Comentario
La Orden del Císter, por el número y envergadura de los monasterios que a ella pertenecieron -no importa ahora la modalidad de integración-, ocupa un lugar de excepción en el panorama histórico del Reino de León. Sobre todo en la etapa central de la Edad Media, esto es, en el siglo que transcurre entre los años nucleares de la duodécima centuria y el mismo momento de la siguiente. Su protagonismo, reconocido y valorado ya por la historiografía más antigua, se ha visto espectacularmente reforzado por las aportaciones de la más reciente investigación, que ha realzado su significación no sólo en el contexto cisterciense específicamente peninsular, sin también, en algunos aspectos, en el ámbito general de la Orden.
En la bibliografía tradicional sobre la llegada y posterior colonización de la Península por los monjes cistercienses, una abadía ubicada en territorio leonés, Santa María de Moreruela (hoy en la provincia de Zamora), se presenta como la primera que la Orden poseyó en tales dominios. Su incorporación a ese Instituto monástico habría tenido lugar, según las fuentes utilizadas, en 1131 o en 1132. Esa primacía, a pesar de los sólidos argumentos que en su contra esgrimieron dos autores del siglo XVIII, fray Manuel de Calatayud y fray Roberto Muñiz, ambos religiosos cistercienses, permaneció inmutable hasta 1959.
En este año, en el transcurso de la Semana de Estudios Monásticos celebrada en la abadía cisterciense de Viaceli, Cantabria, otro miembro de la Orden, el padre Maur Cocheril, utilizando curiosamente buena parte de los datos que dos centurias antes habían manejado los estudiosos ya citados, rechazó la fecha usualmente asignada a la integración de Moreruela en el mundo cisterciense (para él ese acontecimiento se habría producido entre 1153 y 1158), otorgando por su parte el galardón de la prioridad en la Península Ibérica al cenobio -navarro en la actualidad, castellano en origen- de Santa María de Fitero. Fundado, según él creía, en 1140, pertenecía a la filiación de Morimond y no a la de Clairvaux, como era el caso de Moreruela. Su propuesta, criticada con virulencia en algunos sectores, fue abriéndose paso poco a poco, siendo sus criterios claramente dominantes durante casi tres décadas.
En 1986, sin embargo, tuvimos ocasión de refutar sus planteamientos confiriendo la preeminencia peninsular, tras haber analizado pormenorizadamente las circunstancias que concurrían en todos los monasterios que en algún momento habían aspirado a ostentar tal título, a la abadía de Santa María de Sobrado (La Coruña), repoblada en febrero de 1142, tras su abandono en la segunda mitad del siglo XI, por un grupo de religiosos procedentes del cenobio de Clairvaux, en Borgoña (Francia), lo que implicaba que el Reino de León y la rama de Clairvaux recuperaban de nuevo su presencia auroral.
La situación hoy, con respecto a la fecha de introducción de la Orden en la Península, no ha sufrido modificaciones de ninguna clase ni parece que pueda haberlas en un futuro inmediato porque, con los datos conocidos, sea cual fuere la opción que se tome, un hecho se impone con rotundidad: en el documento fundacional del Sobrado cisterciense tenemos la primera referencia explícita segura de la presencia de la Orden en tierras peninsulares.
Esa mención, sin embargo, en modo alguno puede interpretarse en términos absolutos como el primer contacto de la Orden del Císter con las tierras peninsulares. Dejando a un lado el proyecto fallido de fundación de un monasterio, en los años veinte del siglo XII, no sabemos exactamente dónde, por parte de la abadía de Preuilly -conocemos el dato por una carta, fechada hacia 1127-1129, de san Bernardo a Artaud, abad de aquel cenobio, que acabará aceptando sus recomendaciones y desistirá de asentarse en la Península Ibérica-, debe recordarse que en torno a la fecha de redacción de la misiva de san Bernardo y sobre todo en los años inmediatamente posteriores -cuarta década de la duodécima centuria- se produce en diversos territorios peninsulares, entre ellos el propio Reino de León, tal como han señalado en fechas recientes numerosos investigadores (Portela, Mattoso, Valle y otros), la recepción de buena parte de las innovaciones que singularizaban a los monjes blancos en el panorama espiritual de su tiempo.
