Comentario
Durante la II República el factor religioso desempeñó un papel de crucial importancia en la vida política y social. Todo hace pensar que existen argumentos al mismo tiempo en contra y a favor de la afirmación de Azaña según la cual España había dejado de ser católica. En cualquier caso, la dureza de la contraposición entre clericalismo y anticlericalismo revela que la cuestión no era en absoluto indiferente para la sociedad española. Ésta, sin embargo, vivió con tensión variable el problema, que siendo muy agudo en el primer bienio, lo fue mucho menos luego, hasta que la propaganda de la derecha revistió de nuevo en 1936 un extremado clericalismo. Sin embargo, los militares sublevados en sus bandos no hicieron alusión a la cuestión religiosa en la que, por tanto, no parecen haber estado primordialmente interesados; la dictadura que pretendían crear, de acuerdo con sus planes iniciales, era republicana y además laica. Incluso Franco hizo referencia a la aconfesionalidad futura del nuevo Estado. Eso, sin embargo, no quiere decir que fuera dudoso el alineamiento de los católicos una vez producido el estallido del conflicto.
En la zona controlada por las autoridades republicanas, al menos nominalmente, se produjo una durísima persecución del clero católico. Es cierto que este fenómeno se concentró en los meses de julio y agosto de 1936, semanas en las que tuvo lugar casi la mitad de los asesinatos de sacerdotes (y 10 de las 13 ejecuciones de obispos), pero entre algunos sectores de la extrema izquierda perduró la inquina contra los religiosos y sacerdotes hasta el punto de que Andrés Nin llegó a decir que la revolución había hecho desaparecer el problema de la Iglesia por el procedimiento de no dejar una en pie y suprimir al mismo tiempo a los sacerdotes y el culto. Y los anarquistas protestaron vivamente cuando Negrín trató de restablecer la libertad de cultos.
Si las cifras de asesinatos como producto de la represión todavía son más o menos discutibles, en cambio la magnitud de la represión ejercida sobre el clero resulta ya conocida. Murieron 4.184 miembros del clero secular, 2.365 religiosos y 283 religiosas, es decir, un total de 6.835 personas. La magnitud de estas cifras se aprecia en términos relativos e históricos. Se puede calcular que desaparecieron un 13 por 100 de los sacerdotes y un 23 por 100 de los miembros de las órdenes religiosas, lo que significa aproximadamente entre un 8 y un 10 por 100 del total teniendo en cuenta que buena parte de las diócesis quedó desde los días iniciales de la guerra en manos de los sublevados. Eso supone que en algunas de ellas el porcentaje de ejecuciones fue muy superior: en Barbastro, el 88 por 100; en Lérida, el 66 por 100, y en Tortosa, el 62 por 100.
La geografía hace pensar en el papel desempeñado en estas ejecuciones por los incontrolados de carácter más o menos anarquista, pero no pueden atribuirse sólo a este sector los crímenes, porque en una ciudad grande como Madrid, donde era más fácil ocultarse y no existía apenas anarquismo, murió el 30 por 100 del clero, cifra mayor que la de Barcelona. Es probable que ésta haya sido la persecución más sangrienta de la Historia de la Cristiandad, sólo comparable a la producida durante la Revolución Francesa o durante el Imperio romano, pero quizá superior en magnitud cuantitativa a estos dos casos. Se debe tener en cuenta que en el nivel geográfico de una pequeña comarca como el Maresme el porcentaje llegó a ser del 85 por 100 del total de asesinados.
Pero en última instancia lo de menos es el número de asesinatos, ante la realidad de que durante meses bastaba el hecho de ser sacerdote para ser asesinado, por supuesto sin formación de causa alguna. En la zona controlada por el Frente Popular el culto desapareció y sólo pudo ser practicado clandestinamente y en privado al menos hasta 1938. Fueron destruidos quizá 20.000 edificios, muchos de ellos de interés artístico, y la Iglesia española en la zona republicana se vio obligada a vivir en una situación semejante a la de las catacumbas.
