Comentario
Las manifestaciones de júbilo popular que acompañaron la victoria frentepopulista aumentaron los temores del amplio sector de los españoles que habían votado a otras opciones. El miedo a una revancha política de la izquierda, a un desbordamiento de los cauces legales por la presión reivindicativa de las asociaciones obreras o, incluso a un golpe de tipo bolchevique a cargo de comunistas y socialistas, guió muchas de las convulsas actuaciones que se sucedieron en los días siguientes. Los dirigentes derechistas, estupefactos aún por las dimensiones de la derrota, intentaron frenar la entrega de poderes a los vencedores. Gil Robles, que ya en diciembre había pulsado la opinión de varios generales en torno a un golpe de fuerza, intentó sin éxito que Portela declarase el estado de guerra y anulara los comicios, gestión a la que se sumaron Calvo Sotelo y el general Franco. Este último, aún jefe del Estado Mayor del Ejército, se adelantó a dar las órdenes pertinentes a los mandos militares, pero fue desautorizado por el todavía jefe del Gobierno.
El traspaso de poderes se hizo de forma irregular, temeroso Portela de que la dilación del trámite impidiese a los nuevos ministros refrenar los entusiasmos de sus votantes. Azaña aceptó el día 19 formar un Gobierno en el que, conforme a lo pactado con sus aliados antes de las elecciones, sólo entraron miembros de los dos partidos republicanos incluidos en el Frente Popular. La situación del nuevo Gobierno era bastante precaria. Los partidos representados en él no controlaban ni la cuarta parte de los escaños del Congreso y pese al abierto respaldo de socialistas y comunistas, su estabilidad no estaba totalmente garantizada al no haberse comprometido la izquierda obrera en la gestión del Ejecutivo y ser el del Frente Popular un programa mínimo, que no entraba en aspectos fundamentales de la obra de gobierno.
Entre febrero y julio de 1936, el Gobierno Azaña primero, y el Gobierno Casares después, se esforzaron por desarrollar medidas que facilitaran el retorno a la política reformista del primer bienio, pero abordándola de un modo más decidido. El creciente deterioro del orden público, las escasas sesiones ordinarias celebradas a lo largo de la primavera y las primeras semanas del verano por las Cortes, muchos de cuyos diputados prestaban más atención a los enfrentamientos personales que a la tarea legislativa, y las tensiones surgidas entre los socios gubernamentales y no gubernamentales del Frente Popular, impidieron que cuando estalló la guerra civil se hubiera realizado gran parte de la labor proyectada. Aun así, los dos gabinetes frentepopulistas desarrollaron varias líneas de actuación.
Apenas constituido el Gobierno Azaña, sus ministros hubieron de adoptar varias medidas de considerable alcance, cuya aplicación inmediata venía impuesta por el cumplimiento del programa electoral y por la presión popular. La más urgente era la amnistía, clamorosamente exigida en las masivas manifestaciones de los días siguientes al triunfo electoral, y que ya había conducido a la apertura de varias cárceles, con la consiguiente salida de delincuentes comunes. Sin esperar a la constitución de las nuevas Cortes, la Diputación Permanente de las anteriores, que se mantenía en funciones y respondía en su composición a la ya desaparecida mayoría de centro-derecha, aprobó el 21 de febrero la medida de gracia, que afectaba a unos treinta mil presos políticos. Un Decreto de 28 de febrero dispuso la readmisión de los trabajadores despedidos por motivos políticos o sindicales, a los que las empresas tendrían que indemnizar. Los Ayuntamientos vascos suspendidos a raíz de los sucesos de octubre de 1934, fueron repuestos en sus funciones.
Otro punto del programa que no podía esperar era la puesta en pleno vigor del Estatuto de Cataluña, que los grupos del Front d'Esquerres deseaban realizar de inmediato. Tras la puesta en libertad de Companys y de sus consejeros, beneficiados por la amnistía, un Decreto de 1 de marzo autorizó al Parlamento autonómico a reanudar sus funciones y a reponer en sus cargos a los miembros del Consejo Ejecutivo de la Generalidad. Esta recuperó enseguida sus competencias anteriores al 6 de octubre de 1934 e incluso, en armonía con la nueva línea del Gobierno central, empezó a aplicar la polémica Ley de Contratos de Cultivo. El Ejecutivo regional negoció además la readmisión de miles de trabajadores despedidos a raíz de la Revolución de Octubre, lo que evitó una escalada de huelgas similar a la que se producía en otras zonas de la nación. Con ello, el problema catalán entraba en una nueva fase, marcada por una moderación de las exigencias de los catalanistas y un mejor funcionamiento de las instituciones autonómicas y de los mecanismos de mediación social, que contribuirían a la imagen, sólo parcialmente cierta, del oasis catalán, difundida por los nacionalistas en unos meses en los que la conflictividad social se convertía en una amenaza mortal para la convivencia civil del conjunto de los españoles.
Las restantes medidas del programa gubernamental se dirigían a restaurar los proyectos reformistas alterados por los equipos ministeriales del segundo bienio. El 1 de marzo, coincidiendo con una gigantesca manifestación frentepopulista en Madrid, el Gobierno promulgó un Decreto disponiendo la readmisión de todos los trabajadores despedidos por causas políticas o sindicales. Y cuando, el día 15, comenzó a funcionar el nuevo Parlamento -para cuya presidencia fue elegido Martínez Barrio- la izquierda estuvo en condiciones de seguir legislando las reformas. No obstante, la discusión de las actas parlamentarias, sumamente prolija y apasionada, ocupó a los parlamentarios hasta el 3 de abril y como las sesiones se suspendieron por la elección de presidente de la República hasta el 15 de ese mes, fue muy poco el tiempo que dispuso el Congreso, antes del estallido de la guerra civil, para adoptar iniciativas legislativas.
