Época: Ilustración española
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1800

Antecedente:
El programa ilustrado de modernización

(C) Carlos Martínez Shaw



Comentario

El afán ilustrado de reforma y de modernización alcanzó también a la Iglesia española. Los partidarios de introducir elementos de racionalización en las estructuras eclesiásticas y de promover una depuración del sentimiento y de la práctica religiosa en el seno del catolicismo español fueron llamados jansenistas, término que, aplicado en este caso, poco tiene que ver con la acepción dogmática relativa a los postulados contenidos en la obra de Jansenio y condenados por la Iglesia, a no ser en lo que se refiere a la exigencia de un mayor rigorismo moral y de una mayor interiorización de la vivencia religiosa. Frente a Emile Appolis, que defendía la existencia de un tercer partido situado entre las posiciones ideológicas tradicionales y las declaradamente jansenistas y caracterizado por su voluntad reformista de inspiración meramente jansenizante, la realidad no avala tales distinciones y señala a los jansenistas españoles como la vanguardia reformista del catolicismo ilustrado. El contenido doctrinal del jansenismo hispano incluye algunos elementos de revisión dogmática (que patentizan la herencia erasmista presente en la literatura piadosa clásica), pero se define sobre todo por el regalismo, el episcopalismo y la reforma institucional y disciplinar. Estos fermentos de renovación no invalidan en absoluto, sino que refuerzan sin duda el profundo carácter católico del movimiento, que aparece como la encarnación de la Ilustración cristiana, que se propone la perfecta conciliación entre las verdades dogmáticas, aseveradas por la fe y la revelación, y los conocimientos nuevos que se abren al hombre moderno, avalados por la razón o la observación de la naturaleza, y que está íntimamente convencida de la compatibilidad entre la piedad y las Luces.
Uno de los componentes del jansenismo hispano es el regalismo, es decir, el reconocimiento del derecho y la conveniencia de la intervención del poder político en el ámbito eclesiástico. Esta tradición intervencionista, arraigada en la práctica de la Monarquía española desde los albores de la constitución del Estado moderno, encontró una formulación teórica tajante desde los primeros años de la entronización de la nueva dinastía, gracias al famoso Pedimento redactado por Melchor de Macanaz, que constituye un verdadero tratado de regalismo para uso del joven Felipe V y que valió al autor la persecución eclesiástica y uno de los más notables empapelamientos de la época moderna. La práctica regalista no es tema a desarrollar con detalle, aunque también en este caso las medidas políticas estuvieron muy relacionadas con un estado de opinión creado a partir de la producción teórica. El Concordato de 1753, el régimen de exequatur, la imposición de la voluntad real en el caso Noris (cuando el rey respaldó frente a Roma la decisión inquisitorial de incluir su obra en el Índice), la propia limitación de los poderes del Santo Oficio por parte del soberano (como puso de manifiesto el caso Mésenguy, cuando el Inquisidor General se atrevió a condenar el catecismo del abate francés en contra del deseo expreso del monarca) y la expulsión de los jesuitas (considerados los depositarios de la intransigencia ultramontana), todas ellas son decisiones de la Corona que encontraron eco favorable cuando no incitación directa en los medios ilustrados.

Del mismo modo, el episcopalismo puede ser considerado como la vertiente espiritual del Despotismo Ilustrado, por cuanto delega en el obispo, monarca absoluto de su diócesis, como por otra parte había pretendido el contrarreformismo tridentino, la responsabilidad de la reforma en su área de jurisdicción. En este terreno, el hecho más resonante fue el impropiamente llamado cisma de Urquijo, que no fue en realidad sino la devolución provisional al episcopado español de algunas atribuciones históricas que habían pasado a Roma, como era la facultad de otorgar dispensas matrimoniales, en un momento en que la administración pontificia se hallaba paralizada por la invasión napoleónica. Flor de un día, la medida de Urquijo, que sería defendida por el jansenista Antonio Tavira, a la sazón obispo de Salamanca, como un instrumento para el retorno a la prístina pureza de la Iglesia, revelaba los efectos de la difusión en España de obras como las de Van Espen, el famoso episcopalista holandés, o de documentos como los elaborados por el sínodo de Pistoia (1786) o como la Constitución Civil del Clero promulgada por la Francia revolucionaria.