La incógnita sigue siendo cómo resultó posible esta persecución y cuál fue el detonante de este estallido de odio. Es cierto que se pagaron así los pecados colectivos de la institución eclesiástica y que hubo una especie de "venganza por defraudación" respecto de la comunidad eclesiástica del pasado o del presente. Pudo haber contadísimos casos de colaboración con los sublevados y es posible que para los incendiarios de iglesias y asesinos esta fórmula de subversión fuera la más evidente (y también la menos peligrosa) en contra de una sociedad tradicional. Pero aun así, tamañas atrocidades, de todo punto injustificables, requieren una interpretación que todavía no se le ha dado. El carácter paradójicamente religioso, casi ritual, de los ataques contra edificios y personajes religiosos y la repetición de este tipo de atentados desde el comienzo del siglo XIX requiere, sin duda, una explicación convincente que todavía nos resulta imposible.
Se ha dicho que la posición de la jerarquía eclesiástica española fue adoptada un tanto tardíamente, después de la primera intervención papal acerca de nuestro país y como consecuencia de la persecución. Sin embargo, la verdad es que menudearon las declaraciones antes de que se produjera la papal y que en ellas se adoptó una actitud inequívocamente partidaria de los sublevados; tal actitud fue espontánea y en ella pudo jugar un papel muy importante la persecución, aunque es imaginable que se hubiera producido en términos semejantes sin esta última.
Hubo una docena y media de textos episcopales inequívocos en las primeras ocho semanas de la guerra civil, en alguno de los cuales ya se utilizó el término "cruzada" para designar lo que acontecía en España. Además, también en una fecha muy temprana, durante el mes de agosto, dos obispos, el de Vitoria y Pamplona, condenaron la posición de los nacionalistas vascos, contrarios a los sublevados, por su colaboración con los comunistas. En realidad el autor de este escrito era el primado de España, Gomá, que desde el final de la época republicana era ya, de manera absolutamente clara, el dirigente decisivo de la Iglesia española. La condena del comunismo conectaba de manera absoluta con las últimas declaraciones papales, pero la primera intervención del Pontífice sobre la España en guerra, producida a mediados de septiembre, empleaba un lenguaje bastante diferente al de los prelados españoles al reclamar el perdón, invocar la paz y aludir a las causas justas de las reivindicaciones sociales. Esta alocución no fue publicada en la España sublevada. En ese mismo mes el obispo Plá y Deniel, futuro primado, publicaría una pastoral, Las dos ciudades, muy expresiva de la visión habitual en la jerarquía eclesiástica y consistente en presentar la contienda, de acuerdo con los ideales de cruzada, como el resultado del enfrentamiento entre el Bien y el Mal.
Para comprender este planteamiento hay que tener en cuenta que los obispos españoles no se contentaban con pretender resguardar la situación preexistente, sino que a lo largo de 1937 hicieron una "sobreinterpretación católica" del conflicto, insistiendo en los factores religiosos y señalando la necesidad de una radical cristianización de la sociedad española, que borrara cualquier apariencia de tibieza y que por supuesto llegaría a hacer inimaginable las iniciales declaraciones de los militares sublevados a favor de la aconfesionalidad. El clima bélico explica sin la menor duda este tipo de planteamiento que resultó perdurable y que no era fácilmente entendido por católicos de otras latitudes.
Es esto lo que explica la carta colectiva de los obispos españoles en agosto de 1937. Pensada originariamente por Gomá, se convirtió en una realidad gracias en parte a la sugerencia de Franco. La carta no tenía como destinatarios a los católicos españoles, ya suficientemente convencidos, sino a los prelados extranjeros y eludía el empleo del término "cruzada". De acuerdo con su interpretación, la República habría hecho a la Iglesia "víctima principal" de su obra de gobierno y la guerra habría resultado inevitable como consecuencia de una previa revolución comunista ya preparada y "documentalmente probada". Eso último, como sabemos, no era cierto pero no era ese el único inconveniente de la carta colectiva, que no parecía tener en cuenta la importancia del conflicto social en el origen de la sublevación, parecía olvidar la represión de los sublevados y el caso de los vascos y, en fin, se mostraba muy alejada de los valores democráticos. Lo curioso del caso es que poco después de la aparición de la carta colectiva el primado Gomá, su redactor, pudo apreciar en el nuevo Estado peligrosos síntomas que hacían desvanecerse sus esperanzas de una catolización radical de la sociedad española.
