Comentario
Es ésta la etapa central de la historia de la Plaza Mayor, la que corresponde a la España barroca de los siglos XVII y XVIII, si bien lo que verdaderamente se expresa en términos propios de la mentalidad barroca es la fiesta misma, el espectáculo, el argumento y cuanto sucede dentro de la plaza, mientras que ésta se mantiene sin variar más que en lo secundario, en lo epitelial, en lo estilístico. La fórmula funcional de la Plaza Mayor se presta como escenario urbano a desarrollar en su interior todo tipo de representaciones sin importar su circunstancia cultural. Como teatro al aire libre que es, la Plaza Mayor permite cambiar la escenografía sin afectar a la estructura. Por ello no se producen los cambios que en otros aspectos de la creación artística cabe detectar al pasar del Renacimiento al Barroco. Así, la Plaza Mayor de Salamanca, obra marcadamente dieciochesca, lo es por las circunstancias temporales y materiales en las que tuvo lugar, pero ello no se traduce en un concepto verdaderamente nuevo de la Plaza Mayor. Sobre modelos anteriores se añadirán, ciertamente, detalles significativos como el de cerrar sus frentes ocultando las calles que a ella concluyen, mientras que los detalles de su arquitectura revelarán su pertenencia a una determinada escuela barroca, sin embargo, la plaza, en su planteamiento estático, y en el equilibrado reparto de su imagen, sigue fiel a un modelo que viene de tiempo atrás. Ello hace posible que la Plaza Mayor de Madrid por Gómez de Mora, se reconozca sin esfuerzo bajo la intervención neoclásica de Juan de Villanueva.
En el reinado de Felipe III, y tras el regreso definitivo de la Corte, se inicia la construcción de la nueva Plaza Mayor de Madrid, según el proyecto trazado por Juan Gómez de Mora (1617). La obra se hizo en un tiempo muy breve si bien sufrió un primer incendio en 1631 que hizo necesarias nuevas obras, aunque no parece probable que hubiera modificación alguna sobre el estado anterior. De éste nos da una idea muy precisa un nuevo dibujo fechado en 1636 que, a su vez, coincide sustancialmente con la representación de la plaza en el plano de Teixeira (1656).
En este último es posible ver cómo la primitiva plaza del Arrabal, formada delante de la antigua Puerta de Guadalajara, servía de encrucijada a varios caminos, luego calles, que ahora se cortan para formar la plaza, si bien la dirección de algunas de ellas no se interrumpe, como sucede en la calle de Atocha que entra oblicuamente como tal y sale en la misma línea por la que fue Calle Nueva, hoy de Ciudad Rodrigo. Su planta es un rectángulo de ciento veinte por noventa y cuatro metros, proporción que se ajusta a la medida cierta, es decir, su lado menor es a y el lado mayor es raíz cuadrada de dos, resultado de una sencilla operación de geometría de uso común entre los tracistas. Los lienzos de sus fachadas son continuos y sólo se interrumpen, de abajo a arriba, para dejar paso a las seis calles que a la plaza asoman. Sus cuatro lados o aceras llevaban el nombre de la Panadería, de Mercaderes de Paños, de la Carnicería y del Peso Real. Toda la planta baja lleva soportales sobre fuertes pilares de granito, en solución adintelada excepto el frente que corresponde a la Casa de la Panadería que lleva arcos, cuya fachada es también distinta al resto de las que forman la plaza. Estas alcanzan cuatro alturas más una última planta vividera bajo cubiertas, ligeramente retranqueada, sobrepasando con mucho en altura al modelo vallisoletano. La Real Casa de la Panadería, por el contrario, sólo tenía tres plantas en la línea de fachada pero su mayor jerarquía quedaba resaltada por dos torres de flanqueo con sus respectivos chapiteles, todo ello muy discreto.
Aún habría de sufrir la Plaza Mayor de Madrid otros dos incendios que afectaron a su fisonomía, el de 1672, que supuso sobre todo la transformación de la Casa de la Panadería en términos lingüísticos propiamente barrocos debidos a José Donoso, y el decisivo de 1790 que supuso la intervención de Juan de Villanueva. Este hizo un proyecto de regularización total de la plaza, cerrando las calles aunque sin interrumpir el paso bajo arcos, creando una imagen similar a la de la Casa de la Panadería en la de las Carnicerías, e introduciendo leves toques de continuo equilibrio que afectó también a las calles inmediatas, prolongándose las obras hasta bien entrado el siglo XIX.
En el reinado de Isabel II se alteró sustancialmente el sentido de la plaza, al colocar la magnífica estatua ecuestre de Felipe III en su centro, convirtiéndola en aparente plaza real a la francesa, cuando sabemos que dicha estatua formaba parte de los jardines privados del rey en la Real Casa de Campo.
