Comentario
Se ha juzgado muy duramente la actuación del Gobierno Casares, acusado de debilidad frente al incremento de la conflictividad y de falta de visión política. Tampoco faltan las proyecciones ucrónicas sobre lo que hubiera sido de la República si Azaña hubiera seguido en la jefatura del Gobierno o le hubiera sucedido Prieto. Algunos analistas estiman que uno u otro hubieran hecho más que el político gallego para amortiguar el deterioro de la autoridad del Estado que condujo al golpe militar de julio y a la guerra. Pero eran precisamente las circunstancias que hicieron inevitable el conflicto las que frustraron estas posibles salidas. La división del socialismo, que impidió la opción de gobierno prietista, era un elemento desestabilizador de gran importancia aunque no tanta, desde luego, como el insurreccionalismo de la derecha, lanzada abiertamente a la destrucción del régimen.
Por supuesto, las causas de la guerra de 1936-39 son muy complejas, y aquí no pueden ni esbozarse. Pero el proceso de destrucción de la convivencia civil fue personificado por una serie de agentes, cuya evolución durante la primera mitad de 1936 influyó en el alineamiento definitivo de los dos bandos.
Pese a la evidencia del voto anarquista en febrero, la CNT se había mantenido en su línea, llamando a la abstención electoral, y mostró rápidamente su abierta hostilidad al Gobierno burgués del Frente Popular. En esta época, teóricos como Diego Abad de Santillán, Federica Montseny e Isaac Puente contribuyeron a reforzar los contenidos utopistas del anarcosindicalismo, potenciando la fe de las bases en un modelo específico de revolución que llevaría a una sociedad sin clases, estructurada en comunas libertarias. El Pleno Nacional celebrado por la FAI a comienzos de febrero rechazó la política obrera de alianza con la burguesía y se pronunció por el método insurreccional para la conquista de la riqueza social. Pero, por otra parte, se iban imponiendo en los sindicatos cenetistas las tesis favorables a la unión del proletariado. El primero de mayo se reunió en Zaragoza un Congreso Confedera] de la CNT. Los delegados, que representaban a 612.707 afiliados, se pronunciaron por la vía libertaria al comunismo, pero manteniendo las tácticas sindicales y de lucha armada. De la reunión salió una invitación a la UGT para suscribir una alianza revolucionaria cuyo fin sería destruir completamente el régimen político y social vigente, y cuya firma hubiera supuesto la ruptura inmediata del Frente Popular.
Pero el socialismo seguía rumbos muy distintos. La definición ante la alianza con los republicanos había aumentado las diferencias entre el sector encabezado por Prieto, que se mostraba partidario de la colaboración, y la izquierda que seguía a Largo Caballero. Este prefería mantenerse al margen de cualquier responsabilidad de gobierno, reforzando el entendimiento entre las organizaciones obreras de la coalición y esperando el momento en que el fracaso de la burguesía republicana facilitara la conquista del Poder por el proletariado. Desde finales de diciembre de 1935 hasta finales de junio de 1936, ambas corrientes sostuvieron una enconada pugna en torno a la elección de una Comisión ejecutiva del PSOE, que sustituyera a la anterior, de mayoría caballerista. Finalmente, la batalla electoral se decidió en favor de los primeros, pero ello no hizo sino enconar las rivalidades en el seno del partido. Por otra parte, los caballeristas conservaban el control de la UGT y de la minoría parlamentaria, así como de la importante Federación Madrileña del PSOE y se apoyaban en las aún más extremistas Juventudes Socialistas.
La división en el seno del socialismo, que durante la primavera de 1936 condujo a enfrentamientos violentos entre los miembros de sus fracciones, facilitó las tácticas de aproximación de un PCE sumamente disciplinado, cuyos efectivos crecieron espectacularmente en esos meses. Los comunistas mostraban un firme apoyo al Gobierno republicano, e incluso moderaron su exigencia de una reforma agraria revolucionaria y trataron de evitar la escalada de conflictividad laboral que se produjo a lo largo de la primavera. El PCE llevaba tiempo induciendo la bolchevización de la izquierda socialista, pese al fracaso de su táctica de reconstruir las Alianzas Obreras. El ingreso de su central sindical, la CGTU, en la UGT, en noviembre de 1935, reforzó esta tendencia, que comenzó a ser una realidad cuando las juventudes de ambos partidos concluyeron su proceso de acercamiento fusionándose en junio como Juventudes Socialistas Unificadas, puestas bajo la dirección del secretario general de las JJ.SS., Santiago Carrillo.
También en la derecha los extremistas ganaban terreno rápidamente. La principal organización conservadora, la CEDA, realizó durante la primavera un nuevo giro, que la llevó a promover el boicot a la vida institucional. La extrema derecha defendía abiertamente la ruptura violenta del orden constitucional. Tras las elecciones, los alfonsinos retomaron con nueva energía su nunca abandonada vía golpista y los carlistas aceleraron la formación de sus milicias con vistas a un levantamiento. Pese a que el Bloque Nacional había mostrado una escasa capacidad de convocatoria, Calvo Sotelo se afirmó como figura parlamentaria de la derecha y, bajo su dirección, los diputados monárquicos convirtieron al Congreso en el marco de duros enfrentamientos dialécticos con la izquierda, que ejercieron un efecto desastroso sobre la dividida opinión pública.
