Comentario
La primera cuestión que se discutió en las Cortes Constituyentes en torno al articulado fue la organización del Estado. España era definida en el Título Preliminar del proyecto de la Comisión como una República democrática, pero el radical-socialista Valera promovió una enmienda que la definía como República de trabajadores. El nuevo texto fue rechazado por AR, por los radicales y por el conjunto de la derecha. Finalmente se llegó a un acuerdo mediante la fórmula, "España es una República de trabajadores de toda clase, que se organizan en régimen de Libertad y de Justicia". Con el singular "de todo clase" se evitaba la connotación social, que la derecha había denunciado como revolucionaria.
Otros artículos de este Título, que establecían la igualdad jurídica de todos los españoles, la capitalidad de Madrid, la renuncia a la guerra como instrumento de política internacional, o el acatamiento a las normas del Derecho internacional, fueron aprobados sin grandes problemas. En cambio, el debate sobre el conflictivo artículo tercero, que establecía la aconfesionalidad del Estado, fue postergado, y suscitaron enconadas polémicas los párrafos que declaraban al castellano idioma oficial en todo el territorio nacional y constituían a la República en un Estado integral o autonómico. Este último punto, incluido en el artículo primero, obligó a las Constituyentes a pronunciarse sobre el modelo de Estado. La derecha defendía el unitario, mientras que los federales y los catalanistas se pronunciaron por el federalismo puro. Los restantes grupos republicanos habían aceptado con mayor o menor sinceridad el principio federativo pero, tras la proclamación de la República, habían ido variando su opinión. El acuerdo entre el PSOE y AR permitió finalmente la introducción del concepto de Estado integral que, con la vista puesta en una rápida solución de la cuestión catalana, sancionaba un Estado unitario, ni centralista ni federal, sino compatible con la autonomía de los Municipios y de las Regiones.
Pero donde se planteó el verdadero debate fue en la discusión del Título I°-, Organización nacional, que se refería más en concreto a las autonomías regionales. Aquí, los parlamentarios se enfrentaban a un hecho consumado. Conforme al acuerdo negociado en abril entre el Gobierno provisional y el autoproclamado Gobierno catalán, una comisión presidida por los juristas Pere Corominas y Jaume Carner había redactado en el valle de Nuria (Gerona) un proyecto de Estatuto, elaborado según una concepción federal, que declaraba a Cataluña Estado autónomo dentro de la República española y la otorgaba un amplio autogobierno. Aceptado el 14 de julio por la Diputación provisional del Parlamento catalán y aprobado en referéndum el 6 de agosto por la mayoría de los residentes censados en la región, el llamado Estatuto de Nuria le fue entregado poco después a Alcalá Zamora para que lo elevara, como ponencia del Gobierno, a las Cortes para su aprobación. De esta forma, el Estatuto sería otorgado por el Parlamento de la nación, con lo que, pensaban sus promotores, se soslayaría cualquier connotación separatista. La iniciativa catalana animó en otras regiones españolas el inicio de procesos similares, lo que creó una profunda alarma entre los partidarios del Estado unitario. Apenas nacida, la República se veía abocada a amparar una transformación radical del modelo de Estado cuando ni siquiera se habían reunido las Cortes Constituyentes. Lo peligroso de este hecho para el régimen había quedado patente ya el 14 de junio, cuando representantes de la mayoría de los ayuntamientos del País Vasco y Navarra, donde había triunfado la derecha no republicana en las elecciones municipales, aprobaron en Estella un proyecto de Estatuto de autonomía antidemocrático y ultracatólico, que despertó una fuerte hostilidad en los medios izquierdistas.
Tras la constitución de las Cortes, el problema que planteaba el Estatuto de Nuria quedó aún más patente. El proyecto de Constitución que discutían los diputados establecía un techo de competencias autonómicas muy inferior al que pretendían los catalanistas, y ni siquiera había sido definida aún por las Cortes la forma de Estado, federal o unitario, que debería condicionar de modo decisivo el alcance de las autonomías. El debate autonómico se realizó entre el 22 y el 27 de septiembre y forzó complejas negociaciones. Mientras para la minoría catalana, las competencias atribuidas a la Administración central en el proyecto constitucional impedían el autogobierno, la derecha nacional, muchos parlamentarios republicanos y socialistas e intelectuales de la talla de Ortega y Unamuno, afirmaban que las autonomías eran un tema de Estado, y que su organización debía corresponder al Parlamento. Destacaba la actitud opositora de un sector del PSOE, que era el primer partido del país. En las semanas anteriores, varios socialistas no se habían recatado de criticar duramente el proceso autonómico impulsado por la Generalidad, tras el que veían los intereses egoístas de la burguesía local.
