Comentario
A pesar de su inicial resistencia, finalmente Franco decidió trasladar el eje de la guerra a la zona Norte a fines de marzo de 1937. Fue ésta una decisión acertada que implicaba un rodeo hasta el logro de sus objetivos, pero que en el punto crítico de la guerra permitió una victoria que habría de tener un efecto decisivo sobre el final del conflicto. Sin duda la guerra se resolvió en la campaña del Norte y ésta es una de las pocas afirmaciones en que parecen estar de acuerdo quienes durante ella militaron en bandos contrapuestos. Desde comienzos de abril hasta octubre, de forma sucesiva, el Ejército sublevado conquistó Vizcaya, Santander y Asturias modificando completamente el balance inicial de fuerzas establecido en julio de 1936.
Para explicar lo sucedido en la primera parte de la campaña, la que afectó a la última de las provincias vascas fieles al Gobierno del Frente Popular, es preciso establecer el punto de partida de ambos contendientes. Hasta su muerte, el general Mola fue el responsable de la dirección de las operaciones por parte de los sublevados. Disponía de unidades fogueadas como eran las brigadas navarras que se habían convertido en una especie de sustitutos de las tropas de Marruecos. Es posible que inicialmente sus medios humanos fueran inferiores a los del adversario, pero tenía una evidente superioridad artillera y, sobre todo, de aviación al haber podido concentrar en esta parte del frente el núcleo principal de las reservas y las unidades de élite, entre las que desempeñaban un papel especialmente importante la aviación alemana e italiana. Mola tuvo a un adversario que en ocasiones demostró ser aguerrido, pero cuyas condiciones de combate fueron lamentables en parte por razones de las que él mismo era culpable.
La zona Norte estaba al menos a 200 kilómetros del resto del territorio controlado por el Frente Popular y se extendía a lo largo de un frente de 300 kilómetros teniendo tras de sí a 1.500.000 de habitantes, con una profundidad de tan sólo 30 ó 40 kilómetros. A esta incierta situación estratégica hay que sumar problemas graves nacidos del cantonalismo en la dirección y de la insuficiencia de recursos militares. Ramón González Peña, el diputado del PSOE que ahora desempeñaba funciones de comisario en Asturias, aseguró que "es mejor un solo mando malo que dos buenos", pero esta sabia advertencia parece que no fue tomada muy en cuenta o por lo menos no se puso en práctica. Como sabemos, en el momento inicial de la guerra hubo hasta tres juntas diferentes en Guipúzcoa (en San Sebastián, Azpeitia y Eibar), pero lo más significativo no es tanto que esto sucediera como lo tardía e incompletamente que fue solucionado.
Hasta diciembre no se produjo una unificación que redujo a tres unidades políticas y de mando las existentes en el Norte (los Consejos de Santander, Burgos y Palencia, el de Asturias y el Gobierno vasco), pero aun así el grado de unificación fue muy relativo porque en materias como relaciones comerciales con el exterior e incluso moneda estas tres unidades políticas actuaron un tanto por su cuenta, hasta el extremo de que cuando sus fuerzas militares combatían en territorio que no era el suyo actuaban como si lo hicieran en un país extranjero. Así sucedió en la ofensiva sobre Villarreal de Álava en la que los vascos quisieron emplear exclusivamente destacamentos propios. En noviembre fue nombrado para dirigir el Ejército del Norte el general Llano de la Encomienda pero su autoridad fue nominal.
La prueba es que el Gobierno autónomo vasco rechazó la presencia de comisarios en las unidades militares e incluso Aguirre, su presidente, asumió el mando militar en mayo (en enero había separado su Ejército del resto de los del Norte) a pesar de que legalmente no tenía derecho a hacerlo; además los vascos insistieron en tener su propia legislación militar específica para su caso. En el resto de la zona Norte los problemas fueron semejantes. Hasta abril de 1937 no se empezó a organizar el Ejército según los criterios generales en toda la zona del Frente Popular y al mes siguiente desaparecieron los consejeros de Defensa de los Consejos de Santander y Asturias. Para acabar de complicar la situación sobre las autoridades locales y las de carácter militar enviadas desde el Centro (aparte de Llano, Gamir y Ciutat) se superponían los asesores soviéticos. Largo Caballero, en un momento de indignación, llegó a afirmar que "no hay Ejército del Norte; no hay más que milicias organizadas, mejor o peor, en Euzkadi, Asturias o Santander".