En efecto, en 1937 no había sido posible publicar en España la condenación papal del nazismo que sólo apareció en las publicaciones eclesiásticas (y no en otras) a lo largo de 1938. Las últimas pastorales de Gomá demuestran una creciente preocupación en relación con la orientación futura del régimen franquista. Ya en 1937 había escrito al Vaticano que existía en los medios católicos la idea generalizada de que "ganaremos la guerra pero perderemos la paz". En 1938 una pastoral suya recordó a los católicos que los sentimientos nacionalistas no podían primar sobre la adscripción religiosa. Todavía fue más notoria su reticencia respecto del nuevo Estado una vez obtenida la victoria definitiva: la pastoral Lecciones de la guerra y deberes de la paz, de octubre de 1939, no pudo ser difundida por orden de Serrano Suñer; en ella se hacía patente la preocupación de Gomá ante la orientación de la España de la época, tanta que postulaba la necesidad de la unión de los católicos y la de que los dirigentes políticos de la España de Franco recibieran la iluminación de la sana doctrina.
Esta reticencia se explica por la actitud del Vaticano respecto de los movimientos fascistas y en especial del nazismo, sin duda influyente en los medios dirigentes españoles. De todas maneras en Roma, desde fecha muy temprana, hubo una actitud respecto de los sucesos españoles que permite apreciar una diferencia de clima con respecto a España. La opinión que del catolicismo español se tenía en Roma no era muy halagadora para este último, a pesar de que tendiera a considerarse a sí mismo como un ejemplo a imitar.
Cuando estalló la guerra la actitud intemperante del primer representante oficioso de Franco ante el Vaticano, el almirante Magaz, no contribuyó a mejorar la situación. Magaz se quejó de la "absoluta incomprensión" que encontraba, mientras que criticaba con aspereza los nombramientos de obispos producidos en la etapa republicana; la indignación del Papa Pío XI fue tal que, según un testigo, "creí que lo enterrábamos". Fue el propio Gomá quien consiguió un mejoramiento significativo de las relaciones entre Franco y el Vaticano. En diciembre de 1936 visitó Roma, de donde volvería habiendo convencido al Vaticano de la condición católica de Franco y sus seguidores y dispuesto a servir de "punto de sutura" entre los dos poderes. Sin embargo, no se puede decir que existiera la cordialidad y la identificación entre ellos previsible, teniendo en cuenta el lenguaje de la "cruzada".
Aunque en el verano de 1937 estuvo en España un representante de la Santa Sede, Antoniutti, las relaciones entre el Gobierno de Franco y la Santa Sede no se normalizaron hasta abril de 1938, momento en que se intercambiaron representantes diplomáticos. Cicognani, el Nuncio del Vaticano, procedía de Austria, hecho revelador de los temores de Roma acerca de una posible influencia de la Alemania nazi en la España de Franco. A estas alturas el Gobierno franquista y su representante en Roma tenían importantes puntos de discrepancia con el Vaticano que se referían a la validez del Concordato de 1851, cuestión importante pues permitía mediatizar el nombramiento de los obispos a la voluntad de sustituir al cardenal Vidal i Barraquer y el convenio cultural con Alemania al que la Santa Sede atribuía una "gravedad excepcional". Es muy significativo que sólo en este año en el Anuario pontificio desapareciera la mención a la representación diplomática ante las instituciones republicanas.
Aparte de la habitual prudencia de la diplomacia vaticana, su actitud respecto de la guerra civil española se explica también por la profunda división que estos acontecimientos produjeron en la conciencia católica. Quizá en España fue donde se produjo una menor división, aunque también se dio entre nosotros como prueban los casos de Euzkadi, Cataluña y varios intelectuales.