El jansenismo tuvo también una dimensión espiritual y dogmática, que se reclamaba asimismo de una lejana tradición. Por un lado, los ilustrados encontraron en las posiciones erasmistas presentes en la literatura religiosa española del Siglo de Oro un manantial inagotable de inspiración, de donde el interés en reeditar a los nombres clásicos de esa corriente, tarea en la que destacaría Gregorio Mayans, admirador de Luis Vives y precursor también en este campo. Del mismo modo, y en la misma línea, los jansenistas reclamaron la lectura de la Biblia en lengua vulgar, como se desprende del prólogo del rector de Valencia, Vicente Blasco, a la reedición de Los nombres de Cristo de fray Luis de León, o de la polémica desatada tras la publicación de la obra de su discípulo, el también valenciano Joaquín Lorenzo Villanueva, De la lección de la Sagrada Escritura en lengua vulgar, que precedió al edicto de 1782 autorizando dicha lectura, a un nuevo escrito de Villanueva, Recomendación de la lectura de la Biblia (que aunque de fecha tardía circuló probablemente antes en versión manuscrita), y a la versión castellana de la Escrituras redactada por el jansenista catalán Félix Torres Amat en 1823-1824.

Otro frente fue la crítica a los textos que se empleaban para la formación de los fieles y, en especial, al catecismo de Ripalda. En este campo destaca la obra de José Yeregui, el Catecismo de Madrid, que introduce pautas más rigoristas en la valoración de los actos, privilegiando la caridad y la contricción frente al temor y la atrición como los motores que han de impulsar la voluntad de los fieles. Le siguieron los escritos de fray Pedro Centeno, que consideraba que el catecismo de Ripalda era un arsenal de embustes y patrañas y que el Misal contenía multitud de erratas, solecismos y disparates que era preciso corregir. La línea puede cerrarse con el Catecismo de Estado según los principios de la religión, redactado en 1793 dentro del espíritu regalista por Joaquín Lorenzo Villanueva, la figura más relevante del jansenismo tardío, que había de pasar del moderantismo ilustrado al liberalismo convencido, evolución que habría de valerle su exilio tras la segunda restauración del absolutismo fernandino.

La crítica de las costumbres fue otro de los temas centrales de la publicística jansenista, que atacó la baja instrucción del clero, la excesiva riqueza de los institutos eclesiásticos o la relajación de la vida monacal, cuya reforma se abordaba extensamente en obras como la del valenciano Basilio Tomás Rosell, El monacato o tardes monásticas, publicada en 1787 en forma de diálogo, forma en que se vierten otras obras del mismo género, como El Filoteo en conversaciones del tiempo, de Antonio José Rodríguez (1786), o El jansenismo dedicado al Filósofo Rancio, publicada bajo seudónimo por Joaquín Lorenzo Villanueva.

El púlpito y la prensa fueron también vehículos de difusión de las ideas jansenistas. El Censor ha podido ser considerado como el periódico portavoz del sector jansenista del clero español, ya que, en efecto, los temas eclesiásticos, como vimos al tratar de la utopía de los Ayparcontes, figuraron entre los más tratados en sus páginas. También un diario oficial, como el Mercurio Histórico y Político, contribuyó a divulgar las nuevas tendencias, publicando por ejemplo la instrucción pastoral del obispo de Pistoia sobre el Sagrado Corazón, o las conclusiones obtenidas en el sínodo celebrado en 1786 en aquella ciudad italiana, que constituyen uno de los documentos más significativos del movimiento reformista europeo en la esfera eclesiástica.

El jansenismo, en su sentido de corriente reformista en el ámbito eclesiástico, impregna el pensamiento de la mayoría de los intelectuales ilustrados. En algunas figuras estas preocupaciones son las que dominan el primer plano de su contribución teórica o de su actuación pública, como ocurre en el caso del grupo valenciano, que cuenta en sus filas con Francisco Pérez Bayer, el reformador de los colegios mayores, con el rector Vicente Blasco y con Joaquín Lorenzo Villanueva, junto a algunos obispos, como Felipe Bertrán y José Climent. También en determinados círculos madrileños, como el de los canónigos de San Felipe el Real o el de los profesores de los Reales Estudios de San Isidro, que habían sustituido a los jesuitas en la docencia impartida en el centro, o el del salón de la condesa de Montijo, el cenáculo más importante del jansenismo de finales de siglo.

