando los seguidores de la manera gongorina, como en el de la novela, donde el Quijote continuó siendo lectura favorita de todas las clases sociales alfabetizadas, como en el del teatro, donde se mantuvo el aprecio por la obra de Calderón. Sin embargo, el avance del pensamiento ilustrado fue cuestionando esa literatura heredada y poniendo en circulación una producción más acorde con la ideología de los nuevos tiempos, tal como se manifestaba en las tertulias y los cenáculos poéticos organizados en las principales ciudades de la geografía española. Los nuevos rumbos del pensamiento y la nueva sensibilidad artística fueron generando la aparición de géneros literarios inéditos o poco cultivados hasta entonces, que sin duda son los más significativos del siglo: el ensayo, la comedia en prosa, el informe, el libro de viajes, el diario íntimo y el género epistolar. En ellos se vierten las pasiones intelectuales de la época: el afán didáctico, la exigencia moral, el espíritu crítico, el sentimiento patriótico, la voluntad reformista, que definen una nueva intencionalidad de la literatura y una nueva función social del arte. Más adelante, este movimiento espontáneo, encaminado hacia nuevas formas y nuevos contenidos se verá abocado a una más rígida normativización a partir de la teoría estética neoclásica elaborada por Ignacio de Luzán y aceptada por muchos de los escritores de la época, amantes de la medida y el orden y convencidos de la fundamental finalidad utilitaria de la labor creativa, aunque como siempre los moldes de los preceptistas no podrán contener la libertad intelectual.
La primera obra literaria de peso del Setecientos se relaciona todavía con la tradición barroca. Diego de Torres Villarroel es, en efecto, un rezagado imitador de Quevedo, que prolonga el estilo burlesco del siglo XVII en sus memorias noveladas, impresas bajo el largo título de Vida, ascendencia, crianza y auenturas de don Diego de Torres de Villarroel (1743-1748), y que publica otros escritos de carácter no menos extravagante que su biografía, singularmente los pronósticos en verso incluidos en sus almanaques populares, de extraordinaria celebridad.

Contemporáneo de esta figura solitaria es el padre Benito Jerónimo Feijoo, que a sus muchos méritos ya señalados une el de la creación del ensayo moderno en sus recopilaciones ya mencionadas del Teatro crítico universal y las Cartas eruditas y curiosas, cuyo ameno estilo, más que su profundidad científica, explica el papel excepcional del fraile benedictino en la divulgación del espíritu ilustrado.

El ensayo es la forma utilizada asimismo por otros autores como Jovellanos, pero sobre todo por el más importante cultivador del género, José Cadalso (1741-1782), educado por los jesuitas en sus colegios de Cádiz, París y Madrid antes de abrazar la carrera de las armas que compaginó con una intensa vida cultural, hasta su muerte en la campaña de Gibraltar en 1782. De su extensa publicística, la historia de la literatura retiene tres títulos principales: Los eruditos a la violeta (1772), que es una sátira contra la pedantería y el diletantismo imperante en algunos medios bajo la influencia de ciertas modas culturales; las Noches lúgubres (1792), que revela la influencia de la poesía de Young y es una macabra historia de amor vagamente autobiográfica que ejercerá influjo en la concreción del espíritu romántico; y las Cartas marruecas (1789), es un ejercicio de crítica social en la línea del pensamiento ilustrado maduro directamente inspirado en la obra de Montesquieu. La narrativa puede cerrarse con Fray Gerundio de Campazas, del padre José Francisco de Isla, divertida sátira contra determinados excesos de la vida religiosa española y, en especial, de la oratoria sagrada heredada del barroco.