A estas deficiencias de dirección de la guerra hay que sumar además los problemas de dotación y aprovisionamiento. Para los defensores fue siempre obsesiva la superioridad del adversario en aviación, que cifraron en diez a uno, como puede haber sucedido en algún momento en que apenas tenían una quincena de aviones en uso. Debe tenerse en cuenta también que la utilización masiva de la aviación y su coordinación con la infantería se produjo por vez primera en esta operación y que no podía menos que afectar a la moral de las tropas un período prolongado de bombardeo sin respuesta. Desde la zona central se trató de enviar refuerzos al Norte pero la voluntad de utilizar la aviación en masa, el criterio contrario de los asesores rusos, las dificultades puestas por los franceses para autorizar el paso por su territorio y las dificultades para mantener a salvo los aeropuertos propios en una faja tan estrecha de terreno explican que ese auxilio resultara insuficiente o inexistente.
La superioridad artillera de los atacantes, aumentada por la mejor utilización de los recursos, también jugó un papel importante en la campaña donde el Ejército Popular, según Ciutat, con armamentos menos modernos llegó a disponer de 14 tipos diferentes de piezas artilleras. Más injustificable es el hecho de que la superioridad naval de la República no se tradujera en el auxilio a la zona Norte. Aunque no pudieron llevarlo a cabo por insuficiencia de medios, el Ejército atacante pretendió realizar un bloqueo naval, imposible de haber sido empleada toda la flota republicana. Paradójicamente fueron unidades improvisadas como eran los pesqueros armados vascos los que demostraron una mayor moral de combate, coincidente también con las de las fuerzas de tierra.
Éstas, sin embargo, partían de unas concepciones estratégicas defensivas y, lo que es peor, exclusivamente pasivas que fueron juzgadas "un error" por Franco y que también criticaron los dirigentes republicanos. El llamado "cinturón de Bilbao", según Zugazagoitia, "tácticamente desconsolaba", y para Azaña se hablaba de él "suponiendo que existe lo que debiera existir", porque era mucho más vulnerable de lo que se suponía. Sin embargo, todavía son más duros los juicios de un militar republicano como Ciutat, que además era el jefe de Estado Mayor del Ejército republicano en el Norte. Según él era "descabellado" puesto que no se apoyaba en obstáculos naturales sólidos, las trincheras no estaban protegidas contra los ataques aéreos y estaba más protegido en la zona occidental que en la oriental, cuando lo lógico debiera haber sido lo contrario. Si a todo ello sumamos que los atacantes disponían de los planos, no puede extrañar que la validez de esta barrera defensiva fue muy limitada.
Las operaciones se iniciaron el último día de marzo de 1937 y desde un principio se caracterizaron por el empleo sistemático de la aviación y la artillería con una tremenda potencia de fuego. La aviación no escatimó bombardear objetivos civiles y en Durango causó muchos muertos en la población civil, incluso sacerdotes y monjas. Las operaciones se llevaron a cabo con parsimonia y lentitud, en parte por el exceso de precaución de Mola, pero también por su carencia de efectivos suficientes en infantería: cuando los italianos tomaron Bermeo, adelantándose imprudentemente, fueron objeto de un temible contraataque lateral.