Naturalmente, algunos obispos trataron de favorecer la difusión del pensamiento ilustrado y de introducir cambios en la ordenación de sus diócesis, convirtiéndose en verdaderos adalides del reformismo eclesiástico. Entre los nombres más destacados hay que mencionar a Francisco Armañá, obispo de Lugo y de Tarragona, fundador de la Sociedad de Amigos del País en esta última ciudad; a José Tormo, obispo de Orihuela, miembro de la comisión para disponer de los bienes de los jesuitas expulsos y protector de Villanueva; a Manuel Rubín de Celis, obispo de Cartagena, reformador del Seminario de San Fulgencio de Murcia; a Felipe Bertrán, obispo de Salamanca, inquisidor general y promotor de la reordenación de los colegios mayores; a Miguel de Santander, obispo de Huesca, reformador eclesiástico y escritor político influido por los independentistas norteamericanos; a Francisco Fabián y Fuero, que tras su experiencia reformista en tierras americanas renunciaría a su diócesis valenciana antes que intervenir en la movilización contra la Francia revolucionaria; a Antonio Tavira, catedrático de Salamanca, capellán y predicador real, miembro destacado de la tertulia de la condesa de Montijo, introductor de Jovellanos en la sociedad madrileña y obispo de Canarias y de Burgo de Osma, en discreta represalia tras la crisis de 1791, que es sin duda uno de los nombres imprescindibles del jansenismo español.

No hay que olvidar, por último, la labor reformista de José Climent, obispo de Barcelona, preocupado por el restablecimiento de la antigua disciplina de la Iglesia y por el retorno a las fuentes (las Escrituras, la patrística y los concilios), abierto a la teología extranjera (como transparenta la influencia de Claude Fleury sobre sus posiciones) y a la literatura religiosa española (en especial, la mística y la erasmista del siglo XVI), penetrado del elevado sentido de la misión parroquial y de la vocación pedagógica de la Iglesia, de lo que dio ejemplo tratando de organizar un sínodo diocesano, creando escuelas para la instrucción elemental y utilizando constantemente el púlpito como vehículo para orientar a las conciencias. José Climent es uno de los más claros ejemplos de la diversidad de la corriente jansenista, pues su reformismo, que incluye tantos elementos característicos de la postura ilustrada en materia religiosa, se halla en buena medida al margen de los planteamientos regalistas e incluso respira escasa animosidad contra los jesuitas, pese a ser considerados por el obispo como principales responsables de la relajación de la disciplina en el seno de la Iglesia.

La nómina del reformismo episcopal, si bien no parece admitir otras personalidades tan representativas del movimiento jansenista, podría incrementarse con otros nombres, cuya influencia no trascendió el ámbito de su diócesis, donde hay que descubrir los efectos de su gobierno, como ocurre, por citar un solo ejemplo, con Agustín González Pisador, obispo de Oviedo, que dejó en las actas del sínodo que patrocinara un verdadero programa de actuación en la dirección de las Luces.

La Ilustración cristiana se revela así como una de las creaciones originales del Setecientos español. El moderantismo manifestado en otros terrenos por los intelectuales ilustrados vuelve a aparecer en la esfera de las cuestiones religiosas. Frente a la expansión de ideas heterodoxas, deístas o sencillamente antirreligiosas, que se produce en otros ámbitos nacionales, la práctica totalidad de los pensadores españoles del momento mantuvo su fidelidad a la Iglesia católica y su convencimiento de que la razón no podía contradecir la verdad revelada. En este sentido, la conciencia de que el reformismo de las Luces no minaba los cimientos de la religión, sino que contribuía a reforzarlos mediante su depuración, es una constante entre los escritores avanzados de la época, que no ofrecieron argumentos que justificasen la feroz arremetida de que fueron objeto por parte del cerrilismo conservador, especialmente a partir de los años conflictivos de la última década del siglo. Sin embargo, antes de desencadenarse abiertamente la reacción, los ilustrados habían andado mucho trecho en el camino de la conciliación entre el catolicismo y los tiempos modernos.