Los más beneficiados por la nueva situación fueron, sin embargo, los falangistas. FE había demostrado en las elecciones de febrero, en las que cosechó unos exiguos 45.000 votos en todo el país, que era una fuerza marginal dentro del sistema de partidos. Pero tras el triunfo del Frente Popular recibió una avalancha de afiliaciones de "gentes de orden", asustadas y dispuestas a la acción violenta, que abandonaban los menos operativos partidos conservadores. En pocas semanas, el crecimiento de la organización fascista alteró el equilibrio de la derecha ante la sangría de militantes que sufrieron RE y las Juventudes cedistas: sólo de éstas, se calcula que ingresaron en Falange unos 15.000 afiliados. Seguros de la proximidad de un enfrentamiento civil, los falangistas procedieron a fortalecer su organización ilegal y las milicias, y entraron decididamente, apenas conocidos los resultados electorales, en una espiral de violencia terrorista que encontró rápido eco en la extrema, izquierda. La actividad de los pistoleros de la Primera Línea provocó la respuesta del Gobierno, que a mediados de marzo, tras un atentado fallido contra la vida del dirigente socialista Jiménez de Asúa, encarceló a Primo de Rivera y a otros miembros de la Junta Política de FE, cerró su periódico, Arriba, y prohibió la actuación pública del partido. Pero, desde la clandestinidad, Falange seguiría mostrando una singular capacidad para incrementar el tono del enfrentamiento entre los españoles.
La violencia es, sin duda, el rasgo más destacado de la vida nacional entre febrero y julio de 1936 y el que contribuyó de un modo más patente al progreso de la opción golpista de la derecha. Tras el triunfo del Frente Popular se produjo un drástico incremento de las actividades de las milicias políticas de todo signo -alfonsinas, carlistas, falangistas, socialistas, anarquistas, comunistas, de los independentistas catalanes, etc.- constituidas por jóvenes muy radicalizados, uniformados y encuadrados en unidades de carácter paramilitar. Los atentados e incidentes de orden público de todo tipo, en muchas ocasiones en represalia por acciones similares de los adversarios políticos, contribuyeron a sembrar el miedo y el odio entre sectores cada vez más amplios de la población, imposibilitando el normal desarrollo de la vida política. Los atentados fallidos contra los dirigentes socialistas Jiménez de Asúa y Largo Caballero, o las muertes del magistrado Manuel Pedregal, del capitán de Ingenieros Carlos Faraudo, adscrito a la Guardia de Asalto e instructor de las milicias socialistas y del alférez Reyes, atribuidos todos a pistoleros falangistas, provocaron violentas represalias de los activistas juveniles de la izquierda, que alcanzaron tanto a empresarios y militantes de partidos derechistas, como el ex ministro y diputado liberal-demócrata Alfredo Martínez, asesinado en Oviedo el 24 de marzo, como a sedes sociales y periódicos de la oposición, como el diario madrileño La Nación, órgano de Calvo Sotelo, cuya sede fue incendiada por un grupo de extremistas el 13 de marzo. La quema de más de un centenar de iglesias, y el cierre de todos los colegios religiosos, decretado por el Gobierno el 20 de mayo con la excusa de evitar que fueran asaltados, incrementó la ya manifiesta hostilidad del clero hacia el régimen y agudizó en los católicos el espíritu de "cruzada" que tanta transcendencia alcanzaría durante la guerra civil.
En el mundo laboral, el continuo crecimiento del paro y el enfrentamiento entre patronales y sindicatos desencadenó una alta conflictividad. En el campo, la reacción de los propietarios ante la reanudación de la reforma agraria y el alza oficial de los salarios llevó a muchos de ellos a paralizar las labores agrícolas antes de plegarse a las exigencias de contratación de los sindicatos campesinos. Entre el 1° de mayo y el 8 de julio se contabilizaron 192 huelgas agrarias. La respuesta de los jornaleros, entre los que el paro y el pauperismo alcanzaban proporciones alarmantes, fue a veces violenta y dio pie a incidentes sangrientos, como el de Yeste (Albacete), donde a finales de mayo la detención de unos campesinos que pretendían talar árboles en una finca particular condujo a un sangriento enfrentamiento entre la Guardia Civil y los jornaleros, en el que murieron un guardia y 17 campesinos, varios de ellos asesinados a sangre fría por los agentes.
Los dirigentes republicanos se vieron situados entre dos fuegos. El Gobierno actuó con energía al principio, utilizando todos los resortes de la Ley de Orden Público, lo que le permitió encarcelar, por ejemplo, a los dirigentes de la Falange. Pero luego fue desbordado por la conflictividad. No se trataba sólo de falta de voluntad o de ceguera política. Decidirse por instaurar una "dictadura nacional" republicana encabezada por Azaña, como propuso Miguel Maura en junio, habría supuesto clausurar por mucho tiempo el proyecto democrático que representaba la República. Tal efecto se hubiera visto agravado por la previsible resistencia a someterse de los sectores extremistas, que disponían de milicias cada vez mejor organizadas. La lucha armada entre dos bandos, la guerra civil, habría supuesto -como supuso, poco después- el fracaso del proyecto civilista y democratizador de la burguesía liberal republicana, que gobernaba en nombre del Frente Popular. Existía, además, el temor a que un refuerzo de los resortes de autoridad en poder del Ejecutivo terminase conduciendo a la proclamación del estado de excepción, lo que equivaldría a poner el futuro de la República en manos de unas Fuerzas Armadas de fidelidad más que dudosa.