A finales de mayo el general Gámir fue nombrado responsable militar en Vizcaya del Ejército republicano, pocos días antes de que muriera Mola en accidente de aviación y de que se iniciara la ruptura del "cinturón de hierro" en torno a Bilbao. Esta operación se llevó a cabo con una concentración de fuego como no había existido entonces en la guerra española: casi 150 piezas a las que sumar la labor de la aviación. El presidente Aguirre, cada vez más angustiado por la situación, llegó a contabilizar 1.500 disparos artilleros por hora además de 100 toneladas de bombas. En estas condiciones el cinturón fue una resistencia que no se puede considerar como muy dura: tan sólo le costó al adversario tres días, merced a su buena colaboración entre aire y tierra. Antes, en cambio, las tropas vascas habían ofrecido una resistencia encarnizada que en setenta y dos días impidió al enemigo un avance superior a los 35 kilómetros, es decir, menos de 500 metros por día. Hubo algún proyecto de convertir a Bilbao en un segundo Madrid, pero los vascos se negaron a la práctica destrucción de la ciudad que, además, no hubiera garantizado su defensa dadas sus condiciones estratégicas. El propio presidente Aguirre vetó la destrucción de Altos Hornos de Vizcaya.
En el transcurso de la campaña de Vizcaya, que terminó en junio de 1937, tuvo lugar la que puede considerarse como operación militar más discutida de la guerra española: el bombardeo de Guernica. Acerca de este episodio, acontecido el 26 de abril de 1937, casi todo ha sido controvertido hasta el punto de que lo único que nunca se ha puesto en duda ha sido la práctica destrucción de la ciudad. La investigación histórica reciente ha ido aclarando, sin embargo, muchos puntos. A pesar de que se ha venido afirmando lo contrario, Guernica no fue objeto de un experimento y menos aún fue inducido desde Berlín.
No está probado que con la destrucción de la ciudad se pretendiera hacer desaparecer el símbolo de las libertades vascas, sino que parece que el bombardeo fue solicitado por las propias tropas atacantes respecto de una posición que estaba en la retaguardia inmediata. Las tesis acerca de si Guernica resultaba o no un objetivo militar se siguen contradiciendo, pero la cuestión verdaderamente decisiva no es tanto esa como si con anterioridad el mando aéreo sublevado había considerado este tipo de objetivos como dignos de un bombardeo. La respuesta es positiva y vale no sólo para los sublevados sino también para el Frente Popular; sin embargo, había sido en la campaña contra Vizcaya cuando más habitualmente se emplearon estos procedimientos (por ejemplo, en Durango), que serían luego habituales (e infinitamente más mortíferos y brutales) durante la Segunda Guerra Mundial. Por eso la aviación atacante pudo considerar un completo éxito la operación.
En realidad, con independencia de que hubiera en Guernica fábricas de interés militar, el objetivo más obvio y evidente era el puente, que no fue afectado por el bombardeo. La mezcla de bombas rompedoras e incendiarias resultó especialmente destructiva en una población de casas altas y calles estrechas, pero no hay pruebas de que la carga utilizada pretendiera un efecto especial. Aquellas circunstancias hicieron que desapareciera el 75 por 100 de las viviendas mientras que el número de muertos sigue siendo muy discutido (desde un centenar a 1.600). La reacción del bando franquista consistió en acusar al Frente Popular de haber destruido la población mediante voladuras voluntarias y hay indicios de que esta opinión pudo ser sinceramente sentida, aunque carezca por completo de justificación histórica y documental. En cualquier caso la responsabilidad del mando nacionalista parece evidente. El bombardeo fue realizado por aviones italianos y alemanes pero a lo largo de esta campaña las operaciones tierra-aire estuvieron perfectamente coordinadas. No existe ninguna prueba de que Franco protestara por lo sucedido ante alemanes o italianos sino que procuró echar la culpa al adversario.