Alcalá Zamora intentó la conciliación. A través de un diputado de su grupo, César Juarros, había presentado días antes una enmienda al proyecto constitucional, que recogía parte de las reivindicaciones de los catalanistas. El portavoz de éstos, Carner, aceptó en el Pleno la enmienda de los progresistas, aun reconociendo que su grupo pretendía "una soberanía plena y perfecta en todos las atribuciones que nosotros necesitamos para regirnos". La enmienda conciliatoria dividió profundamente a la Cámara. La Comisión se pronunció en contra, por entender que ello suponía que el Estatuto de Nuria prefigurase el contenido de la Constitución. Los radicales la calificaron de separatista y entre los socialistas se produjo una división de opiniones. Finalmente, a propuesta de Besteiro, el jefe del Gobierno se reunió con la Comisión constitucional y con los representantes de las minorías parlamentarias y concretó un dictamen de armonía que pretendía satisfacer a la Esquerra no entrando en el detalle de las competencias transferibles, lo que dejaba un amplio margen a la discusión particular de cada Estatuto regional. A cambio, los socialistas lograron que éstos fueran discutidos artículo por artículo en las Cortes y que sólo entrasen en vigor con su aprobación, con lo que se evitaba la cesión de soberanía a los entes regionales que demandaba el frustrado Estatuto de Nuria.
Los Títulos II y III, que establecían la nacionalidad y los derechos y deberes de los españoles, despertaron menos polémica, con excepción de los artículos de contenido religioso cuyo debate fue pospuesto a petición de Alcalá Zamora. Otro artículo que provocó vivos debates fue el 36, que otorgaba el voto a las mujeres. Defendió el proyecto la radical Clara Campoamor, a quien no apoyaron sus compañeros de grupo, temerosos de que la influencia del clero sobre el electorado femenino otorgase bazas a la derecha. El mismo temor manifestaba la izquierda republicana, que a través de la diputada radical-socialista, Victoria Kent, solicitó al Pleno que aplazase la medida por una cuestión de oportunidad para la República. El apoyo socialista fue fundamental para que, por 160 votos contra 121, la Constitución recogiese el artículo.
Como hemos visto, el debate sobre la cuestión religiosa fue relegado. En el Gobierno y en el Congreso de los Diputados eran mayoría absoluta los laicos, pero los parlamentarios católicos tenían tras de sí poderosos medios de propaganda y una parte considerable de la opinión pública. El Gobierno había intentado evitar un enfrentamiento abierto, negociando la libertad de cultos y la separación entre la Iglesia y el Estado. El clero católico, en general, era reacio a desprenderse de sus privilegios y sus representantes exigían como mínimo el reconocimiento de un estatuto especial para su iglesia y el mantenimiento de derechos como la libertad de enseñanza, la plena posesión de sus bienes materiales y la continuidad de la subvención económica del Estado, los llamados "haberes del clero". El entendimiento entre dos partes convencidas de su razón era prácticamente imposible, y la izquierda anticlerical, los llamados "jabalíes", iba a actuar en las Cortes con un criterio tan excluyente y fanático como el clericalismo de sus rivales, los minoritarios diputados católicos, cuyo reaccionarismo les había ganado el apodo de "cavernícolas".
