Comentario
La llamada al poder no pudo llegar en mejor momento para los liberales. En junio de 1885, mediante una llamada ley de garantías, elaborada por Alonso Martínez y Montero Ríos -como representantes de fusionistas e izquierdistas, respectivamente- habían formado un único partido bajo la dirección de Sagasta. Concluía así el complejo proceso de integración en la monarquía "de las ovejas liberales descarriadas por la actuación de Isabel II", en frase de Vicens Vives.
En la ley de garantías se proponía una especial protección para los derechos individuales recogidos en la Constitución y se propugnaban, como principales reformas políticas, el sufragio universal masculino, el juicio por jurados, y un procedimiento para la reforma constitucional. Todas estas cuestiones serían planteadas por una o varias leyes orgánicas. Pero en el artículo 1°- de la ley quedaba expresamente reconocida la soberanía compartida por las Cortes con el Rey. En lo más importante, la tesis doctrinaria de Cánovas había terminado por imponerse sobre la tesis progresista, y de los revolucionarios de 1868, de la soberanía nacional. Era, como indica Miguel Artola, "el término de un proceso de abandono sucesivo de posiciones por parte de las fuerzas democráticas". No se trataba de una "cuestión metafísica", como pudiera parecer a primera vista -ha escrito José Varela Ortega-, sino de un asunto político práctico: quién tenía la última palabra en el ejercicio de la soberanía, si el electorado o la Corona. Según "la ortodoxia progresista, todo cambio político dependía exclusivamente del electorado"; pero esto no era factible para Cánovas porque "nadie respetaría el fallo (...) de las urnas". Las consecuencias fueron muy importantes: "el abandono por parte de los liberales del principio político de soberanía nacional o popular (...) quitó carga ideológica al Partido Liberal y, en consecuencia, a todo el régimen. Y es así como las inclinaciones no-ideológicas que caracterizaban a los partidos políticos españoles -basados como estaban en el patronazgo- vinieron a ser reforzadas".
Al margen del acuerdo, algunos izquierdistas que habían pretendido que las reformas de la ley de garantías tuvieran rango constitucional, siguieron dando vida a una disminuida Izquierda Dinástica, bajo el liderazgo del general López Domínguez, sobrino del general Serrano. En enero de 1886, Sagasta, ya en el gobierno, intentó atraerlos al partido liberal ofreciendo la embajada en París a López Domínguez, pero las peticiones de éste -27 diputados a Cortes en las próximas elecciones generales, además de diversos nombramientos- parecieron excesivas a los notables liberales y se frustró la unión.
El primer ministerio formado por Sagasta en la Regencia era una perfecta mezcla de los notables de las distintas ramas que componían el partido: Moret (Estado), Montero Ríos (Fomento), Venancio González (Gobernación), Alonso Martínez (Gracia y Justicia), Camacho (Hacienda), Gamazo (Ultramar), Jovellar (Guerra) y Berenguer (Marina). Cristino Martos no tenía ninguna cartera pero estaba reservada para él la presidencia del Congreso. La conciliación en las bases, en las clientelas, no resultó tan sencilla. En las elecciones de 1886 se enfrentaron entre sí más de cien candidatos del partido, ante la inhibición de Sagasta y del ministro de la Gobernación. Ambos, ante la avalancha de peticiones -reconocía el periódico conservador La Época, en honor a la verdad-contestan invariablemente "que (...) no habrá candidatos ministeriales y que se sentarán en el Congreso los que, por su propia influencia, cuenten con más votos".
A lo largo de los casi cinco años siguientes, las Cortes elegidas en abril de 1886 -las Cortes de más larga duración de la Restauración, las únicas que estuvieron a punto de agotar su vida legal- fueron cumpliendo el programa liberal y consolidando así el partido. Entre las principales leyes aprobadas están la de asociación de 1887, de lo contencioso administrativo, y del jurado, ambas de 1888, y la ley electoral (de sufragio universal masculino) de 1890, a la que, por su trascendencia, prestaremos una atención especial.
No fue fácil para Sagasta mantener unido un partido tan heterogéneo y, por tanto, con necesidades tan amplias y variadas. Las dificultades se manifestaron especialmente a partir de 1887, con las disidencias de Cristino Martos y el general Cassola, y el enfrentamiento entre Gamazo y Moret, representantes máximos, dentro del partido, de las opiniones e intereses proteccionistas y librecambistas, respectivamente.
Es difícil encontrar otras razones que las puramente personales en la disidencia de Martos. El conflicto con el general Manuel Cassola -que ejercía una importante influencia personal en Murcia- tenía, por el contrario, una justificación de carácter político. Cassola, nombrado ministro de la Guerra en 1887, presentó una serie de reformas militares que incluían el servicio militar obligatorio y una amplia reorganización interna del Ejército; ante la cerrada oposición que presentaron a estos proyectos no sólo el partido conservador sino muchos altos jefes militares, Sagasta no quiso forzar la situación y, sin desautorizar al ministro, no le prestó el apoyo necesario para sacar adelante sus reformas. El general dimitió en junio de 1888, realizando a continuación algunas campañas críticas contra su antiguo presidente.
