Época: Segunda República
Inicio: Año 1933
Fin: Año 1936

Antecedente:
El segundo bienio

(C) Julio Gil Pecharromán



Comentario

Las realizaciones del segundo bienio han sido juzgadas de muy distinta forma. Para las opiniones más progresistas, fue una etapa puramente reaccionaria, de regresión del proyecto democrático. Las visiones más derechistas han tendido a interpretarlo como un período de actividad poco satisfactoria en el que se desperdició la oportunidad de desmontar la obra reformista de la etapa anterior y de frenar la progresión revolucionaria de la izquierda. Pero un juicio suficientemente ponderado obliga a matizar, desde cualquier perspectiva, estas posturas. Es innegable que la etapa radical-cedista supuso un reflujo del impulso reformista, forzado por el nuevo equilibrio de fuerzas políticas. Madariaga ha escrito que Lerroux "se daba cuenta de la importancia de la Iglesia y del Ejército en la vida española y se dispuso a reconquistar estas dos fuerzas y si era necesario, a pagar el precio". El precio era la rectificación parcial de la legislación reformista del primer bienio y una nueva actitud de los poderes públicos ante las relaciones sociales, que implicaba la devolución a las clases privilegiadas de determinadas parcelas de control del Estado.
La política del bienio basculó, pues, entre la fidelidad a las líneas básicas del 14 de abril y la necesidad de abrir nuevos espacios de gobernabilidad a la derecha, cuya marginación de los aparatos de poder era ahora imposible. Pero ello no significaba que la actividad legislativa sufriera un parón, ni que el Parlamento viviera permanentemente entregado al desmantelamiento de la obra de las Constituyentes. Entre las 375 leyes aprobadas en la segunda legislatura había varias claramente contrarreformistas, pero la mayoría afectaban a la gestión de trámite del Estado y algunas incluso completaban, con espíritu ciertamente más templado, proyectos de los equipos republicano-socialistas.

a) La contrarreforma agraria:

Quizás el aspecto más negativo de esta legislación sea el agrario, pero incluso aquí conviene matizar la condición contrarreformista de la labor de algunos responsables ministeriales. El republicano progresista Cirilo del Río, que fue ministro de Agricultura durante casi un año, respetó el ritmo previsto de la reforma, tal vez consciente de que con ello restaba fuerza a la protesta de los sindicatos de trabajadores agrarios. En 1934 se asentaron más campesinos que en todo el período precedente y se cuadruplicó la expropiación de tierras. En cambio, el ministro se esforzó en desmontar el poder socialista en el campo y en rectificar el rumbo de alguno de los aspectos más polémicos de la reforma agraria. Así, en febrero de 1934 se acordó no prorrogar los arrendamientos de los aparceros que habían ocupado tierras incultas en virtud del Decreto de Intensificación de Cultivos, cuya vigencia concluía en octubre, se suspendió la revisión de rentas, que favorecía a los colonos, y aumentaron las facilidades para el desahucio de los arrendatarios insolventes. En pocas semanas fueron desalojados 28.000 ocupantes de fincas, y la libertad de contratación de braceros permitió a los propietarios adoptar represalias contra las organizaciones locales de campesinos, que además se vieron perjudicadas por la reforma del régimen de Jurados Mixtos. En mayo se modificó la Ley de Términos Municipales, ferozmente combatida por las patronales agrarias, y cuya nueva redacción equivalía prácticamente a su derogación. La Ley de Amnistía devolvió a la antigua nobleza una parte de las tierras que se le habían confiscado en 1932.

Los sindicatos agrarios de la UGT respondieron a estas medidas convocando una huelga general en junio, coincidiendo con la recogida de la cosecha, a fin de lograr mejores condiciones laborales. Pero aunque los ministros de Agricultura y Trabajo aceptaron negociar con los ugetistas, la mayoría del Gobierno adoptó una posición muy beligerante en favor de los patronos. El ministro de la Gobernación, el radical Rafael Salazar Alonso, declaró de interés nacional la recolección de la cosecha e impartió órdenes para que se impidiera la actuación de los sindicatos en lo que consideraba un movimiento revolucionario. La huelga, de carácter pacífico, pero protagonizada por los sectores más depauperados -y, por tanto, desesperanzados- del campesinado, fue un fracaso y provocó una desmedida represalia gubernamental, que desmanteló buena parte del sindicalismo rural y debilitó aún más la capacidad de resistencia del proletariado agrícola.

