Comentario
A lo largo de su vida, Fernández fue el escultor más solicitado por las órdenes monásticas: ante la avalancha de encargos seleccionaba a los comitentes también por cuestiones subjetivas, como era su personal predilección por los carmelitas, orden con la que tenía una especial relación. Una persona a quien le agradaba de manera especial era el prior del Carmen Calzado, Juan de Orbea, mecenas de lo más destacado y quien suministró a muchos monasterios carmelitanos obras del escultor.
La condesa de Oñate, tía del ilustre monje, Ana de Orbea, fundó en el mismo monasterio una capilla dedicada a Santa Teresa; la imagen de la santa fue obra de Fernández en 1624. Del maestro salió su definitiva efigie, la que todos conocemos: como doctora, con la pluma suspensa recibiendo la inspiración, el hábito marrón y un extremo del manto alzado en el aire, como si lo elevara la pujanza de lo que es revelado a la santa. En 1630 elaboró una iconografía sobre la Virgen del Carmen y algunos de sus milagros en el retablo mayor de este mismo convento, entre ellos La Imposición del Escapulario a San Simón Stock, Maria Magdalena de Pazis, más algunos desaparecidos, cuya calidad nos hace pensar que el maestro necesitó una amplia colaboración para poder terminar todas las obras que contrataba.
Al llegar a Madrid el Yacente, en 1614, y al tratarse de una escultura que contaba con el reconocimiento regio, otras instituciones de la capital acudieron a solicitar otros iguales, como el fundador del convento de San Plácido, Jerónimo de Villanueva (1620-1625). En el comportamiento social de los nobles, es una constante histórica la emulación de los actos del Rey, vía por la que muchas modas se impusieron. Creemos que este motivo, el de la imitación, fue el que indujo al Condestable de Castilla, don Juan Fernández de Velasco, quien también regalará, entre 1620-1625, al monasterio fundado por su familia, el de clarisas de Medina de Pomar (Burgos), un Yacente, de los mejores de la serie que caracteriza de un modo inequívoco la obra de Gregorio Fernández. Estos Yacentes, en el lado izquierdo son un desnudo, porque el paño de pureza, sujeto por una cuerda, queda abierto para mostrarnos la cadera y la cintura. Como imágenes barrocas que son, están esculpidos con varios puntos de vista pero esconden uno especial, y así en los de Gregorio Fernández, si se les mira desde el dedo pulgar de la pierna que mantienen recta, sobrevolamos por un cuerpo apolíneo que se oculta: en ese momento la cabeza resulta más inquietante.
Cuando algún particular lograba tener una obra del solicitadísimo escultor, su alto valor hacía que con el tiempo fuese donada a una institución religiosa, como el caso del clérigo Bernardo de Salcedo, que en 1621 entregó una imagen del Ecce Homo, de su propiedad, a la cofradía del Santísimo Sacramento y Animas (Museo Diocesano de Valladolid). Es uno de los desnudos más bellos que hizo el artista, con un sentido integral del cuerpo humano, tiene sexo que se cubre con una tela encolada, la figura gira sobre sí misma en un arqueo dinámico y los brazos cruzan el pecho, todo como en las más clásicas esculturas de la Antigüedad.
En la segunda mitad del siglo XVI se inició en España la gran era de los místicos y en el XVII culminó con las sucesivas beatificaciones de San Ignacio (1610), Santa Teresa (1614) o la canonización de San Francisco Javier (1622). La actual parroquia de San Miguel en Valladolid, que antes era de los jesuitas y se llamaba San Ignacio, conserva la estatua del santo titular, donde el escultor cuidó con detenido estudio los elementos históricos, parece un retrato tomado del natural. El gran Barroco de España lleva la impronta poderosa de los jesuitas y las figuras exentas de sus santos fueron objeto de nuevos cultos, que saltaron a la religiosidad popular.
En Vitoria, esculpió el retablo mayor de la iglesia de San Miguel y excepcionalmente también se encargó de la arquitectura. Lo contrató en 1624 y no lo terminó hasta 1632, porque supuso la máxima acumulación de escultura que puede soportar un retablo, lejos ya de aquella armonía conseguida en el clasicismo, donde la arquitectura y escultura no se negaban la una a la otra sino que mantenían un sabio equilibrio. Los relieves son muy destacados, incluso los de la predela y las estatuas metidas en profundos nichos contrastan con los relieves de la calle central: San Miguel, La Inmaculada y un enorme Calvario en el ático. Aquí el dramatismo de los pliegues cada vez es más acusado, las angulosidades no pueden ser más extremas.
También en este año de 1624 contrató el retablo mayor y dos laterales del convento de franciscanas de Eibar (Guipúzcoa), con mediación de fray Juan de Orbea, que se perdieron en la Guerra Civil. Resulta difícil dar una explicación coherente a las razones que impulsaron a Gregorio Fernández para firmar tal cantidad de contratos en 1624. A partir de estas fechas son esporádicas las esculturas maestras: apenas debe tener tiempo para dedicar atención a sus colaboradores y se encontró en una tremenda situación, a juzgar por la escasa calidad de muchas de sus obras, antítesis de la exigencia ética que Gregorio Fernández mantenía en su trabajo.