Comentario
La contribución del sector manufacturero a la renta era escasa en un país dominado por las actividades agropecuarias. Las Reales Fábricas, de inspiración mercantilista, habían sido creadas con el patrocinio del Estado con el doble objetivo de evitar en lo posible las importaciones de manufacturas extranjeras que desequilibraran en demasía la balanza comercial y, en segundo lugar, importar y aplicar conocimientos tecnológicos de los que el país era deficitario. Sin embargo, a fines de siglo las dificultades de estos establecimientos eran muchas, y su mantenimiento sólo obedecía a razones de prestigio y no a criterios económicos. Sus elevados costes de producción, debido a que las técnicas fueron siempre tradicionales, y la elaboración de productos de alta calidad daban como resultado un elevado precio por unidad que, aunado a la escasa demanda, favorecía la acumulación de existencias, sin que se encontrara salida a la mercancía almacenada. Las pérdidas eran, así, cuantiosas. El establecimiento textil más importante y mejor conocido gracias a Agustín González Enciso, la fábrica de Guadalajara, sufrió un déficit crónico, y su supervivencia sólo fue posible por la permanente inyección financiera de la Real Hacienda.
Con la excepción de Cataluña, el resto de las regiones españolas poseía una artesanía complementaria de la actividad agrícola, con unos gremios incólumes monopolizándo la artesanía urbana y cuyo horizonte se reducía a satisfacer la demanda doméstica, con escasa comercialización fuera de los límites comarcales. La España interior contaba con una industria rural dispersa, alejada absolutamente de las relaciones capitalistas. El textil segoviano se hallaba deprimido desde los años sesenta, y aunque en Palencia hubo una cierta expansión productiva, ésta era el resultado de haberse multiplicado el número de talleres y no de la incorporación de mejoras técnicas.
También Andalucía sufría de anemia industrial, y los intentos habidos en las dos últimas décadas por ensayar fórmulas de organización evolucionadas no llegaron a fructificar debido a la mala comercialización o a la ineficacia de la gestión. En 1780, la Sociedad Económica de Amigos del País de Sevilla puso en marcha en la ciudad una fábrica de quincallería según el modelo británico, pero la falta de máquinas adecuadas frustró el proyecto; cinco años después, un industrial inglés, Nathan Wetherell, logró éxito con una fábrica de curtidos, pero la Guerra de la Independencia la condenó a desaparecer, y también fracasó a principios del siglo XIX una fábrica granadina de lonas para abastecer a la Marina. Sólo la iniciativa estatal fue capaz de mantener en Andalucía una institución duradera, la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla, dotada de un magnífico edificio.
En Valencia, la industria sedera, estudiada por Santos Isern, había caído en un declive definitivo. A fines de siglo eran muchos los obreros en paro dedicados a la mendicidad, y en 1801 la Sociedad Económica valenciana patrocinó la puesta en marcha de una Junta de Beneficencia que proporcionara alimento a los muchos obreros de la seda que sufrían la paralización de los telares, cuya actividad se había contraído en cerca de un 30 por ciento respecto a 1798 como consecuencia del conflicto con Inglaterra. El caso alcoyano era una excepción en tierras valencianas. El desarrollo de la industria papelera y textil pañera en la segunda mitad del siglo, dado que las condiciones orográficas dificultaban la expansión agrícola, había logrado que la población activa alcoyana dependiera predominantemente del sector secundario. En el resto de la región, la dispersión de las manufacturas, la fuerza gremial, lo reducido del mercado y el atractivo mayor y más seguro de la tierra para invertir el ahorro disponible, cercenaron el avance de las manufacturas.
En Galicia, la fundición de Sargadelos, con una fábrica de loza anexa, creada en 1788 por iniciativa del asturiano Antonio Raimundo Ibáñez, también fue excepcional en un territorio donde estaban ausentes las instalaciones industriales. Sin embargo la experiencia de Sargadelos no fue catalizadora de otros intentos similares. Como estudió Casariego, los métodos tradicionales empleados, sobre todo la utilización de carbón vegetal, fueron una rémora importante, pero no lo fue menos el contexto social de rechazo en que tuvo que desarrollar su actividad, con motines como el de abril de 1798, alentado por clérigos e hidalgos opuestos a la modernización que representaba Sargadelos. Galicia sí contó con una industria rural dispersa basada en la lencería, y con la elaboración de mantelerías en La Coruña, dirigida su producción al mercado castellano. Su atraso tecnológico y la falta de redes de comercialización adecuadas acabaron por poner a estas manufacturas en una situación de estancamiento, llegándole su crisis definitiva en los años treinta del siglo XIX.