Sin su irrupción, posibilitada por los fluidos contactos que propiciaba el Camino de Santiago, difícilmente podríamos explicar lo esencial de las premisas (eremitismo, advocación mariana, elección de emplazamientos, etcétera), que se detectan en los múltiples centros monásticos que se fundan o se revitalizan por esas fechas.
La práctica totalidad de estos núcleos religiosos marcados desde su arranque o desde su renacimiento, según los casos, por la huella cisterciense -y el hecho, como repetidamente se ha destacado, es muy esclarecedor-, antes o después adoptará la decisión de incorporarse a la Orden del Císter, gozando de un favor particular a ese respecto la línea de Clairvaux, acaso por haber sido esta poderosa abadía, fundada en 1115 por san Bernardo -sin discusión la figura culminante de la Iglesia occidental de su época- la primera que se implantó pleno iure en el Reino de León.
De esta Casa borgoñona, que en los dominios territoriales que nos incumben intervino siempre directamente, sin mediación de otras abadías ultrapirenaicas, dependerá, por fundación y muy especialmente por afiliación, tal como ya se dijo, la totalidad de los monasterios integrados en la Orden en el siglo XII y gran parte también de los incorporados en la centuria siguiente. Citeaux, por su parte, aparecerá en momentos ya relativamente tardíos mediante la absorción, acaecida hacia 1201-1203, del cenobio berciano de Carracedo (León), abadía de la que dependían, a su vez, otros centros monásticos que poco a poco fueron siguiendo también los pasos de su Casa madre. Morimond, borgoñona como las dos anteriores, no intervino para nada, en cambio, en el oeste de la Península. Su presencia se concentró en las tierras del centro y este peninsular (Reinos de Castilla, Navarra y Aragón).
A tenor de lo dicho, pues, la implantación de iure de los cistercienses en el Reino de León -que es lo mismo que decir en la totalidad de la Península Ibérica, dada su prioridad absoluta con respecto a los restantes existentes en ese espacio territorial- tuvo lugar a finales de la primera mitad del siglo XII, con la fundación, en 1142, de Santa María de Sobrado. Cenobio que es entregado a la Orden por sus propietarios por indicación expresa de Alfonso VII, el primer gran impulsor de los monjes blancos.
Durante la segunda mitad de la duodécima centuria y en el primer tercio de la siguiente, es decir, en el transcurso de los reinados de Fernando II (1157-1188) y Alfonso IX (1188-1230), se producirá la culminación de su esplendor en el Reino de León. Tras el fallecimiento, en 1230, del último de los monarcas citados y en virtud de la combinación de un complejo cúmulo de circunstancias -internas unas, externas otras, imposibles de reseñar aquí detalladamente- la Orden del Císter comenzará lenta pero inexorablemente también su declive. Empieza a manifestarse esa pérdida de protagonismo, de un lado, en la parca entidad de los cenobios, casi todos femeninos, además, que desde entonces se integran en el Instituto. Escasez más tarde superada por la interrupción total de incorporaciones. De otro lado, se muestra en la drástica reducción de mercedes que le asignan los monarcas, limitados las más de las veces a confirmar donaciones o prebendas otorgadas por sus antecesores.
Habrá que esperar al tramo final de la Edad Media o, mejor aún, a los umbrales de la Moderna, con el desarrollo pleno de la Congregación Cisterciense de Castilla -primera, por cierto, en separarse del tronco común de Citeaux, lo que supone introducir una novedad incompatible con el contenido de la Carta de Caridad- para que la Orden resurja y vuelva a recuperar de nuevo el esplendor y brillantez que había conocido en la fase inicial de su presencia en las tierras occidentales de la Península Ibérica.