Época: Transición
Inicio: Año 1981
Fin: Año 1982

Antecedente:
Hacia el final de la transición

(C) Javier Tussell



Comentario

La transformación experimentada durante los dos congresos celebrados en 1979 resultó esencial para el socialismo español. Desde unos planteamientos de carácter muy radical pasó a adoptar una postura reformista que conectaba mucho mejor con la actitud mayoritaria de la sociedad española.
Desde el comienzo de la transición, el partido socialista había ido adoptando posiciones que le identificaban con el reformismo aunque su bagaje programático permaneciera en el radicalismo. Esa tendencia cuadraba muy bien con la actitud del secretario general del partido, Felipe González, y, en definitiva, se imponía durante las campañas electorales. De ahí el importante papel que tuvo el resultado de 1979 en la definitiva definición del partido. Los socialistas habían tenido casi la certeza de acceder al poder y, por tanto, sufrieron una profunda decepción que explica su irritación. En definitiva, los resultados de las elecciones hicieron patente que en el PSOE convivían dos amores imposibles: el radicalismo de las declaraciones y el liderazgo reformista.

De ahí derivaron las dos posturas que se diseñaron en torno al congreso del partido en mayo de 1979. El sector izquierdista opinaba que en el pasado se había adoptado una posición demasiado contemporizadora respecto a la derecha, con el inconveniente añadido de haber obtenido, merced a ella, un escasísimo beneficio electoral. Para la segunda tendencia, la adopción de una política radical tendría como consecuencia la imposibilidad del acceso al poder, pues el partido debía intentar conquistar el centro del espectro político: el programa del socialismo debería consistir en un intento de modernización de la sociedad española desde el poder.

González inició el camino al mostrarse propicio a que desapareciera el marxismo como principio ideológico. Abierto el congreso socialista, la discrepancia estalló de una manera incontrolable. Como luego diría Ramón Rubial, lo sucedido fue el producto de una "gran novatada". Casi un tercio de los delegados del congreso se pronunció en contra de la dirección. Pero el gran debate se produjo respecto a la definición ideológica del socialismo español. El sector oficial defendía un socialismo de diferentes procedencias ideológicas y, por lo tanto, no únicamente marxista, mientras que, en cambio, los más radicales pretendían definirlo como "partido de masas, marxista, democrático y federal".

Lo que sucedió entonces constituyó una doble sorpresa porque el sector radical triunfó en la definición del partido y González presentó su inmediata dimisión. Tenía razón cuando declaró que había provocado un debate mal planteado; también la tenían quienes, después, criticaron, por su "evanescente voluntarismo marxista", la resolución adoptada. Afortunadamente para el dimisionario, la indigencia estratégica de la izquierda del partido permitió que inmediatamente quedara exaltada, como contraste, su imagen pública: tuvo el mérito de explicar su posición aludiendo al componente ético de la vida política y excitó entre los militantes una especie de sentimiento de orfandad.

Habiendo quedado remitida la cuestión a un congreso extraordinario a celebrar en el mes de septiembre, el ínterin fue empleado en un debate ideológico de no gran altura, pero resolutivo. Hubo, además, una decisión tomada en el Congreso de mayo que en apariencia carecía de importancia, pero que permitió de hecho que el aparato central controlara mejor al nuevo congreso. Se trataba de que los delegados de las organizaciones de base fueron sustituidos, a la hora de votar, por quienes dirigían las organizaciones regionales. En el nuevo Congreso de septiembre hubo tan sólo algo más de cuatrocientos delegados en vez de un millar, como en mayo. Los izquierdistas fueron barridos casi por completo y el problema ideológico pareció desvanecerse como por ensalmo. La resolución política aseguraba que el PSOE era un partido democrático, de masas y federal y que el marxismo era un "instrumento teórico, crítico y no dogmático" para el análisis y transformación de la realidad.

Al mismo tiempo tuvo lugar un cambio en la composición del partido, que establecía una enorme distancia entre el nuevo PSOE y el de los años treinta. A comienzos de los ochenta sólo uno de cada seis afiliados era obrero sin especializar y sólo uno de cada tres carecía de estudios: el nuevo socialismo tenía ya implantación en las nuevas clases medias y entre los profesionales. Los principales dirigentes del PSOE tenían en torno a cuarenta años y parecían mostrar, al menos para una porción importante de la sociedad española, el suficiente grado de idealismo y de capacidad técnica como para asumir las supremas responsabilidades de gobierno. El Congreso de 1981 fue realizado ya en una paz idílica.

Mucho más que su ideología o sus programas lo que explica la creciente influencia del PSOE y su ascenso en todas las encuestas, es su estrategia para acceder al poder. En las resoluciones del congreso citado, se presentaba a la UCD como un partido que había pasado del tibio reformismo populista, representado por Suárez, a una actitud mucho más entregada al conservadurismo. La nueva UCD sería incapaz de "desmontar la trama de la conspiración civil" contra la democracia. En consecuencia, el PSOE no dejó pasar ocasión alguna para criticar con dureza al partido del Gobierno, con razón o sin ella, pero siempre con eficacia.