La siderurgia en la cornisa cantábrica en general, y en el País Vasco en particular, tenía rasgos extremadamente tradicionales, por utilizar la definición de Luis María Bilbao y Emiliano Fernández de Pinedo. Aunque las ferrerías vascas contaban con el beneficio de estar situadas en una provincia exenta y, por tanto, en una zona de libre comercio con grandes ventajas arancelarias, lo que le daba más facilidades para la exportación que al hierro cántabro, su atraso tecnológico era tan escandaloso hacia 1790 que estas ventajas no tenían ya ningún efecto positivo. Desde 1770, la producción siderúrgica estaba estabilizada, pero las guerras comenzadas en 1793 afectaron muy negativamente su actividad, iniciándose su declive. La destrucción en 1794 por los franceses de las fábricas de municiones de Orbaiceta, Eugui y La Muga no vino sino a profundizar una situación que ya era crítica.
Sólo en Cataluña fue posible la formación de una industria moderna y evolucionada en torno al sector textil algodonero. Según Pierre Vilar, la positiva evolución de la población y de la economía del Principado desde los años treinta, una vez superada la crisis abierta por la Guerra de Sucesión, hizo posible el aumento de la renta agraria y de los beneficios comerciales. Parte del capital acumulado se orientó hacia industrias tradicionales, como la seda y la lana, y otra porción hacia nuevas iniciativas vinculadas al algodón.
Las manufacturas textiles tradicionales no lograron superar el modelo protoindustrial. Los gremios lastraban la artesanía sedera, y en 1791, de los 1.500 telares existentes en Barcelona, sólo funcionaba una tercera parte, trabajando a ritmo lento. En el sector pañero, pese a que se generalizó el trabajo rural a domicilio, sobre todo en las primeras etapas productivas (limpieza y cardado de la lana), y a que el gobierno le concedió beneficios en forma de exenciones y franquicias, la producción quedó estancada a fines de la década de los setenta.
Fue el sector algodonero la punta de lanza de la industrialización catalana. Tras una primera etapa en que se estampaban tejidos importados se inició la fabricación, en el área Barcelona-Mataró, de telas de algodón que imitaban a las procedentes del Indico, las llamadas indianas. En 1768, Vilar menciona que eran veinticinco las fábricas de indianas de más de doce telares que funcionaban en Cataluña: veintidós en Barcelona, una en Manresa y dos más en Mataró. Doce telares era el mínimo exigido para que la empresa fuera considerada como reglamentada, es decir, con capacidad de ser denominada fábrica y formar parte de un organismo de fabricantes consolidado y con capacidad de representación. En 1784, el número de fábricas de estas características había aumentado a sesenta y dos, y la demanda de hilados de algodón se había multiplicado por tres entre esos mismos años.
Una serie de circunstancias positivas había hecho posible esa primera gran expansión espontánea, pero sobre todas ellas se percibe el efecto beneficioso del Reglamento de Libre Comercio de 1778, que permitió a los catalanes la navegación directa a las colonias ultramarinas, seguido, en 1783, del fin de la guerra con Inglaterra, que se había iniciado por franceses y españoles aprovechando el conflicto en que estaba envuelta Gran Bretaña con sus antiguas colonias de América del Norte con el propósito de recuperar las pérdidas de la Guerra de los Siete Años. En 1792, un 21,4 por ciento de la producción textil algodonera se exportaba a América. Según Vilar, "el secreto está en América", pero esta es una afirmación que no engloba toda la verdad de la expansión de la industria algodonera. También cuenta, y mucho, el mercado interior, que fue conquistado por la acción de esforzados comisionistas.
Por último, debemos aludir a la mecanización, estimulada por los beneficios que aportan las indianas y los estampados, pero también por los inconvenientes que experimentaba la industria debido a los conflictos bélicos de finales de siglo y primeros años del XIX. Las jenny y las waterframe importadas de Inglaterra sirvieron para incrementar la producción y la eficacia empresarial, pero las muy serias dificultades en que se hallaba la industria al iniciarse el siglo XIX sólo pudieron ser superadas por el carácter innovador de la burguesía, que no cejó en efectuar inversiones conducentes a la modernización tecnológica. En 1803 fue instalada una primera mute jenny en la industria barcelonesa de Clarós y Torner movida por fuerza hidráulica, y en 1807 eran ya catorce las mule jennies que funcionaban para la fabricación de indianas, con fábricas de hilados, como la de Joan Vilaregut en Martorell, que poseía dieciocho máquinas inglesas, al tiempo que se había logrado concentrar todas las fases de la producción en la fábrica. La manufactura había dado paso a la moderna industria mecánica.
Pero el caso catalán era una excepción en una realidad manufacturera dominada, a fines del Antiguo Régimen, por un mercado raquítico, con un escaso nivel de consumo; por una falta de alicientes para la inversión, que seguía estando atraída por la tierra; y por una general carencia de innovaciones tecnológicas.