Comentario
La creación del Tribunal de Garantías Constitucionales (art. 123 de la Constitución), con jurisdicción en todo el territorio nacional, fue una novedad introducida por la Segunda República. Su composición era muy compleja, ya que incluía a un presidente elegido por las Cortes, a dos miembros del Congreso de los Diputados, a los presidentes del Tribunal de Cuentas y del Consejo de Estado, a un representante de cada una de las regiones, a dos miembros de los Colegios de Abogados y a otros cuatro vocales por las Facultades de Derecho. El funcionamiento del Tribunal de Garantías fue regulado por Ley Orgánica de 14 de julio de 1933. Sus competencias se extendían al recurso de inconstitucionalidad de las leyes -aunque se rechazó la posibilidad de la acción popular en este supuesto, propuesta por el diputado Balbontín durante el debate constitucional- el recurso de amparo de las garantías individuales, en última instancia; los conflictos de competencias entre la Administración central y las autonomías; el control del proceso de elección del presidente de la República; la apreciación de responsabilidad criminal del jefe del Estado y de los miembros del Gobierno, así como la de los magistrados del Tribunal Supremo y del fiscal de la República.
La actuación del Tribunal de Garantías, que presidía Álvaro de Albornoz, confirió credibilidad a la aplicación de la Constitución, pero en su momento fue objeto de muchas críticas, comenzando por la del propio presidente de la República. La designación de sus miembros, políticos o juristas significados, implicaba ya una fuerte politización, como demostró por ejemplo la elección de representantes de los Colegios de Abogados, donde triunfó la candidatura antigubernamental, que incluía al el ex ministro Calvo Sotelo, en la confianza de que ello le permitiría volver del exilio. Por otra parte, sus resoluciones, en general basadas en análisis muy ponderados de la legislación constitucional, fueron objeto de apasionadas lecturas políticas que, como sucedió con la declaración de inconstitucionalidad de la Ley de Contratos de Cultivo promulgada por la Generalidad catalana en 1934, pusieron a veces en entredicho la independencia e imparcialidad del Tribunal. El simple hecho de que éste sirviera de última garantía a una Constitución que la derecha tachaba de sectaria se prestaba a que las fuerzas conservadoras recelasen del Tribunal o utilizasen sus sentencias para descalificar el impulso democratizador del régimen.
Respecto a las previsiones de reforma de la Constitución, sus autores establecieron tal cantidad de cautelas que la hicieron, en la práctica, imposible. De acuerdo con el artículo 125, la Constitución podía ser revisada total o parcialmente a propuesta del Gobierno o de la cuarta parte de los diputados, lo que excluía en cualquier caso la iniciativa popular. Para que la medida prosperase se requerían dos tercios de los votos del Congreso durante los cuatro primeros años de vigencia del Código y luego la mayoría absoluta. Pero entonces era necesario disolver las Cortes y convocar elecciones, y sólo la nueva Cámara, en funciones de Cortes Constituyentes, podría acometer la reforma. Este sistema constituía un obstáculo insalvable, sobre todo durante el cuatrienio siguiente a la aprobación de la Constitución, es decir, hasta finales de 1935. Dada la complejidad e inestabilidad de las coaliciones que propiciaba el sistema electoral, era muy difícil que una mayoría parlamentaria en bloque se arriesgase a enfrentar unos comicios adelantados para impulsar una reforma constitucional que sólo sería viable si se repetía su predominio en el nuevo Congreso. Se daba el caso, además, de que dentro de un mismo bloque parlamentario solían existir opiniones dispares sobre temas concretos. Así, durante el segundo bienio, radicales y cedistas, que habían ganado las elecciones con una promesa de revisión, trataron de ponerse de acuerdo sobre la reforma del articulado religioso, sobre la introducción del Senado, sobre la limitación del régimen autonómico o de la socialización de la propiedad. Pero no fue posible el consenso y el proyecto, el único intento serio de reforma constitucional a lo largo del quinquenio, no pasó de la Comisión parlamentaría.