Cuestión polémica, aunque menor en virulencia, ha sido la de los contactos entre los nacionalistas vascos y los atacantes con vistas a una eventual rendición. Entre unos y otros existía un punto de contacto nacido del común catolicismo y este hecho explica que durante la misma guerra hubiera una polémica doctrinal entre Gomá y Aguirre en el mismo momento en que, además, se combatía. Por eso no es extraño que, en el punto álgido de la campaña de Vizcaya, desde el Vaticano se transmitiera una propuesta de rendición cuyos inspiradores eran Mola y Franco, en la que se prometía juzgar tan sólo a los autores de delitos comunes y llevar a cabo una política social de acuerdo con las Encíclicas. Esta propuesta, sin embargo, fue interceptada por Largo Caballero y no les llegó a los nacionalistas vascos. Éstos parecen haber estado indignados en contra del Gobierno central por la poca ayuda concedida, lo que explica que uno de sus dirigentes, Ajuriaguerra, hablara incluso de "traición manifiesta". Esto hizo que durante el mes de agosto emisarios nacionalistas se entrevistaran con dirigentes fascistas en Roma, contactos luego repetidos en Francia. Aunque en última instancia no hubo rendición formal a los italianos y además las unidades franquistas se interpusieron para impedirlo, el hecho es que a fines de agosto los batallones vascos se negaron a retirarse hacia Asturias para allí seguir el combate. Aguirre, sin embargo, parece haber mantenido una postura diferente: quería que el Ejército vasco fuera trasladado a Aragón en su totalidad.
En definitiva, la campaña de Vizcaya fue "la mayoría de edad" de la guerra civil (Martínez Bande) tanto por los medios empleados como por la impresión de que las unidades empleadas, en especial las atacantes, tenían una elevada calidad militar. En cambio, las del Ejército Popular siguieron ofreciendo una apreciable semejanza con las de la época de la guerra de columnas: hubo una carencia preocupante de mandos subalternos mientras que los batallones vascos seguían eligiendo a sus comisarios de guerra por sufragio.
Si Vizcaya fue la mayoría de edad bélica para el Ejército sublevado, en Santander pudo parecer que además este Ejército había aprendido la gran maniobra y era capaz de ejecutarla. Esta provincia tenía una significación marcadamente derechista y cuando fracasó la sublevación hubo un elevado número de ejecuciones de derechistas (unas 1.200). Durante las operaciones militares fueron abundantes las deserciones de las filas del Frente Popular y ya hemos visto cómo también los nacionalistas vascos dieron pruebas de ausencia de moral. Sin embargo, el factor verdaderamente decisivo fue esa capacidad de maniobra antes mencionada. Lo ha escrito Ciutat, uno de los mandos militares más importantes del Ejército Popular en el Norte: "Si en la ofensiva de Bilbao resultó decisiva la aviación alemana de la Legión Cóndor, podemos decir que en la de Santander influyó de modo decisivo la maniobra de las unidades de montaña, las brigadas de Navarra, por las alturas de las divisorias, combinada con la incesante presión aérea". Para este militar hubiera resultado mejor para los republicanos defenderse en las zonas montañosas, prescindir del peligroso saliente que la línea mantenía en Reinosa y mantener los mismos mandos en vez de cambiarlos, tal como se hizo poco antes de iniciarse las operaciones.
Los sublevados ya eran superiores en calidad y cantidad e iniciaron su ataque con una estrangulación de la citada bolsa de Reinosa en sólo tres días. Capturaron un elevado número de prisioneros y en la última quincena de agosto cortaron el frente de Norte a Sur rompiendo las comunicaciones con Asturias, para finalmente ocuparse de la gran bolsa que había quedado al Este. Por tanto, la constitución de una junta Delegada del Gobierno en la que la responsabilidad militar le correspondía a Gámir de poco sirvió, por tardía. Santander fue "la mayor victoria" que los sublevados habían obtenido hasta el momento y la primera ocasión en que habían dado la sensación de que comprendían que en una guerra lo decisivo no es tanto la ocupación del terreno como la destrucción del adversario. Por supuesto consiguieron esto último como demuestra el hecho de que hicieron unos 45.000 prisioneros. Ciutat ha llegado a decir que de no ser por este desastre santanderino Franco hubiera sido incapaz de concluir la campaña del Norte antes de la primavera de 1938 y por ello hubiera dado tiempo a que el adversario hubiera organizado un Ejército popular eficiente.