La Plaza Mayor de Madrid había supuesto el relevo del modelo vallisoletano, de ahí que las futuras Plazas Mayores citen a partir de ahora, como referencia, la madrileña. Así puede comprobarse en la Plaza Mayor de León, cuyos antecedentes ya se han señalado y que parece surgida tras un incendio en 1654 cuyo alcance real desconocemos, como si la secuencia plaza irregular-incendio-plaza ordenada hubiera sido el comportamiento habitual de nuestras Plazas Mayores. Tres años más tarde se iniciaban las obras de la nueva plaza de León y en 1677 se daba por terminada la obra, según se deduce de la inscripción de la fachada del Mirador. La maestría de la obra se debe fundamentalmente al trasmerano Francisco de la Lastra, quien dejó aquí una obra sobria, bien compuesta y proporcionada a la escala de la ciudad. Los soportales son en arco sobre pilares de piedra y lleva encima dos plantas de viviendas, la primera unida por un balcón corrido y la segunda planta con balcones independientes. Sólo en la acera del Mirador se interrumpe esta ordenación, siendo en este lado occidental de la plaza donde las calles entran abiertas. A mi juicio, la Plaza Mayor de León es una de las plazas españolas que mejor conservan su carácter al no haber sufrido modificaciones sustanciales, salvo en el lado oriental (1951), hasta el punto de ser la más representativa de las plazas del siglo XVII aunque no sea la más famosa.
Antes de cerrarse el siglo, la plaza de la Corredera de Córdoba añadiría novedad a los ejemplos citados anteriormente. El nombre de la plaza, la Corredera, ya nos indica en parte su uso más significativo pues allí, efectivamente, se corrían y lidiaban los toros -una estrecha calle que a ella sale, todavía conserva el nombre de Toril-, además de haber tenido siempre uso como mercado. En 1668, Cosme de Médicis decía que con motivo de los festejos "todo el aspecto de la plaza es como el de un gran teatro de abajo arriba" y, cuatro años más tarde, el francés Jouvin recogía en "Le Voyageur de l'Europe" que, de lo visto en Córdoba, lo más notable resultaba ser aquella "Plaza Mayor, cerrada por casas hermosas, semejantes a las de la Plaza de Madrid, sostenidas de pórticos y arcadas, donde están establecidos los más ricos mercaderes de la ciudad y en los días de las grandes fiestas del año se dan corridas de toros, como vimos en Madrid".
La referencia a Madrid es comparación obligada para quienes conocían su plaza si bien los rasgos de la cordobesa debían de ser muy distintos. Decimos debían de ser porque la actual plaza de la Corredera, Mayor o del Mercado, se debe a una reconstrucción total llevada a cabo sobre la anterior en 1683. Su planta general responde a un rectángulo bastante regular, pese a que no tengan las mismas medidas sus frentes, sumando ciento trece metros el lado mayor y cincuenta y cinco el menor, con lo que prácticamente resulta una proporción dupla. Su traza se debe al maestro salmantino Antonio Ramos Valdés, cuya presencia en la ciudad sólo se justifica por esta obra. El debía conocer las plazas castellanas, pero aquí realizó otra cosa muy distinta y de acusada personalidad, creando un módulo de fachada que se repite sin variación, esto es, un arco de medio punto sobre pilares al que corresponden dos ejes de huecos abalconados, frente a la fórmula empleada por Valladolid, Madrid y León de un solo eje de balcones por cada tramo porticado. Ello da como resultado una fachada porosa en extremo y de muy acelerado ritmo compositivo. Este último efecto aumenta al ser la plaza cerrada, excepto en el lado de la antigua Cárcel, de tal manera que sus fachadas ofrecen una continuidad que en aquel momento no tenía la propia Plaza Mayor de Madrid.
Resulta interesante comprobar en la Corredera cordobesa la solución del gran arco, a modo de monumental entrada, para resolver el cerramiento de la plaza sin interrumpir el paso de las calles, con una fórmula que, años después, volverá a emplear Juan de Villanueva en la reconstrucción de la plaza madrileña. Distintos son también los materiales empleados por Antonio Ramos, pues con ladrillo levantó los pilares cajeados, hizo los arcos de medio punto de doble rosca y cercó los huecos de balcones, no creyendo, sin embargo, que el ladrillo fuera visto como ahora está.
El color en la arquitectura de las Plazas Mayores está documentado de varios modos y cabe mencionar aquí, entre otros testimonios, cómo en la construcción de la Plaza Mayor de León se contemplan unas ayudas de costa para los dueños de las casas "por cada arco que luciesen o almazarronasen al modo que está la de Madrid" (1677). Tras la reconstrucción efectuada por Villanueva, volvieron a presentarse en la Plaza Mayor de Madrid los problemas de reboque y pintura.