Mucha mayor importancia tenía el enfrentamiento interno que se originó a causa de la política económica del partido y que sería la cuestión en torno a la cual giraría la vida de éste, hasta final de siglo. Los temas de política económica eran tradicionalmente dejados al margen de la disciplina de los partidos -éstos no eran partidos de intereses, no en el sentido de que sus componentes no defendieran intereses concretos sino porque, institucionalmente, los partidos no asumían la representación de ningún interés-. Sin embargo, la política liberal había sido relativamente librecambista desde 1881 -con el levantamiento de la suspensión de la Base Quinta de la reforma arancelaria de 1869, que preveía una gradual bajada de las tarifas, y los tratados de comercio con Francia en 1882 e Inglaterra de 1886-, mientras que los conservadores se habían manifestado más proteccionistas, aunque no defenderían explícitamente esta postura hasta los años 90. El conflicto surgió en el partido liberal cuando Gamazo, al frente de un importante grupo de diputados y senadores, al amparo de la libertad de opinión existente en lo económico, trató de variar la tradicional política del partido, sustentada por Sagasta al nombrar ministros de Hacienda de orientación librecambista.
Germán Gamazo, que era portavoz de la Liga Agraria -uno de los escasos movimientos de opinión organizados, fundada en 1887-, demandaba una solución a la crisis agrícola, que afectó de manera especial al cultivo de cereales. Huía de declaraciones doctrinales; el problema, decía, era la salvación de la riqueza territorial de España. Los medios que proponía eran, en primer lugar, el abaratamiento de la producción mediante la rebaja de los impuestos que gravaban la propiedad de la tierra, el cultivo y la ganadería, aunque para equilibrar los gastos del Estado fuera necesario establecer un impuesto general sobre la renta.
En segundo lugar, Gamazo reclamaba la necesaria protección arancelaria. Pretendía quitar significación política a sus propuestas, declarándose enemigo del atomismo de los partidos y contrario a toda disidencia; participó por ello en los debates políticos, a favor de las reformas democráticas. Sin embargo, en la práctica política era implacable, actuando de acuerdo con sus intereses y al margen del partido en todo lo que pudiera tener relación con la política económica como, por ejemplo, en la elección de miembros de las comisiones parlamentarias. Esto creó serios problemas a Sagasta y, a fines de 1888, hasta una crisis de gobierno al perder éste una votación. A lo largo de 1889, el enfrentamiento fue haciéndose más intenso y preocupante para Sagasta al conseguir Gamazo el apoyo de Martínez Campos, con gran influencia en la regente. De la importancia de la crisis interna da idea el que, con motivo de otra crisis, en enero de 1890, Alonso Martínez y no Sagasta recibiese el encargo de formar gobierno con el partido liberal, aunque sin resultado positivo.
En medio de estas dificultades, el cumplimiento del programa histórico del liberalismo democrático fue la única fórmula que encontró Sagasta para dar al partido la cohesión y el contrapeso ideológico necesarios, que le permitieran acceder a las peticiones proteccionistas de Gamazo sin espantar a la corriente democrática. Otra razón política que abonaba la conveniencia de la extensión del sufragio -en favor de la cual, por otra parte, no había el menor interés ni la más mínima presión popular- era la promesa de Castelar de disolver su partido y recomendar a sus correligionarios el ingreso en el partido liberal, si se reformaba en este sentido la ley electoral. Por otra parte, en caso de no aprobar el sufragio universal, era lógico pensar que, igual que había ocurrido en 1882, otro partido recogería la bandera de la democracia monárquica; el general López Domínguez, aliado con Romero Robledo por entonces, era el mejor situado para esta operación.
Al sacar adelante la ley de sufragio universal, en junio de 1890 -presentado como la culminación del proceso constituyente en España- Sagasta consiguió efectivamente todos estos objetivos: fortaleció el partido, aseguró su liderazgo sobre el mismo, eliminó posibles competidores por la izquierda, y sumó un importante número de republicanos posibilistas que obedecieron a Castelar. Con todos estos elementos favorables, Sagasta cedió -aunque sólo por un tiempo- a las pretensiones de Gamazo. Todos parecían salir ganando, todos menos el ya imperfecto sistema representativo.
El 5 de julio de 1890, inexplicablemente para todos, Sagasta fue sustituido por Cánovas en la presidencia del Consejo de ministros. La causa de la crisis fue revelada, años más tarde, por el conde de Romanones, al relatar en su biografía de la reina regente la confidencia que ésta le hizo sobre los sucesos de aquellos días. Sagasta dimitió ante la amenaza de Romero Robledo de hacer públicos ciertos documentos relacionados con la concesión de un ferrocarril en Cuba, en los que aparecía implicada la mujer del jefe liberal. Romero, a través de Martínez Campos, puso en conocimiento de la regente el asunto, quien lo trasmitió a Sagasta a través de López Puigcerver, ministro de Gracia y Justicia. Planteada la crisis, María Cristina aceptó la renuncia del político riojano. Un potentado cubano pagó más de 40.000 pesetas oro por los documentos que, meses más tarde, destruyó Moret.
Comenta Raymond Carr que "entre las manos de Sagasta no sólo moría el programa sino también el capital moral del liberalismo". El Ayuntamiento y la Cárcel Modelo de Madrid, en manos liberales, se vieron envueltos por las mismas fechas en asuntos de corrupción. "El desidioso abandono -escribió Gabriel Maura- sellaba como marca registrada todo lo municipal". Las investigaciones en relación con el famoso crimen de la calle Fuencarral, pusieron de manifiesto que algunos presos entraban y salían con libertad de la Cárcel Modelo. Francisco Silvela acusó al gobierno de no conseguir "hacer obligatorios los presidios a aquellos penados que disfrutaban de recursos para tener abono de tendido". De cualquier forma, la inmoralidad administrativa y la corrupción -cuya importancia en comparación con la de otros períodos de la historia contemporánea de España estamos lejos de poder evaluar- no eran privativas de los liberales; eran la consecuencia de una política de clientelas, con un absoluto predominio del poder ejecutivo sobre el legislativo y el judicial.