Lo sucedido en Asturias durante los meses de septiembre y octubre de 1937 demuestra hasta qué punto puede ser decisiva en una guerra civil la moral para la resistencia. Zugazagoitia escribe que Santander "no tenía nada que esperar del Gobierno" porque su "destino era conocido". Esto es mucho más cierto en el caso de Asturias donde la desigualdad de efectivos era absoluta en todos los terrenos, pero donde la resistencia fue mucho mayor, sobre todo en la segunda parte de la campaña. Durante la primera quincena de septiembre el avance franquista fue decidido, bastando en ocasiones el fuego de la artillería o la acción de la aviación para que se produjera el colapso del adversario. Luego el tiempo y la orografía tendieron a facilitar una resistencia encarnizada: hubo un período en que fueron necesarios trece días para cubrir un avance de sólo 8 kilómetros. Sin embargo, de nuevo, factores relativos a la carencia de unidad de mando militar y política contribuyeron a facilitar las cosas al atacante.
A fines de agosto el Consejo asturiano se declaró "soberano", concentrando en sus manos toda la autoridad como si se desentendiera de las autoridades centrales y comunicando esta decisión a la Sociedad de Naciones, lo que para Prieto no tenía otra disculpa que los "dirigentes asturianos hubieran perdido la razón". La desorganización y el "taifismo", que tuvieron como consecuencia que la industria funcionara a un tercio de su capacidad, motivaron el áspero juicio de Azaña de acuerdo con el cual "la verdad es que no se ha visto causa más justa servida más torpemente, ni buena voluntad peor aprovechada".
Cuando acabó la lucha todavía un elevado número de guerrilleros mantuvieron la resistencia distrayendo algunas tropas de Franco y testimoniando el carácter izquierdista de la provincia. La mayor parte de los dirigentes consiguieron huir a la otra zona por barco. La superioridad naval de los republicanos de poco había servido a lo largo de esta campaña. A los oficiales navales se les denominaba "rábanos" (porque eran rojos por fuera y blancos por dentro) y su actuación en el Norte fue calificada de "vergonzosa" por Aguirre, hasta el punto de que resultó necesario que los submarinos fueran dirigidos por un asesor soviético.
Con ello quedaba concluida la resistencia en la zona Norte que, como veremos, modificó de forma sustancial el equilibrio de fuerzas existentes. Antes de referirnos a esta realidad es preciso, sin embargo, hacer mención de lo que sucedía en los restantes frentes. Si Franco consiguió la superioridad en el Norte fue porque concentró allí sus efectivos. Lo lógico para su adversario era atacar en otras zonas, aprovechando su ventaja, atrayendo al adversario u obteniendo una ventaja resolutiva en otro frente. De hecho los ataques se produjeron y este mismo hecho demuestra hasta qué punto había cambiado le mentalidad del Gobierno de Valencia, que ya concebía la posibilidad de una táctica ofensiva. De todos modos, aunque hubo un total de ocho acciones sólo dos (Brunete y Belchite) pueden ser calificadas verdaderamente de ofensivas, siendo las otras mucho más modestas hasta el punto de que no solieron durar más allá de tres días.
Es muy probable que se deba achacar a los planificadores de la acción militar republicana el haber dispersado sus esfuerzos en una pluralidad de operaciones que además fueron tardías, pues se produjeron en un momento en que era ya muy difícil pensar que las posiciones del Ejército Popular se mantendrían a partir del mes de julio. Claro está que el Gobierno, Largo Caballero y en concreto el general Rojo, principal planificador de la guerra, habían imaginado una única operación que podría haber tenido un efecto estratégico decisivo. Se trataba de una ofensiva en Extremadura que hubiera producido el corte en dos de la zona controlada por Franco y hubiera obligado, al menos, a pactar un final negociado de la contienda. La avaricia de Miaja con sus efectivos militares y la oposición del mando ruso hizo que esta operación fuera desechada.