En octubre de 1934, el cedista Manuel Giménez Fernández ocupó la cartera de Agricultura. Católico progresista, se empeñó en la tarea de ampliar la legislación reformista con medidas de notable alcance social, pese a su carácter moderado y a la prioridad que otorgaba el ministro a los derechos legítimos de propiedad. La Ley de Yunteros, de 21 de diciembre, prorrogó la ocupación de tierras por los campesinos extremeños, a los que el cumplimiento del plazo de dos años otorgado por el Decreto de Intensificación de Cultivos, de octubre de 1932, planteaba la amenaza de un desalojo masivo a instancias de los propietarios de las tierras que se les habían adjudicado. Por el contrario, un Decreto de 9 de enero de 1935 suspendió temporalmente las expropiaciones definitivas, excepto las ofrecidas voluntariamente. Pero su principal obra fue la Ley de Arrendamientos Rústicos, de 15 de marzo. La Ley pretendía amparar los derechos de los colonos, garantizándoles la compra de tierras a los doce años de su explotación a un precio que compensara a los antiguos propietarios. Pero el Parlamento recortó sus efectos al establecer una libertad total de contratación de arrendamientos y la limitación mínima de los contratos a una sola rotación de cultivos. Las iniciativas del ministro, pese a su escasa audacia, fueron muy combatidas por los propietarios, que le calificaban de "bolchevique blanco". Los monárquicos mantuvieron en el Parlamento una abierta beligerancia contra las leyes de Yunteros y de Arrendamientos, aplaudida por los diputados agrarios y gran parte de los cedistas, y el propio Gil Robles criticó el celo de su colaborador. En este clima hostil, una tercera Ley, sobre incremento del pequeño cultivo, que habría permitido parcelar parte de las grandes fincas extremeñas, no prosperó. En el Gobierno de abril de 1935 ya no figuraba Giménez Fernández.

En este Gabinete de mayoría derechista, la cartera de Agricultura fue para un miembro del Partido Agrario, Nicasio Velayos, un gran propietario que se aplicó en legislar la contrarreforma. La prórroga a los ocupantes de fincas que establecía la Ley de Yunteros, no fue mantenida, y miles de familias se vieron expulsadas de modo fulminante de las tierras que cultivaban. La Ley para la Reforma de la Reforma Agraria, aprobada por las Cortes el 1 de agosto, no anulaba la Ley de Bases de 1932, pero limitaba mucho su aplicación. Se suprimió la expropiación sin indemnización, liquidando el Estado a los propietarios con efectos retroactivos las rentas derivadas de lo que ahora se consideraban simples ocupaciones temporales. En adelante los dueños de las fincas podrían intervenir en la tasación oficial de su propiedad, negociando caso a caso con el IRA, y recurrir a los Tribunales, lo que suponía de hecho imponer un alza considerable en la indemnización. A la vez, se limitaron aún más los fondos del IRA para estos efectos -pese a lo cual terminó el ejercicio de 1935 con superávit- se recortó el ritmo de asentamientos de campesinos a dos mil por año y se detuvo la confección del Registro de la Propiedad Expropiable. Aunque la Ley abría una puerta a futuras expropiaciones al admitir su realización por motivos de utilidad social, su entrada en vigor supuso, en la práctica, la congelación de la reforma agraria.

b) La política militar:

Otro de los grandes apartados reformistas, el militar, fue en cambio poco rectificado. Ninguno de los siete ministros de la Guerra del bienio tuvo tiempo o ideas para deshacer la legislación azañista, sobre cuya calidad técnica existían pocas dudas, si bien los dos más significados, Hidalgo y Gil Robles, imprimieron a su gestión una orientación marcadamente contraria a la de la etapa Azaña. Dispuesto a despolitizar la cuestión militar, Hidalgo buscó atraerse a los descontentos, sobre todo a los africanistas, concediendo ascensos para puestos vacantes que debían haberse amortizado. Promocionó así a algunos militares de lealtad más que dudosa al régimen, como el general Francisco Franco, a quien encomendó, contra el parecer mayoritario del Gobierno y sin cargo oficial alguno, la planificación de las operaciones militares contra los mineros asturianos en octubre de 1934, que fueron dirigidas por el general Goded, uno de los conspiradores de agosto de 1932.

La llegada de Gil Robles al Ministerio, en mayo de 1935, reforzó el papel de los militares antiazañistas y la tendencia al intervencionismo político de la oficialidad. El general Fanjul, reconocido monárquico, fue su subsecretario, Franco pasó a dirigir el Estado Mayor Central, Mola ocupó la jefatura del ejército de Marruecos y Goded fue nombrado director general de Aeronáutica. Por el contrario, generales de historial republicano, como Riquelme, Romerales o López Ochoa fueron cesados en sus puestos por el ministro a lo largo de la primavera y el verano de 1935 y otros muchos oficiales identificados con la izquierda republicana y obrera sufrieron represalias profesionales. Sin embargo, preocupado por la actividad conspirativa de los monárquicos, Gil Robles procuró atraerse al minoritario sector involucionista del Ejército con proyectos de rearme, como la compra de material bélico a la Alemania nazi, y promesas de ampliación de plantillas, mientras una hábil política de gestos testimoniales devolvía a las Fuerzas Armadas un conservador espíritu de cuerpo que demostraría su eficacia en julio de 1936. Sin embargo, la rectificación de la legislación del primer bienio, sometida a estudio de forma inconexa, no llegó a producirse.

c) Legislación socio-laboral:

En el terreno laboral, la legislación caballerista fue parcialmente desmontada bajo la presión de las organizaciones patronales, pero durante la etapa de los gobiernos radicales el Ministerio de Trabajo se esforzó por mantener un cierto equilibrio entre las posiciones de los trabajadores, cuyos sindicatos conservaban una gran capacidad de movilización, y los empresarios, que no perdían ocasión de manifestar su descontento ante la inexistencia de una auténtica contrarreforma laboral. Los Jurados Mixtos no desaparecieron, como exigían insistentemente estos últimos, pero sus presidentes, designados por el Gobierno, se mostraron más receptivos a los intereses patronales, especialmente en el campo, donde descendieron los salarios reales y no dejó de incrementarse la cifra de parados.