La ponencia constitucional establecía en su artículo 3 la aconfesionalidad del Estado y dedicaba otros dos artículos -el 26 y el 27 de la Constitución- a delimitar los derechos religiosos de los españoles y la competencia del Poder público en la tutela de tales derechos. Se otorgaba a todas las confesiones religiosas igual trato como asociaciones sometidas a las leyes generales de la nación y se prohibía al Estado auxiliarlas económicamente. Se establecía la disolución de las órdenes religiosas y la nacionalización de sus bienes y se limitaban las manifestaciones del culto al interior de los templos. Asimismo, se garantizaba la privacidad del derecho a practicar cualquiera o ninguna religión. Algunas de estas medidas eran elementales en un Estado democrático y corregían seculares abusos de poder de la Iglesia católica. Pero otras respondían más a un deseo de ajuste de cuentas que a un ponderado propósito secularizador. El tema desencadenó extraordinarias pasiones en la opinión pública y sobre la Mesa del Congreso llovieron las peticiones populares en favor o en contra del texto de la Comisión.
Las enmiendas parlamentarias fueron también muy numerosas. Algunas buscaban el reconocimiento de los derechos eclesiásticos, otras pretendían reforzar el carácter anticlerical del articulado y otras, en fin, proponían un término medio, renunciando a la disolución de las órdenes religiosas a cambio de una ley especial que las regulase y sólo suprimiera algunas consideradas especialmente perjudiciales para el régimen, como la Compañía de Jesús. A la intransigencia de la izquierda parlamentaria, y en especial de socialistas y radical-socialistas respondía la intransigencia de los diputados derechistas, entre los que había varios sacerdotes, quienes realizaron una defensa tan desesperada como estridente de las posiciones clericales. Su portavoz, José María Gil Robles, exigió un pleno reconocimiento de la "personalidad jurídica de la Iglesia, como sociedad perfecta e independiente" y la provisión de recursos públicos para sostenerla. Gil Robles anunció que si prosperaba la legislación anticlerical, los católicos españoles rechazarían la Constitución en su conjunto.
La existencia de católicos en el equipo ministerial planteaba un problema más inmediato. El 10 de octubre, el propio jefe del Gobierno calificó a la ponencia de "obra de una ofuscación" y se opuso a las medidas contra las órdenes religiosas con tal energía, que quedó patente la posibilidad de una crisis ministerial. El centro-izquierda, sin embargo, estaba dispuesto a evitar la ruptura de la coalición gobernante. Diputados radicales, federales y de AR negociaban enmiendas que atemperasen los efectos del enfrentamiento. Así, el día 13, la Comisión redactora acordó suavizar el texto, comenzando por una moderada redacción del artículo 3, que decía: "El Estado español no tiene religión oficial". Pero socialistas y radical-socialistas se opusieron y presentaron un voto particular que, dada su fuerza en la Cámara, hubiera podido detener la iniciativa.
En un discurso que le consagraría como figura parlamentaria, Azaña defendió ese día las tesis que acabarían por imponerse. "La República, dijo, ha rasgado los telones de la antigua España oficial monárquica y en virtud del cambio operado, España ha dejado de ser católica". Esta última frase, sacada de su contexto -se refería a las pautas de la cultura oficial, no a las creencias personales de la población- fue profusamente utilizada por la derecha para acusar a los gobernantes republicanos de pretender descristianizar el país. Por otra parte, el líder de AR apreciaba en el tema religioso una cuestión básicamente política: "El auténtico problema religioso no puede exceder los límites de la conciencia personal... Nuestro Estado, a diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la tutela de las conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso contra su voluntad, por el camino de su salvación, excluye toda preocupación ultraterrena y todo cuidado de la fidelidad, y quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que tantos y tan grandes servicios le prestó. Se trata, simplemente, de organizar el Estado español con sujeción a las premisas que acabo de establecer". Azaña pidió a la izquierda que renunciase a algunos de sus planteamientos en beneficio del futuro de la Conjunción republicano-socialista.
Esto hizo recapitular a la izquierda. Por fin, una nueva redacción del texto, que recogía las propuestas del centro-izquierda, fue aprobada en el Pleno el 14 de octubre por 178 votos contra 59. Los artículos 26 y 27 definían a las confesiones religiosas como asociaciones sometidas a una ley especial y establecían que no serían subvencionadas por el Estado. Las órdenes religiosas que dispusieran de un cuarto voto de obediencia a autoridad distinta a la legítima del Estado -caso de los jesuitas- serían disueltas y se sometería a las demás a una ley que les prohibiría adquirir bienes y ejercer la enseñanza. Las propiedades del clero serían objeto de fiscalización estatal y podrían ser nacionalizadas. Quedaba abolido el culto público, excepto con autorización gubernativa, y se secularizaban los cementerios de las diferentes confesiones.