Tenía, sin embargo, especial sentido porque era en la zona Centro donde el Ejército Popular había recibido la mayor parte de sus aprovisionamientos materiales y donde había tenido una consistente voluntad de militarizar sus efectivos. Así se explica que las primeras iniciativas se tomaran allí. El primero de los ataques, a fines de mayo, fue el peor preparado por la carencia de medios y del factor sorpresa. Eran unos días en los que parecía haberse detenido la ofensiva de Mola ante el "cinturón de hierro" y en que Prieto acababa de ser nombrado ministro de Defensa (y "ataque", dijo a los periodistas) en el nuevo Gobierno Negrín. El intento consistió en tratar de llegar a La Granja y Segovia, pero no hubo apenas concentración de recursos y las tropas maniobraron deficientemente en terreno montañoso, viéndose obligadas a volver a sus puntos de partida. La victoria de las tropas de Franco motivó que a la patrona de Segovia, Nuestra Señora de la Fuencisla, le fuera impuesto el fajín de capitán general, ante la indignación de Hitler, que anunció que no visitaría España jamás, ya que era un país de tan desmesurado clericalismo.
La ofensiva de Brunete, a lo largo del mes de julio, fue algo muy diferente. Ahora el Ejército Popular disponía, según Martínez Bande, de la más "considerable maquinaria militar" que existía en España, principalmente en lo que respecta a concentración de artillería y de carros. El ataque, efectuado sin sorpresa, tenía como objetivo el pueblo de Brunete, pero de haberse conseguido plenamente los objetivos propuestos hubiera servido para desembarazar por completo el frente de Madrid. En medio de un calor sofocante que convirtió las operaciones en una auténtica "batalla de la sed", las unidades del nuevo Ejército Popular penetraron en un principio profundamente, aunque se encontraron con la encarnizada resistencia de unidades sitiadas en pequeñas posiciones difíciles de defender. Franco consideró que la ofensiva adversaria merecía "inmediata respuesta" y envió parte de sus tropas del Norte hacia Brunete a pesar de que con ello provocó la irritación de algunos mandos del Ejército del Norte (el general Vigón dijo estar "apesadumbrado" porque se caminaba hacia "la cuarta batalla de Madrid").
Con esas unidades, en la segunda quincena del mes se produjo la contraofensiva que se prolongó durante algo más de una semana en durísimos combates de desgaste. La batalla acabó, como en el Jarama, por agotamiento de los dos contendientes que sufrieron un durísimo desgaste, hasta el extremo de que uno de cada dos hombres en el Ejército atacante causó baja e incluso entre algunas unidades se produjeron conatos de indisciplina. La ofensiva había tenido momentos brillantes y había demostrado que el Ejército Popular era muy superior a las milicias de antaño, pero había mostrado también algunos de sus defectos: la falta de mandos subalternos, la mala utilización de los carros y, sobre todo, la incapacidad de conseguir la explotación de un éxito inicial conseguido por sorpresa.
En suma, como dice el general Rojo, la batalla constituyó "un éxito táctico de resultados muy limitados y un éxito estratégico también de carácter restringido". Si los atacantes cometieron errores algo parecido cabe achacar a Franco, que se empeñó en tomar una población tan carente de interés objetivo como era Brunete, cuando hubiera podido sacar mejor rendimiento a sus unidades en otros frentes. Brunete tiene una curiosa semejanza con la batalla de Guadalajara en cuanto que las líneas atacantes avanzaron, pero el pueblo que definió el resultado de la contienda (en el segundo caso, Brunete) permaneció en poder de quienes se defendían.
A partir de este momento la zona Centro no fue ya protagonista esencial de la guerra civil, ni menos aún pudo aliviar las penosas circunstancias que se vivían en el Norte por parte del Frente Popular. Es necesario, pues, referirse a aquella otra zona donde se podía llevar a cabo una ofensiva merced a la superioridad existente: el frente de Aragón. A lo largo del verano y el otoño de 1937 el Ejército Popular insistió repetidamente en sus ataques en esta zona. En la segunda quincena de junio lo hizo en Huesca, donde el frente parecía muy semejante al de Oviedo, pues consistía en un estrecho corredor de 8 kilómetros que apenas tenía dos de ancho en algunas de sus partes. En julio y agosto el ataque se trasladó al sur donde las tropas del Ejército Popular tomaron Albarracín, que volvieron a perder al poco tiempo.