Tras la Revolución de Octubre y la dura represión que se abatió sobre el movimiento obrero, el ministro cedista Anguera de Sojo suspendió provisionalmente los Jurados Mixtos y el Ministerio renunció a seguir actuando como mediador en las cuestiones laborales. Profundizando la ofensiva contra los sindicatos, un Decreto de 1 de diciembre de 1934 puso fuera de la ley a las huelgas abusivas, es decir, a las que no tuvieran un estricto carácter laboral o no contaran con autorización gubernativa. En enero de 1935, Anguera presentó en las Cortes un proyecto de Ley de bases que debía sustituir a la Ley caballerista de Asociaciones Profesionales, y que limitaba la capacidad negociadora de los sindicatos y marcaba unos límites muy estrictos a su actuación. El trámite parlamentario de la nueva Ley de Asociaciones se iría alargando, y finalmente no sería aprobada, pero en el verano se modificaron las funciones de los renovados Jurados Mixtos, a fin de disminuir el poder de los vocales obreros, lo que, unido a las limitaciones impuestas a la actividad de los sindicatos, otorgó una extraordinaria capacidad de presión a los patronos en la negociación de las condiciones laborales. Fruto de ello fueron el parón en el crecimiento de los salarios, incluso su disminución en determinadas faenas agrícolas, o el incremento de las jornadas laborales en algunos sectores, como la siderurgia.

A lo largo del segundo bienio, el crecimiento del paro se transformó en el primer problema social del país. Los gabinetes radicales estudiaron promover la realización de obras públicas, pero no lo permitió la restrictiva política presupuestaria. Los ministros Salmón y Lucia, miembros de la CEDA, intentaron medidas de alcance muy limitado para luchar contra el desempleo. El primero quiso relanzar el sector de la construcción, canalizando aportaciones empresariales y subvenciones estatales para generar empleo, desarrollar obras públicas y abaratar el precio de la vivienda (Ley Salmón, de 26 de junio de 1935). En noviembre, Lucia propuso dar trabajo a los parados a través de un Plan de Obras Públicas Pequeñas, que proponía invertir 1.700 millones en cinco años, sufragados con aportaciones privadas y los recursos públicos administrados por una Junta Central contra el Paro. Pero ambas iniciativas se estrellaron contra la falta de presupuesto y los drásticos propósitos de reducción del déficit de Chapaprieta.

e) La revisión constitucional:

Una de las grandes cuestiones pendientes a lo largo del bienio fue la revisión de la Constitución, pese al acuerdo de los partidos del centro y de la derecha sobre su conveniencia. Una modificación de su articulado hubiera facilitado una rectificación más profunda de la legislación reformista, protegida por su meticulosa redacción. Pero hubo diversos factores que lo impidieron. En primer lugar, la derecha y el centro mantenían puntos de vista muy dispares sobre el alcance de la reforma. La exigencia del acuerdo de los dos tercios del Parlamento no vencía hasta el 10 de diciembre de 1935, lo que, ante la falta del consenso preciso, alejaba hasta entonces la posibilidad de lograr una mayoría suficiente. Y, además, la disolución automática de las Cortes, prevista para el supuesto de que prosperase la reforma, era un poderoso argumento disuasorio para una coalición muy fragmentada, que temía la recuperación electoral de la izquierda. En consecuencia, el Ejecutivo solventó durante muchos meses el tema aludiendo a la resolución prioritaria de otros problemas gravísimos que tenía planteados el país.

A comienzos de julio de 1935 se logró un principio de acuerdo entre los socios de la coalición y el día 5, Lerroux presentó en las Cortes un anteproyecto gubernamental sumamente vago que proponía la reforma o supresión de 41 artículos de la Constitución. En el texto, el Ejecutivo manifestaba su voluntad de recortar el alcance de los procesos autonómicos regionales, facilitando su control por la Administración central, de abrir camino a la supresión del divorcio y a la anulación del principio de socialización de la propiedad privada, de establecer un Senado como segunda cámara, de restringir la capacidad legislativa individual de los diputados y de reformar los artículos referentes al tema religioso, eliminando gran parte de su contenido anticlerical, aunque se respetaría el carácter laico del Estado. Se formó entonces una Comisión parlamentaria de Reforma Constitucional, presidida por Samper, pero que no empezó a trabajar hasta octubre. Cuando se disolvieron las Cortes, en enero de 1936, sus miembros intentaban todavía ponerse de acuerdo sobre el anteproyecto, que no satisfacía plenamente a ningún partido. Lógicamente, el nuevo Parlamento surgido de las urnas, controlado por la izquierda, desistió de continuar su tramitación.