La poesía siguió siendo un género profusamente cultivado en dos líneas divergentes que, sin embargo, no aparecían como contradictorias a los ojos de los contemporáneos: la poesía lírica de tema amoroso o anacreóntico y la poesía filosófica de intención moral o patriótica. El grupo madrileño contó con la figura de Nicolás Fernández de Moratín, poeta fundamentalmente lírico, que dejó constancia de su amor a la tauromaquia en algunas de sus más bellas y populares creaciones, como son su Fiesta de toros en Madrid (Madrid, castillo famoso) y su Oda a Pedro Romero, torero insigne. Contertulios suyos de la fonda de San Sebastián fueron los dos grandes fabulistas del período, Tomás de Iriarte y Félix María de Samaniego. El primero, nacido en Canarias y educado en Madrid junto a su tío Juan de Iriarte, publicaría, además de algunas piezas dramáticas de crítica costumbrista, sus famosas Fábulas literarios (1782), que a través de sencillas parábolas (El burro flautista, Los dos conejos) constituyen un verdadero tratado de preceptiva literaria. El segundo, riojano y sobrino del conde de Peñaflorida, se distinguiría por sus sátiras y parodias dirigidas contra sus enemigos literarios y, sobre todo, por sus Fábulas morales (1781), que, inspiradas en Fedro o en La Fontaine, se harían, a pesar de su prosaísmo, rápidamente populares (La zorra y el busto, El parto de los montes), cumpliendo así su fin de ofrecerse como una incitación a la virtud y a la corrección de los vicios juveniles.

El círculo poético salmantino fue sin duda el más brillante y el más representativo de la Ilustración. A él puede considerarse adscrito Jovellanos, que trató de marcar los rumbos literarios a sus componentes mediante la Epístola a sus amigos de Salamanca (que tiene su paralelo en otra Epístola a sus amigos de Sevilla), al tiempo que daba ejemplo componiendo sus poesías morales, entre las que destacan sus dos Sátiras a Arnesto, dedicadas a combatir la corrupción de costumbres y a clamar por la educación de la aristocracia. También Juan Meléndez Valdés (1754-1817), el mejor de los ingenios del grupo, cultivó bajo el influjo de Pope la poesía filosófica, como en La gloria de las artes, pero al mismo tiempo su delicada inspiración produjo numerosos poemas líricos, anacreónticos y amorosos, bajo la forma de églogas, romances o letrillas: sus Poesías (1785), varias veces reeditadas, incluyen algunas de las piezas más populares de la literatura castellana de la época, como la letrilla La flor del Zurguén o los romances Rosana en los fuegos (Del sol llevaba la lumbre,/ y la alegría del alba,/ en sus celestiales ojos/la hermosísima Rosana) y A Dorila (¡Cómo se van las horas,/ y tras ellos los días/ y los floridos años de nuestra frágil vida!).

La segunda generación salmantina marca ya la transición a la literatura prerromántica. Su figura señera es Manuel José Quintana (1772-1857), preceptista, historiador, antólogo, poeta de variada musa, que le lleva de la oda patriótica (A la paz entre España y Francia, Al combate de Trafalgar) hasta la exaltación de la naturaleza (Al mar) o a la celebración de los grandes momentos del progreso de la Humanidad (A la invención de la imprenta). Nicasio Álvarez Cienfuegos fue ya un prerromántico, cultivador de una poesía sentimental (como La escuela del sepulcro), pero sin abandonar la poesía filosófica en la línea ilustrada, como la escrita En alabanza de un carpintero llamado Alfonso. Cierra la nómina Juan Nicasio Gallego, que, aunque desarrolla su obra poética ya en el siglo XIX, puede ser recordado aquí por sus elegías prerrománticas y sus traducciones osiánicas, pero, sobre todo, por sus composiciones patrióticas, como las dedicadas a La defensa de Buenos Aires y El Dos de Mayo (1808).

