Comentario
Desde la subida al trono de Amadeo y hasta las primeras elecciones a Cortes ordinarias transcurrieron dos meses, en los que la coalición monárquico-democrática se mantuvo unida. El Gobierno de transición había logrado concentrar a las principales figuras de los tres partidos integrantes de la coalición: Sagasta, Ruiz Zorrilla, Martos, Moret, López de Ayala... A partir de las elecciones que, hábilmente gestionadas por el ministro de la Gobernación -Sagasta-, se saldaron con una cómoda mayoría gubernamental frente al bloque de la oposición, coaligado a su vez, la heterogeneidad de la coalición comenzó a presentar serias dificultades. Los comicios demostraron nuevamente la dualidad campo-ciudad respecto al comportamiento electoral: la oposición había obtenido mayorías urbanas, todo lo contrario que en las zonas rurales.
Una vez obtenida la legitimidad a través de las urnas, el Gobierno debía empezar a legislar e iniciar así el desarrollo parlamentario de la nueva monarquía. pero no tardaron en aparecer las fricciones. Los líderes políticos más destacados se distanciaron en los criterios de aplicación de los principios democráticos, dando lugar a numerosas corrientes que acabarían por configurar nuevos partidos, sujetos asimismo a una permanente inestabilidad, fruto de los personalismos. Así, Sagasta se puso al frente del Partido Constitucionalista, cercano a los planteamientos de la vieja Unión Liberal, que venía a ser la versión más conservadora del espíritu de septiembre. Por su parte, Ruiz Zorrilla configuró el Partido Radical como herencia directa de los demócratas cimbrios, liderados por Martos y Rivero, perfilando la versión más progresista del ideario revolucionario. La vida parlamentaria evolucionó, pues, hacia múltiples personalismos que, si bien se remitían a ideologías similares, chocaban en los métodos de la praxis política. Temas tales como la abolición de la esclavitud en Cuba, la separación Iglesia-Estado, la forma de entender la cuestión social y el nunca resuelto problema de las quintas originaron fuertes discrepancias entre los grupos. La consecuencia lógica se tradujo en un bloqueo parlamentario y en la consiguiente parálisis del proceso legislador. Ni siquiera fue posible aprobar el presupuesto de 1871-1872.
La crisis estalló definitivamente el 20 de junio, cuando la dimisión de Moret como ministro de Hacienda desató una serie encadenada de dimisiones y sustituciones que no finalizaría hasta últimos de diciembre. Las dimisiones de Martos y Beranger, ministros de Estado y Marina respectivamente, colocaron a Serrano en la complicada obligación de formar Gobierno. Fracasado este intento, se le encargó a Ruiz Zorrilla la misma tarea, a la par que las Cortes depositaban su confianza en él.
El dirigente radical optó por disolver las Cortes y gobernar por decreto durante algún tiempo. A la larga tuvo que dimitir también, toda vez que las sesiones se reanudaron y Sagasta fue elegido presidente del Congreso. En sustitución de Ruiz Zorrilla fue elegido el general Malcampo, afín al partido constitucionalista, quien se mantuvo en la cabecera del Gobierno hasta el 21 de diciembre. Finalmente se nombró un nuevo gabinete, presidido por Sagasta, y se disolvieron las Cortes para convocar elecciones.
La vida parlamentaria quedó eclipsada por el choque de los personalismos, que se trasladó de las agrupaciones de notables a los Gobiernos. En una práctica parlamentaria viciada en su esencia, y en un ambiente de frágil cultura política y débil organización de la sociedad civil, la proyección de los personalismos recuperó las viejas prácticas del período moderado, utilizando el siguiente mecanismo constitucional: decretar la disolución de las Cortes desde la presidencia del Consejo para luego intervenir las elecciones y obtener una cómoda mayoría. El problema de estos personalismos es que todavía no habían cuajado en la constitución de clientelas políticas más o menos sólidas, que permitieran dar alguna dosis de estabilidad y de representación a la vida parlamentaria.