Comentario
La opinión pública comenzó a centrar su interés más que en las dificultades del proceso de transición en la inminente campaña electoral que debí concluir en unas elecciones libres. Une vez legalizado el Partido Comunista, ya podía concurrir a ellas la práctica totalidad de los partidos políticos existentes. En e mes de marzo se aprobó una Ley Electoral que reunía las condiciones necesarias para ser aceptada por todas las fuerza políticas. La dimisión de Fernández Miranda, artífice importante de la transición como presidente de las Cortes, a finales de mayo, pareció indicar el comienzo de una nueva etapa política.
Por el momento se daba el espectáculo de numerosísimos partidos que parecía que se ocupaban mucho más de los otros que de las necesidades del país. Pero se estaba empezando a producir ese proceso de movilización social que siempre acompaña a una transición a la democracia. Con ello añadía un factor de sensatez una clase política que, por otro lado, y había demostrado estar provista de esta cualidad. Parece obvio que la sociedad española tenía bastante claro lo que quería y la propia evolución política sirvió para que fuera decantándose durante la campaña electoral. En España no se vivía una ocasión revolucionaria fruto de la fuerte politización: había tan sólo un 4% que se declaraba muy interesado en la política mientras que más del 70% decía estar poco o nada preocupado por ella. Lo que los españoles buscaban era la libertad, no la revolución y rechazaban el marxismo.
El Rey Juan Carlos I había logrado un elevado grado de consenso entre los españoles. Situados ante una escala de 0 a 10 en que la primera cifra fuera la extrema izquierda y la segunda la extrema derecha, la mayoría optaba por el centro del espectro político. Un 42% de los españoles se declaraba de centro que, sumado la derecha, venían a ser el 52%, mientras que la izquierda era un 44% que, con la extrema izquierda, casi llegaba al 48%. Todo inducía a pensar que en el futuro la vida política española se concentraría en dos fórmulas políticas centradas y moderadas.
Alianza Popular fue el partido que configuró la derecha, cuyo destino siempre estuvo ligado a Manuel Fraga. Abandonó el Gobierno despechado y su juicio acerca de sus sustitutos en él fue pésimo. Durante los meses siguientes cambió su rumbo de forma muy significativa. Al principio se relacionó con personalidades centristas, pero a partir del verano de 1976 debió pensar que para tener una sólida fuerza tras de sí era necesario vertebrar el franquismo sociológico. Para ello, ya desde comienzos de otoño de aquel año, articuló tras de sí una coalición de asociaciones políticas provenientes del régimen anterior. Esta coalición pareció tener más fuerza de lo que era en realidad porque agrupó a un número importante de procuradores en Cortes, lo que le permitió influir, aunque no de manera decisiva, en la elaboración de la Ley de Reforma Política. Por si fuera poco, el reformismo de Fraga en la etapa anterior quedó desdibujado por las posiciones de otros miembros de su coalición. Si alguno puede ser calificado de moderado, como Laureano López Rodó, otros no lo eran como, por ejemplo, Gonzalo Fernández de la Mora.
En sus discursos y mítines durante la campaña electoral, Fraga recordó mucho más al pasado que al futuro democrático. Condenó la legalización del PCE y abogó por una reforma constitucional a partir de la legalidad, oponiéndose a que las nuevas Cortes fueran constituyentes. Su insistencia en no aceptar la voladura de la obra de Franco hizo que su centrismo pareciera mucho más propio de la etapa final de la dictadura que del inicio de una democracia. Además, su temperamento le hacía tender a la confrontación, sobre todo cuando, como en este momento, se convirtió en el destinatario de los ataques masivos de la izquierda. A medida que avanzaba la campaña electoral fue disminuyendo su expectativa de voto, porque aparecía como un personaje amenazador y conflictivo para la segunda fase de la transición política.
A finales del año 1976 los numerosos grupos que tenían una significación más o menos centrista empezaron a plantearse la posibilidad de colaborar en una fórmula política más amplia. Estos grupos procedían de la oposición moderada al franquismo o de la zona intermedia entre el régimen y la oposición y, en realidad, no eran más que una sigla con muy pocos afiliados. Los partidos de significación demócrata cristiana o liberal eran los más importantes y tenían apoyos externos de sus homólogos europeos. Pero también era habitual la designación socialdemócrata aunque esta denominación indicara tan sólo un cierto liberalismo. Solamente algunos de ellos, los demócrata-cristianos, demasiado confiados en la valía de su sigla, optaron por ir a las elecciones en candidatura independiente de cualquier otra coalición.
El origen de lo que más adelante sería la Unión de Centro Democrático (UCD) se hallaba en el grupo Tácito, perteneciente a la zona intermedia entre el régimen y la oposición. La fundación del Partido Popular, en noviembre de 1976, tuvo como finalidad crear un centro como elemento de contrapeso y equilibrio en la vida española. Las dos figuras más conocidas fueron José María de Areilza y Pío Cabanillas. En el mes de febrero de 1977 se celebró con gran envergadura un congreso del partido, que también organizó algunos actos públicos en los que, desde un principio, el orador más importante fue Areilza. En torno al Partido Popular se organizó una coalición denominada Centro Democrático.
En aquellos momentos se planteó el problema de la relación entre el partido y el Gobierno. El presidente Adolfo Suárez había ido aumentando su talla política ante la opinión pública. A estas alturas casi la mitad de la población consideraba que era quien mejor podía dirigir la transición hasta su conclusión. Así se explica que pensara en crear un partido propio. Por sus éxitos oratorios la figura de Areilza se había llegado a convertir en una pálida alternativa a Suárez. Pero en el mes de marzo el presidente del Gobierno, utilizando a Osorio, desplazó a Areilza quien, en sus memorias, adopta una postura distante acerca de lo sucedido (lo describe como "una comedia de enredo patética y humorística a la vez"), pero resulta obvio que se sintió profundamente herido y tardó mucho tiempo en perdonarlo.
Hubo también otros dos hechos poco ejemplares que ayudan a comprender los resultados electorales obtenidos por UCD. En primer lugar, el ministro Calvo Sotelo desembarcó de una forma tardía en la coalición para presidirla y adoptar la denominación definitiva de Unión de Centro Democrático, pero ésta fue un partido-archipiélago, cuya acta de constitución fue suscrita por nada menos que quince partidos, diez de carácter regional y cinco regionales. Era un grupo de muy distintas procedencias y la cohesión se la proporcionaba una colaboración de tan sólo cinco semanas. Únicamente un 17,5% de los diputados de UCD habían sido procuradores a Cortes en el régimen anterior, mientras que 13 de los 16 diputados de Alianza Popular fueron ministros con Franco. Pero la aparente novedad que suponía UCD no pudo percibirse mucho a lo largo de la campaña electoral en la que apenas sí contrastó la opinión con el grupo situado algo más hacia la izquierda.
Algunos grupos políticos de significación centrista prefirieron no colaborar con la coalición presidida por Suárez. El único de ellos que logró una cierta significación electoral fue la Democracia Cristiana. Tenía en su contra que la situación española en 1975 era muy distinta de la de Italia de 1945. La Iglesia no colaboró con ella y su decisión fue acertada; si un partido hubiera optado por identificarse de una manera vaga con el humanismo cristiano, la Iglesia, sin apoyarlo de manera ostentosa, difícilmente hubiera llegado a obstaculizarlo. Pero, sin duda, la causa fundamental del fracaso electoral de la Democracia Cristiana fueron los errores en la dirección. Su programa era demasiado izquierdista para su potencial electorado y no llegó a vertebrarse en una fórmula política mínimamente coherente y unitaria.