La última escuela poética del Setecientos fue la constituida tardíamente en Sevilla y que despliega su actividad hasta bien entrado el siglo XIX. Analizada ya su composición y su significado, merecen destacarse algunos nombres por su contribución a la lírica de las postrimerías de la época ilustrada. Así, Manuel María Arjona combinó el espíritu lírico con la intención filosófica en obras como Las ruinas de Roma, mientras Félix María Reinoso imitaba modelos clásicos en su poema de tema bíblico La inocencia perdida y Manuel María del Mármol resucitaba las formas del romancero en obras como Tarfira, sobre la defensa musulmana de Sevilla. Alberto Lista publicará su poesía filosófica, influida por Pope ya en la centuria siguiente, mientras José María Blanco White (1775-1841), el más inspirado del grupo, librará también en el nuevo siglo lo mejor de su literatura, sus poesías escritas en español (morales como El triunfo de la beneficiencia, o líricas como Los placeres del entusiasmo) o en inglés (su mejor composición Mysterious night), y su obra maestra, el espléndido fresco sobre la España que ya había desaparecido, las famosas Letters from Spain, publicadas en 1822.

El teatro fue uno de los grandes vehículos de difusión cultural de la época, defendido por los ilustrados y atacado por la oposición conservadora. De acuerdo con René Andioc, durante la primera mitad del siglo, los gustos del público siguieron imponiendo las llamadas comedias de teatro, donde predominaba la acción y el espectáculo de tramoya sobre el contenido, que privilegiaba la temática militar, heroica o mágica, tal como se comprueba, en los mejores ejemplos, en El anillo de Giges, de José de Cañizares, o en El mágico de Astracán, de Antonio Valladares y Sotomayor. Poco a poco, sin embargo, los ilustrados consiguieron arrinconar este teatro de escasísimo interés literario, progresivamente sustituido por la comedia lacrimosa, que deja de expresarse en verso para servir mejor a sus fines didácticos de crítica social. Ejemplos de este teatro de costumbres son obras como las de Jovellanos (El delincuente honrado), de Tomás de Iriarte (El señorito mimado, La señorita malcriada) o Cándido María Trigueros (El precípitado, Los menestrales), todas ellas de intención moralizante y de acceso difícil para los grupos populares, como también lo eran las tragedias de corte clásico y tema generalmente histórico, entre las que destaca, por su briosa y poco contenida inspiración, la Raquel (1775), del extremadamente conservador Vicente García de la Huerta. El público se identificó mucho más con las producciones del renovado género del sainete, que desarrollaba en tono ligero escenas de la vida cotidiana de las clases populares y que tuvo sus máximos cultivadores en el madrileño Ramón de la Cruz, autor de numerosas piezas, como Las castañeras picadas, La pradera de San Isidro o El fandango del candil, y en el gaditano Juan Ignacio González del Castillo, autor de obritas de ambiente local, como El café de Cádiz o La feria del Puerto.

Pero sin duda el gran dramaturgo de la época fue el madrileño Leandro Fernández de Moratín (1760-1828), asiduo de las tertulias literarias, secretario de Cabarrús, protegido de Godoy, bibliotecario mayor de José Bonaparte y exiliado en Montpellier, Burdeos y París, que llevó a su más alto grado la comedia de costumbres con sus dos obras maestras: La comedia nueva o el café (1792), sátira literaria contra las comedias disparatadas que todavía se representaban en su tiempo, y El sí de las niñas (1806), un alegato feminista en reivindicación del derecho de las jóvenes a seguir los dictados del corazón frente a las imposiciones de sus padres en la elección de esposo, que denota ya la aparición de una nueva sensibilidad en la sociedad española.

En definitiva, la literatura española del siglo XVIII no alcanzó la altura de las creaciones propias del Siglo de Oro, presentando por el contrario muchos rasgos originales, patentes en la renovación de diversos géneros literarios, en la intención crítica y moralizante de buena parte de su producción y en la perfecta inserción del grueso de sus obras en la campaña reformista de la Ilustración, que por otra parte, pese a algunos alegatos en defensa de otras lenguas hispánicas, se expresó esencialmente en castellano, de acuerdo con la tendencia uniformizadora consustancial a la ideología de las Luces.