En el País Vasco la actitud de los nacionalistas fue mayoritariamente partidaria de la fidelidad a la República; aunque hubo asesinatos de sacerdotes en la zona controlada por ellos, el número fue más reducido. La posición de los nacionalistas vascos fue objeto de una dura controversia iniciada por la condena de la colaboración con los comunistas redactada por Gomá y proseguida, a fines de 1936, por el cruce de una correspondencia entre Gomá y el presidente vasco, Aguirre. En esencia, el PNV insistió en que la guerra civil tenía como razón de ser un enfrentamiento social y no religioso; los sublevados, escribió el canónigo Onaindía, habían incumplido los preceptos de la Iglesia sobre el acatamiento al poder constituido y habían iniciado la ofensiva contra quienes no les atacaban.
Por su parte, Aguirre afirmó que los vascos estaban en contra del fascismo y el imperialismo por espíritu cristiano. La aspereza de la división se aprecia en el hecho de que de los 47 sacerdotes asesinados en el País Vasco, 14 lo fueron por las tropas de los sublevados. Es posible que, como dijo Franco a Gomá, ese hecho fuera el producto del "abuso de autoridad de un subalterno", pero acabó provocando la protesta indignada del obispo de Vitoria, Múgica, que en octubre de 1936 abandonó la zona controlada por Franco. En realidad, Múgica, que era integrista, no podía ser calificado como partidario del PNV, al que en su correspondencia acusó de ir "de tumbo en tumbo", pero sintió la urgencia de defender al clero de su diócesis: en Vitoria -decía- "mandan los militares y la Iglesia está esclavizada". Mientras tanto el vicario Lauzurica hacía las más entusiastas declaraciones sobre Franco.
También en Cataluña existía un catolicismo que por sus peculiaridades no sólo nacionalistas sino derivadas de una sensibilidad más moderna difícilmente podía alinearse del lado de los sublevados. Testimonio del mismo puede ser el propio Vidal i Barraquer, que fue perseguido por los anarquistas y salvado por la Generalitat y que con Múgica fue el único prelado que se negó a suscribir la carta colectiva del verano de 1937. Preguntado por Gomá respondió que la juzgaba "más propia de la propaganda" que de la firma de quienes la iban a suscribir. Como Vidal, una parte considerable del catolicismo catalán se vio cogido entre dos fuegos con gravísimas consecuencias en algún caso.
Los jóvenes de la FEJOC o de la UDC fueron perseguidos por los anarquistas, aunque estaban muy lejos de identificarse con las posiciones de los sublevados. De los dirigentes de UDC hubo uno, Carrasco Formiguera, que perseguido primero por la CNT luego cayó en manos de los sublevados y resultaría ejecutado en abril de 1938; otro, Romeva, fue el único voto discrepante en el Parlamento de Cataluña frente a Companys permaneciendo, sin embargo, estrictamente en la legalidad constitucional; y un tercero, Roca Cavall, animó los Comités por la Paz Civil, que intentaron concluir el conflicto en Francia e Inglaterra mediante una solución negociada. Hubo, en fin, un puñado de intelectuales y políticos como Ossorio, Bergamín o Semprún que, siendo católicos, se identificaron con la causa republicana cuya propaganda asumieron quizá demasiado indiscriminadamente.
Con todo, habiéndose producido una división manifiesta en el catolicismo peninsular respecto de la guerra el decantamiento fue mayoritariamente favorable a los sublevados, lo que no se produjo en otras latitudes. En efecto, si se redactó la carta colectiva de los obispos y se montó una oficina de propaganda católica ligada al nuevo Estado fue porque en general la guerra española conmovió al catolicismo universal, lo dividió y le causó problemas. Así sucedió especialmente en Francia, donde hubo partidarios de los vascos, intentos de lograr la mediación y condenas de la visión de la guerra como cruzada (en el caso de Maritain), grandes escritores como Claudel, que evocaron a los mártires españoles, y, en fin, reaccionarios contrarios a Franco, como Bernanos, por asco del "pudridero moral" que era la represión. La misma división se produjo en Italia entre los emigrados antifascistas, como Sturzo y la mayor parte del catolicismo, colaborador del fascismo, o en Gran Bretaña tanto en los medios intelectuales como en el sindicalismo laborista en el que militaban la mayor parte de los católicos.