La Plaza Mayor por excelencia de nuestro siglo XVIII y una de las más hermosas que pudiéramos encontrar, alabada por propios y extraños ayer y hoy, es la de Salamanca. La minuciosa y compleja historia de su construcción nos es conocida merced al ejemplar análisis de A. Ceballos, que nos permite seguir el proceso desde el comienzo de las obras, en 1729, hasta su culminación, en 1755, si bien el tiempo real de ejecución fue de ocho años con un largo período intermedio de inactividad. El proyecto, cuyo principal impulsor fue el corregidor don Rodrigo Caballero, se debe al arquitecto Alberto de Churriguera quien habiéndose ausentado de la ciudad, después de terminar los dos primeros lienzos, los del Pabellón Real y de San Martín, fue sustituido en la dirección de la obra por su sobrino Manuel de Larra Churriguera. Hubo después intentos de modificar el proyecto inicial, debiendo intervenir el Consejo de Castilla que resolvió el pleito al exigir la reanudación de las obras conforme a lo ejecutado. No obstante, el edificio del Ayuntamiento, que preside la plaza desde el lado norte, se separa del resto de las fachadas con un tratamiento absolutamente diverso debido a su autor, el arquitecto Andrés García de Quiñones.
Los antecedentes de la plaza salmantina nos llevarían a considerar la existencia de un extenso mercado en el que se incluía la parroquia de San Martín, fuera del núcleo viejo de la ciudad pero dentro de la nueva cerca que protegía su crecimiento en dirección norte, sobre los dos ejes importantes de los caminos de Zamora y Toro. La plaza fue conociendo varios estadios, siempre de desmañada configuración, pero muy activa y, sobre todo, de imponente superficie, contando desde la Edad Media con la presencia de las casas del Concejo. Esto, unido al hecho de celebrarse en la plaza de San Martín toros y cañas, así como el ajusticiamiento de los condenados en la horca allí colocada, según testimonio de Rosmithal (1465), va completando la serie de funciones características que desempeñaron habitualmente las Plazas Mayores. No estando en consonancia aquel lugar con la imagen de la ciudad, se pensó en la construcción de la nueva plaza atendiendo a considerandos funcionales y estéticos. Se argumentó la necesidad de proteger el comercio con soportales, de eliminar los puestos que impedían el paso de "los coches, carros y caballerías", pero sobre todo pesaba grandemente su pobre aspecto. La declaración del Deán de la catedral, como uno de los que emitieron informe positivo acerca del proyecto, resume la actitud generalizada de la ciudad: "El decoro y ornato público de que tanto carece la primera oficina de la ciudad, especialmente en las dos líneas de la Torre y de San Martín, por ser ambas indecentísimas para una ciudad tan famosa en el mundo y donde resplandecen tan insignes edificios, a cuya vista se hace muy reparable a los naturales y extranjeros lo indecoroso de su principal plaza".
Para paliarlo se propone una plaza casi cuadrada, de poco más o menos de 80 metros de lado, y absolutamente cerrada en sus cuatro frentes. Las calles entran con su correspondiente dirección pero pasan bajo los arcos que componen los soportales, en todo caso con algo más de luz pero guardando la misma altura. El módulo de fachada es de un eje de huecos, es decir, arco del soportal y tres alturas encima, a excepción del arco de San Fernando en el Pabellón Real y del edificio del Ayuntamiento que guarda otra escala y composición bien distinta y más barroca en su ornamentación. Todas las fachadas son en piedra, con el balconaje muy volado y antepechos de hierro, desarrollando una original iconografía en los medallones de las enjutas de los arcos, con las efigies de monarcas españoles. Ello supone, sin duda, una evidente presencia real en esta plaza municipal, que unido al citado Pabellón en cuyo centro figura el escudo regio, la efigie del rey San Fernando y una inscripción que recuerda a Felipe V el Animoso, hace pensar en lo que este programa iconográfico entraña de pleitesía hacia el monarca que encabezaba la nueva dinastía de los Borbones, presentada aquí como continuidad y no como ruptura.
Finalmente cabe añadir que consta documentalmente que los artífices e impulsores de la Plaza Mayor de Salamanca barajaron los modelos de las Plazas del Ochavo de Valladolid, que ciertamente nada tiene que ver con el tipo señalado en estas páginas, la Mayor de Madrid y la Corredera de Córdoba, poniendo de manifiesto, una vez más, la coherente genealogía de las Plazas Mayores españolas donde la anterior experiencia sirvió de punto de partida para la siguiente realización.