La ofensiva sobre Zaragoza, a partir de finales de agosto, fue, sin embargo, la operación más brillante e incluso se ha dicho de ella (Martínez Bande) que constituyó "el más ambicioso plan que conoció el Ejército Popular a lo largo de su Historia". Se trataba de ocupar la capital aragonesa de manera rápida mediante un ataque convergente desde los flancos. Los atacantes erraban respecto del estado de ánimo de sus adversarios, a los que creían enfrentados en violentas disputas internas, pero acertaban en otros aspectos como juzgar que sus reservas y medios eran escasos. Lo más grave fue que el Ejército Popular de nuevo mostró sus deficiencias: en un día fueron capaces de avanzar 30 kilómetros en un frente desguarnecido, pero a continuación mostraron lo que Rojo denominó como su "temor al vacío". En vez de seguir su progresión perdieron el tiempo sometiendo a reductos enemigos aislados. Éstos (Quinto, Codo, Belchite...) hicieron por completo innecesario, con su resistencia, que Franco debiera recurrir a enviar refuerzos desde el Norte. El empleo avaricioso de las reservas en el combate por parte de los sublevados convirtió al frente aragonés en secundario y seguiría siéndolo hasta el momento de la liquidación de la zona Norte. La ofensiva sobre Zaragoza sólo hubiera podido tener un verdadero efecto sobre las operaciones allí en el caso de que la ofensiva de Brunete y la de Belchite hubieran coincidido.
Durante toda esta campaña no fueron escasos los errores de los franquistas, demasiado morosos y optimistas al principio y siempre atraídos en exceso por Madrid, como se demostró en el caso de Brunete. Sin embargo, mayores responsabilidades cabe atribuirles en lo sucedido a sus adversarios. A finales de octubre de 193 7, Indalecio Prieto escribió un artículo en El Socialista en el que resumió las razones de lo sucedido, que Rojo ratifica en sus libros: antagonismos políticos, intromisiones de la política en el mando militar, insuficiente solidaridad entre las diversas regiones, recelos ante los mandos, etc. Todas estas causas se resumían, según Prieto, en "la falta de mando único cuya conveniencia reclaman todos, pero que casi nadie respeta". En cambio, la situación, a este respecto, había sido muy diferente entre sus adversarios pues concentraron sistemáticamente sus medios, principalmente los aéreos y artilleros, en el punto de ofensiva aun a riesgo de desguarnecer el resto del frente.
Las consecuencias del final del frente Norte fueron decisivas para el desarrollo de la guerra. Los historiadores militares aseguran que fue "la clave de la victoria" y citan a menudo las palabras de un republicano, Francisco Galán, para probarlo: según él, la guerra se habría perdido en el Estrecho, ganado en Madrid y la "volvimos a perder, ahora definitivamente, en el Norte". Así era, en efecto. El Ejército Popular había perdido una cuarta parte de sus efectivos y con su derrota había propiciado que la mitad de la antigua potencia industrial del Frente Popular cambiara de mano. Casi 200.000 refugiados de esa zona huyeron al extranjero.
A partir de este momento Franco no sólo dispuso de la superioridad cualitativa de sus tropas sino también la cuantitativa, debido al aporte demográfico de las zonas recientemente conquistadas y también la industrial. Si antes las situación estaba equilibrada, en adelante cambió radicalmente. Franco siempre tuvo una ventaja que se ha podido cifrar entre el 25 y el 30 por 100 al margen de que la ayuda externa que recibió fuera mayor, y aunque la batalla de Teruel, por corresponder a una iniciativa del Ejército Popular, pareciera enmascarar esta realidad. El famoso balance inicial de fuerzas establecido por Prieto había cambiado de signo y la guerra parecía destinada a concluir en los primeros meses de 1938.