El tema agrario era prioritario, ya que amenazaba con provocar graves conflictos sociales en el campo si no se abordaba con rapidez. A los pocos días de las elecciones, unos ochenta mil campesinos andaluces, manchegos y extremeños, convocados por la FNTT, se lanzaron a ocupar las fincas de los que habían sido desalojados en el invierno de 1934-35. Se producía así un hecho consumado, que obligó al Ministerio de Agricultura a adoptar las medidas oportunas para volver a poner en vigor la legislación del primer bienio. Por Decreto de 28 de febrero, el Gobierno anuló los procesos de desahucio de colonos y aparceros, salvo cuando hubiera falta de pago, y el 3 de marzo, otro Decreto devolvió a los yunteros extremeños el arrendamiento de las tierras que habían ocupado durante el primer bienio en virtud del Decreto de Intensificación de Cultivos de 1932, que el Ministerio de Agricultura restableció en su plenitud el día 14. Un Decreto de 20 de marzo amplió a todo el territorio nacional la extensión de tierras disponibles para la reforma, dio vía libre para expropiar temporalmente con indemnización fincas declaradas de utilidad pública en virtud, extraña paradoja, del artículo 27 de la Ley de contrarreforma del año anterior -la ley Velayos- y autorizó la extensión de la medida a las tierras de pastos. En ese mes de marzo se amplió mucho el volumen de tierras distribuidas, asentándose a 71.919 campesinos, en gran medida yunteros extremeños, sobre unas 232.919 ha. Según datos del Instituto de Reforma Agraria, en el mes de julio habría ya asentados 114.343 campesinos, sobre 573.190 ha.
El 19 de abril, presentó en las Cortes el ministro de Agricultura, Ruiz-Funes, cinco proyectos de Ley, tres de los cuales fueron discutidos en las semanas siguientes. El más urgente era el de Revisión de desahucios de fincas rústicas, que recogía los términos del Decreto ministerial de 20 de marzo, en virtud del cual se reponían en el derecho de explotación de la tierra a los arrendatarios y aparceros desahuciados en virtud de la Ley sobre contratos de arrendamiento, de marzo de 1935. La Ley, que suscitó duros debates, fue aprobada el 30 de mayo, con la abstención de los diputados derechistas. El segundo proyecto, aprobado por las Cortes el 11 de junio, fue la derogación de la Ley de Reforma de la Reforma Agraria de agosto de 1935 y la puesta en vigor de la Ley de Bases de 1932, a la que se añadieron las especificaciones del reciente Decreto de 20 de marzo. Ruiz-Funes llegó a presentar un tercer proyecto a la Cámara, una Ley sobre rescates y readquisición de tierras comunales, que pretendía la reintegración del antiguo patrimonio comunal de los municipios rurales, rectificando así parte de la obra desamortizadora del siglo XIX. Pero el proyecto, que hubiera debido ser debatido en la primera mitad del mes de julio, quedó relegado ante la gravedad de la situación política, y lo mismo sucedió con otros dos, una Ley sobre adquisición de propiedad por arrendatarios y aparceros y una nueva Ley de Bases de la Reforma Agraria, que ni siquiera llegaron al Congreso.
La política militar ya no la desarrollaba Azaña, sino uno de sus antiguos colaboradores, el general Masquelet. Entre sus primeras medidas figuraba una combinación de mandos que intentaba alejar de los centros de poder a los generales más proclives al golpismo: Goded fue destinado a la Comandancia militar de las Baleares, Franco a la de Canarias y Mola a la guarnición de Pamplona. Otros antiazañistas significados, como Orgaz, Villegas, Fanjul y Saliquet, quedaron en situación de disponibles y fue detenido López Ochoa, de intachable historial republicano, pero que había actuado a las órdenes del general Franco contra la rebelión de los mineros asturianos en octubre de 1934. Por lo demás, el Ministerio de la Guerra retornó a la línea reformista del primer bienio.
El triunfo del Frente Popular suponía el retorno del enfrentamiento entre el Estado y la Iglesia católica. Sin embargo, por lo menos en un primer momento, el conflicto pareció haber perdido virulencia, e incluso el Vaticano dio el placet a Zulueta, el embajador rechazado en 1931. Quedaba pendiente la cuestión de la sustitución de la enseñanza confesional, conforme establecía la Ley de Congregaciones, pero hasta el 2 de mayo, ya con el Gobierno Casares, no se adoptó la primera medida legal, con un Decreto estableciendo patronatos provinciales que estudiaran la rápida sustitución de los docentes religiosos por personal interino laico. A finales de ese mes, se decretó el cierre provisional de los colegios de la Iglesia. En el terreno educativo, el Gobierno adoptó otras medidas que no podían sino disgustar a la derecha y al clero. Se restableció la coeducación en las aulas, se habilitó presupuesto para dotar 5.300 nuevas plazas de maestros estatales y se completó la transferencia de las competencias estatutarias sobre educación a la Generalidad catalana.