Comentario
Tras la caída de Castiella, el nuevo ministro de Exteriores, Gregorio López Bravo, intentó quitar hierro a la cuestión gibraltareña. Aunque la frontera siguió cerrada, el régimen franquista abandonó las campañas de prensa y no volvió a plantear la cuestión ante las Naciones Unidas. Las conversaciones bilaterales no permitieron la resolución del contencioso sino que, al contrario, favorecieron las maniobras dilatorias del Gobierno de Gran Bretaña. Además, las tentativas de estrangular la vida económica del Peñón terminaron reforzando los sentimientos de identidad nacional probritánicos de la colonia.
El ya veterano ministro Gregorio López Bravo, presente en los Gobiernos de Franco con la cartera de Industria desde 1962, mantenía un perfil de dinamismo y brillantez. Su formación de ingeniero naval y su bagaje previo en Industria imprimieron un realce a los aspectos económicos y comerciales de las relaciones exteriores. López Bravo, aunque estaba vinculado al sector tecnócrata, terminó enfrentándose al todopoderoso almirante Carrero, debido al intervencionismo de éste en las relaciones con los Estados Unidos y el problema del Sahara. Su independencia y pragmatismo permitieron, además del enfriamiento del contencioso gibraltareño, concluir las negociaciones con la Comunidad Económica Europea y los Estados Unidos en junio de 1970. El nuevo ministro fue mucho más consciente que su antecesor de las limitaciones exteriores que conllevaba la existencia de un régimen dictatorial y del peso real de España en la comunidad internacional.
Una vez resuelta la renovación de los acuerdos con los Estados Unidos, López Bravo pudo explotar las líneas de diplomacia multilateral diseñadas por Castiella, estableciendo también relaciones con los países del bloque comunista. Esta peculiar apertura al Este, que todavía provocaba tensiones en el seno de la clase política franquista, permitió el establecimiento de relaciones consulares y acuerdos comerciales con la mayoría de los Estados comunistas. Incluso se llegaron a establecer relaciones diplomáticas plenas con países como la República Democrática Alemana o la República Popular China, que tenían problemas de reconocimiento internacional dada su división y la existencia de otros Estados prooccidentales. Al final de la dictadura únicamente países como México o Yugoslavia continuaban reconociendo oficialmente al Gobierno de la República española en el exilio.
La mejora de la posición española ante los organismos internacionales permitió el acceso en 1972 a un puesto en el Consejo de Administración de la OIT y el desempeño de la presidencia de las Naciones Unidas. Por otro lado, en mayo de 1970 se firmaba un Protocolo adicional al Tratado de Amistad con Portugal que consolidaba las ya tradicionales relaciones con el régimen de Salazar.
A pesar de su pragmatismo, López Bravo no pudo evitar que los contenciosos con el Vaticano y las relaciones con Marruecos erosionaran su posición en el Gobierno de Franco. Tras la clausura de la Conferencia de Seguridad Europea de Helsinki, en la que España desempeñó cierto protagonismo con un discurso de "tercera vía" que permitiera el establecimiento de una zona de seguridad colectiva en el Mediterráneo, se produjo su cese.
En junio de 1973 era nombrado ministro Laureano López Rodó. Estrecho colaborador de Carrero, su gestión en Exteriores fue paralela al breve periodo de presidencia del Gobierno del almirante. Sus objetivos principales pasaban por la preparación de la renegociación de los pactos con los Estados Unidos, la obtención de mayores concesiones de la CEE y, sobre todo, la mejora de relaciones con el Vaticano. Otra política innovadora, abortada por cambios políticos como el asesinato de Carrero o la revolución portuguesa, fue un proyecto de unión arancelaria hispanoportuguesa.
Entre diciembre de 1973 y la muerte de Franco, Pedro Cortina Mauri desempeñó la cartera de Exteriores. La situación de agonía del régimen de Franco no fue, desde luego, la más propicia para una gestión diplomática brillante. Además la coyuntura exterior no fue nada favorable con nuestros vecinos más cercanos. Al temor al contagio de la revolución portuguesa, se unió la amenaza de guerra con Marruecos. De nuevo, la continuidad de las relaciones con los Estados Unidos cobró absoluta prioridad.
En el mes de julio de 1974 se firmaba una declaración conjunta hispano-norteamericana que señalaba que los acuerdos bilaterales se insertaban dentro del marco de la defensa occidental y de la seguridad en el Mediterráneo. España deseaba reforzar el anclaje con el bloque occidental mediante la integración en la OTAN o bien una garantía explícita estadounidense de cobertura defensiva. Si esto no era políticamente factible, los pactos con Estados Unidos debían facilitar ayuda suficiente para que España pudiese hacerse cargo de su seguridad de forma independiente. Ni el ingreso en la OTAN ni la elevación de los pactos a la categoría de Tratado Defensivo fueron posibles. Mientras que a la adhesión española al Pacto Atlántico se oponían países como Gran Bretaña, Noruega o Dinamarca, el Senado norteamericano era reacio a nuevos compromisos exteriores con regímenes problemáticos, en un contexto de escalada bélica en el Sureste asiático.
Tras un periodo de deterioro de las relaciones con Estados Unidos, debido al escaso eco que tenían las peticiones de mayor ayuda y a su política promarroquí, en el que se llegó a la idea del desmantelamiento de la mayor parte de las bases militares. Franco envió a Cortina a Washington para que firmara un acuerdo marco que permitiera la renovación de los pactos bilaterales. El 27 de septiembre de 1975 el acuerdo era firmado en una coyuntura de casi guerra con Marruecos en el Sahara y de nueva condena internacional del régimen debido a los fusilamientos de activistas del FRAP y ETA.