La aprobación de estos artículos produjo una considerable agitación en el país y una tormenta política. Desde el bando católico, agrarios y vasco-navarros anunciaron su retirada del Parlamento en protesta por la actitud de la mayoría e hicieron público un manifiesto negando su acatamiento a la Constitución. Paradójicamente, también había sectores de la izquierda que, como los radical-socialistas, rechazaban el articulado religioso de la Constitución, considerándolo demasiado favorable a los intereses eclesiásticos. Sin embargo, la coalición gobernante se rompió por su eslabón más débil, la DLR, llamada ahora Partido Progresista. Alcalá Zamora y Maura abandonaron el Gobierno el mismo día 14, alegando razones de conciencia, aunque sin duda también pesó en su decisión el rechazo de la mayoría gubernamental al proyecto de reforma agraria preparado por el primero, y el deseo de ambos de romper el pacto con los socialistas. El presidente de las Cortes encomendó a Manuel Azaña la dirección del gabinete y su reorganización. Constituido el día 15, la base parlamentaria del nuevo Gobierno era más reducida que la de su predecesor, y basculaba hacia la izquierda, pero también se hacía más compacta. El día 17, Azaña expuso en el Congreso un programa de actuación gubernamental que dejaba definitivamente atrás la etapa provisional y contemplaba las grandes líneas de un ambicioso plan de reformas.
Superado el tema religioso, las sesiones parlamentarias continuaron en un clima de mayor armonía entre los grupos gubernamentales, mientras la ausencia voluntaria de agrarios y vasco-navarros reducía a su mínima expresión a las fuerzas de la oposición. Así, se aprobó la legalización del divorcio y los artículos que otorgaban rango constitucional a las iniciativas del Ministerio de Instrucción Pública: control estatal sobre el proceso educativo, escuela unificada y laica en el nivel primario y regulación del derecho a crear centros docentes. El día 26 de noviembre se votaron los últimos Títulos, que hacían referencia a los órganos de representación de gobierno del Estado y a las garantías y proceso de reforma de la Constitución. El 9 de diciembre, con la abstención de la derecha, el texto constitucional fue aprobado en su conjunto por 368 votos a favor -más otros 17 ausentes, que se adhirieron después- y ninguno en contra.
El debate constitucional resulta fundamental para comprender el devenir de la República y su dramático final. La Constitución de 1931 abría camino a una democratización profunda de las estructuras estatales y era avanzada en muchos aspectos en comparación con otras Constituciones, como la alemana, la mexicana o la austriaca, que la inspiraron parcialmente. Su extensión, con un total de 125 artículos y su minuciosidad revelan el afán de sus redactores por hacer de ella un auténtico código para la reforma social y política de España y por no dejar huecos a través de los que la derecha pudiera en un futuro desvirtuar el espíritu progresista que la informaba. Su meticulosidad hipotecaba, sin embargo, la actuación de cualquier Gobierno, al otorgar rango constitucional a preceptos que hubieran requerido de mayor flexibilidad legislativa. La existencia de una sola Cámara legislativa, el Congreso de los Diputados y los amplios poderes del jefe del Estado favorecían las oscilaciones de las mayorías parlamentarias y los procesos de desgaste y radicalización de las coaliciones, con su secuela de inestabilidad política. Era una Constitución de izquierda, fruto de acuerdos coyunturales entre los socialistas y la pequeña burguesía republicana, y no de un consenso generalizado de las fuerzas políticas que, de todos modos, hubiera sido imposible en aquellas circunstancias. Pese al incuestionable mandato cívico de los diputados, el que no fuera ratificada por los ciudadanos en referéndum ni se convocasen a continuación elecciones a Cortes ordinarias impidió conocer el grado de identificación popular con la nueva Constitución y otorgó argumentos a la derecha para rechazarla, alegando que no se correspondía con la opinión dominante en el país. En cambio, para significativos, aunque minoritarios sectores del movimiento obrero, se trataba de una Constitución burguesa, que cerraba el paso a la vía revolucionaria que la caída de la Monarquía les había hecho esperar.