En general, la carta colectiva contribuyó de una manera importante a alinear la jerarquía eclesiástica de todo el mundo en la condena de la persecución religiosa, aunque no puede decirse lo mismo respecto del ideal de cruzada que muy pocos suscribieron. En los países anglosajones, donde la totalidad de los católicos se identificaban con las instituciones democráticas, el caso español atajó su integración en ellas y provocó graves problemas de conciencia sobre todo teniendo en cuenta la escasa información de la que partían.
En suma, la persecución religiosa agravó considerablemente los problemas de imagen externa de la República sin que hubiera una reacción pronta y decidida en contra de esa situación por parte de los dirigentes republicanos. Largo Caballero nombró ministro al nacionalista vasco Irujo, pero éste no ocupó ninguna cartera originalmente. A comienzos de 1937 presentó un informe sobre la situación, en el que reveló la manifiesta inconstitucionalidad de una situación por la cual quedaba suprimida la libertad de cultos y la de los sacerdotes para ejercer su ministerio. Sin embargo, esta intervención no logró el apoyo del Gobierno, algunos de cuyos miembros se pronunciaron en términos de un anticlericalismo elemental. La situación cambió cuando Irujo fue ministro de Justicia bajo el Gobierno Negrín: aunque éste se guiaba por el puro pragmatismo, Irujo consiguió al menos cierta tolerancia, consistente en el mantenimiento de un culto católico entre privado y clandestino.
Pero era demasiado tarde para que los dirigentes republicanos obtuvieran alguna ventaja de un cambio tan tímido. Ciertos dirigentes eclesiásticos como el vicario de Barcelona se negaron a admitir la posibilidad de un culto público, aunque el de Tarragona, Rial, parecía más propicio. No volvió tampoco Vidal i Barraquer, como pretendió Negrín, ni se aceptó, por influencia de Gomá, que el Vaticano enviara un legado a la Cataluña republicana en 1938. Cuando ya había dimitido Irujo por razones derivadas de su condición de nacionalista y no de católico, se creó un comisariado de cultos, medida que él había propuesto sin que se tradujera en la realidad.
En abril de 1939, ocultando la realidad de unas relaciones que tenían muchos puntos de fricción, se celebró un acto que puede considerarse como el punto de partida del nacional-catolicismo en la Iglesia madrileña de Santa Bárbara. En él Franco recibió la "espada de la victoria" de manos de Gomá, mientras pronunciaba unas palabras en las que describió a sus adversarios como los "enemigos de la verdad" religiosa. El acto resulta literalmente incomprensible sin tener en cuenta la experiencia histórica de la persecución previa.
Julián Marías ha escrito que al principio de la guerra civil cabía esperar que la Iglesia fuera perseguida o profanada; padeció ambas cosas, persecución y profanación, practicadas cada una por un bando. Es injustificable por completo la persecución e intolerable la actitud no sólo de quienes la practicaron, sino también de quienes la toleraron pasivamente. Tampoco es mínimamente aceptable esa sobreinterpretación religiosa de la guerra que practicó la mayor parte de la jerarquía, de la cual derivó el nacional-catolicismo. Merece la pena a este respecto recordar lo escrito por Madariaga: "Al estallar la guerra civil la Iglesia española debió haber abierto los brazos como Jesucristo a la izquierda y a la derecha; debió haber abierto el pecho y el corazón a ambos lados en ademán de paz y unión; debió haber luchado por la paz y la unión y por ellos muerto". Azaña se pronunció en parecidos términos: "Aunque la Iglesia se sintiera atacada y atacada con injusticia, su papel era muy otro. No debió alentar los enconos políticos ni azuzar a unos españoles (a unos prójimos) contra otros. La religión no se defiende tomando las armas ni excitando a los demás a que las empuñen". Son ciertas estas reflexiones, aunque el entonces presidente de la República achaque a la Iglesia una actitud que él mismo debió haber tenido, al menos, en el primer bienio republicano.